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12M: Alguien podría haberse equivocado

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, tras decidir el adelanto electoral.

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En ocasiones, para entender el presente hay que echarle una ojeada al pasado. Durante más de una década la ficción ha sido la gran protagonista de la sociedad y la política catalana. Una ficción que convirtió una pretensión legítima, la independencia de Catalunya, en un autoengaño multitudinario, merecedor de un récord Guinness 

Desde 2010 todas las legislaturas han terminado antes de tiempo y algunas abruptamente. Aunque pueda parecer contradictorio –como la vida misma–, en este contexto la ficción aportó estabilidad. Una estabilidad ciertamente convulsa, en algunos momentos traumática, pero que tenía en la ficción un factor de cohesión independentista, aunque fuera a costa de la crónica excepcionalidad social e institucional. 

La principal consecuencia de ese crónico empantanamiento ha sido que los problemas reales de la ciudadanía fueron apartados del orden de prioridades de la política y sacrificados en el altar de un futuro idílico. De aquellos polvos vienen estos lodos. 

La legislatura que ahora ha finalizado abruptamente nació bajo el auspicio de la ficticia unidad independentista. Incierta desde sus inicios, mucho más después del abandono de Junts del Gobierno catalán. Si Aragonés ha sobrevivido es porque al PSC y a los Comunes les ha interesado, por diferentes razones, mantenerlo con respiración asistida. 

Todos los presupuestos tienen motivos para ser votados y otras razones para rechazarlos. En esa decisión suelen primar, tanto o más que los contenidos presupuestarios, los contextos y las estrategias de las fuerzas políticas. Lo que determina el resultado final es un juego de incentivos.

Hasta este año, el intercambio de apoyos presupuestarios entre Gobierno catalán y Ayuntamiento de Barcelona –mientras Ada Colau fue alcaldesa– jugaron a favor de la estabilidad. Pero este incentivo de los Comunes ya ha desaparecido y esa parece ser una de las claves de lo que ha sucedido. 

Continúan siendo para mí una incógnita los incentivos que pueda tener el PSC para el cambio de tercio que ha ejecutado. Seguro que existen, pero se me escapan y me cuesta entenderlo a la vista del efecto cascada nada positivo que ha provocado en la política española. De entrada, más inestabilidad, de la que, en España, como en el resto del mundo, vamos sobrados. 

La controversia sobre Hard Rock aparece como la causa de la no aprobación de los presupuestos y de la convocatoria anticipada de elecciones. Pero en realidad solo ha sido el terreno en el que las fuerzas políticas han decidido marcar perfil propio.

No le resto importancia al debate sobre Hard Rock, porque expresa dos maneras distintas y contrapuestas de concebir el modelo productivo de nuestro país. Pero todo el mundo sabe que este conflicto no se dilucidaba en el marco de los presupuestos del 2024. Aunque unos, el PSC, situaron su ejecución, ya en 2023, como una condición para su aprobación. Y otros, los Comunes, hicieron lo mismo con su retirada. 

Hasta aquí nada que no haya pasado mil veces en política: enarbolar una bandera con fuerte carga simbólica para marcar terreno y perfil político. Lo que no es frecuente es que no se haya sabido o querido encontrar una salida a los presupuestos, sin tener que renunciar a las banderas de cada uno. El pacto era posible, aunque fuera con la fórmula de pactar el desacuerdo, ya utilizada en los presupuestos del 2023 

No se ha querido y es legítimo, pero eso tiene sus consecuencias. Una vez más los problemas reales de la ciudadanía han sido desplazados en el orden de prioridades de la política.

Discrepo de quienes critican a los partidos por querer acceder al gobierno –se le llama ingenuamente poder– o simplemente ganar posiciones. No solo es legítimo, es también imprescindible para hacer avanzar las políticas que cada uno defiende. Es lo que hacemos todas las personas en todos los órdenes de la vida: buscar la mejor posición para hacer crecer nuestros proyectos. 

Otra cosa es que los medios –tener buenos resultados electorales– se conviertan en un fin en sí mismo. Pasa a menudo y desde tiempos inmemoriales en todos los órdenes de la vida. Eso es lo que ha sucedido con los presupuestos de la Generalitat: se ha dado prioridad a las banderas por delante de los intereses. De momento las consecuencias son las de siempre, las políticas públicas que afectan a la vida de las personas –el fin último de la acción política– han cedido paso al medio, las estrategias políticas.

Que los tres partidos –PSC, ERC y Comuns– llamados a entenderse si se quiere abrir una nueva etapa social y política en Catalunya, también a dar estabilidad al Gobierno de coalición en España, no hayan sido capaces de encontrar un punto de acuerdo para aprobar los presupuestos y las medidas que en ellos se contienen es una mala noticia que no presagia nada bueno. 

De momento, en el horizonte me parece divisar un recrudecimiento de la ficción, con Junts y ERC disputándose la condición de mejor y más exigente negociador con el Gobierno español. Todo ello acompañado del imprescindible aderezo de las litúrgicas declaraciones de no renunciar a la DUI. Compromisos que ya no engañan a nadie, pero ofrecen munición dialéctica a las derechas políticas y mediáticas españolas, con la que acosan incesantemente al Gobierno de coalición. 

No creo que nadie esté en condiciones de vaticinar el resultado del 12 de mayo, pero hay algunas posibilidades de que la composición del Parlamento catalán no garantice una mayoría estable. Es posible que ese fuera el mismo resultado de haber decidido agotar la legislatura. Pero sinceramente no termino de entender los incentivos de las izquierdas para propiciar su final anticipado. 

Quienes toman estas decisiones tienen más datos que aquellos que lo vemos desde la periferia y espero que los hayan analizado en profundidad y serenidad. No quisiera pensar que este desenlace se ha producido porque alguien, encerrado en su burbuja auto referencial, no haya previsto que podía pasar lo que ha sucedido. O que alguien haya hecho mal sus cálculos en una apuesta maquiavélica. 

Saldremos de dudas el 12 de mayo. Mientras llega el veredicto de las urnas, repartiendo alegrías y disgustos, ya aparecen algunas consecuencias en forma de damnificados. En primer lugar, la ciudadanía, que se podía beneficiar de las políticas públicas incorporadas al proyecto de presupuestos y que ya no verán la luz en 2024. En segundo lugar, el Gobierno de coalición en España, al que una mayor inestabilidad le merma capacidad para afrontar las políticas de progreso comprometidas. Por último, la democracia, que no aguanta tanta inestabilidad. No olvidemos que la inestabilidad es uno de los gérmenes de la inseguridad que siente la ciudadanía y que la lleva a buscar protección en líderes fuertes que le ofrecen protección, aunque sea ficticia. 

He de reconocerles que, a un optimista patológico como yo, le encantaría haberse equivocado en este análisis. 

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