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¿Comer contamina?

Profesora de Relaciones Internacionales de la UCM y autora del libro "Obesidad y desnutrición. Consecuencias de la globalización alimentaria"
Granja de cerdos
18 de noviembre de 2021 06:00 h

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Tras el estímulo para las conciencias que han supuesto todas las proclamas de la 26ª conferencia de las partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático parece obligado reflexionar sobre las cuestiones que más tensionan la sostenibilidad ambiental y cómo abordarlas en un contexto climático donde las opciones se acaban. Si bien los resultados vuelven a ser decepcionantes, hay un consenso en reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, aunque falte acordar los plazos, procedimiento y financiación. No solo es urgente transitar hacia energías menos contaminantes y acabar con la deforestación, también es preciso un ejercicio de pedagogía incómoda donde se asuma una responsabilidad colectiva. Poco se ha hablado en la COP 26 de revisar algo tan cotidiano como comer y analizar qué efectos tiene sobre el cambio climático cómo se producen, comercializan y consumen los alimentos que ingerimos a diario.  

Cuando se hace referencia al impacto ambiental de los alimentos hay que considerar no solo su huella ecológica, sino su capacidad de mitigar el cambio climático. Alimentarse es vital, pero el tipo de cultivos, los recursos elegidos y su utilización, los patrones de consumo y la manipulación de los alimentos tanto dentro como fuera de la cadena de valor son factores definitivos en el impacto ambiental.

El sistema alimentario es responsable del 26% del total de las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero lejos de lo que se podría deducir, solo el 18% tiene que ver con los envases, el transporte y la logística. Es decir, el 82% de estas emisiones se deriva de la producción del alimento en sí. Los ingredientes que más emisiones producen de media, ya que los niveles de emisiones varían según el método de producción y los recursos utilizados, se vinculan a la carne de vacuno, cordero y porcino, por este orden, pero también al queso, el chocolate, el café y las gambas. Por lo tanto, la sostenibilidad del sistema alimentario también depende de los patrones de consumo y la responsabilidad individual. La racionalización de las dietas, más allá del sabor, ofrece el doble beneficio de la salud y sostenimiento de los ecosistemas.

Gobernar los alimentos impone prestar atención a sus consecuencias sobre el cambio climático. En el Acuerdo de Paris (2015), la mitigación prevista en el lado de la producción no es suficiente para mantenerse por debajo de los 2°C de calentamiento. Reservas como el Amazonas ya han empezado a emitir más CO2 del que absorben. Si no se implica la ciudadanía en un compromiso global, dada la complejidad del problema y la falta de acción política, comer será cada vez más insostenible.

Las potencialidades destructivas del sistema alimentario implican grandes costes medioambientales. La intensificación de la explotación y la extracción de los recursos naturales ha desencadenado una presión inasumible. No solo ha aumentado la productividad de las cosechas de alimentos: también los cultivos para usos alternativos como los agrocombustibles, los granos para la alimentación animal y como fuente de elaboración de todo tipo de mercancías (no propiamente alimentarias) para embalajes. Todo ello lleva aparejado la contaminación y escasez de agua, el impacto sobre el territorio, pero también el maltrato animal.

Del mismo modo, las energías renovables, a través de los cultivos de placas solares y parques eólicos, desplazan cultivos alimentarios más imprevisibles y de menor rentabilidad. Si bien la acción humana ha supuesto siempre una presión sobre estos recursos, el ritmo con el que se ejercía ha permitido su recuperación (tierras en barbecho, por ejemplo). Sin embargo, la aceleración de estos ciclos de sostenibilidad de la naturaleza está provocando la destrucción de ecosistemas enteros, degradación de los sistemas tropicales, pérdidas de cuencas hidrográficas, disminución de integridad del suelo, erosión, la desaparición de la biodiversidad en variedades tradicionales y semillas autóctonas, la disminución del secuestro del carbono y el deterioro del aire. Un colapso que a nivel local supone el avance de la desertificación, el agotamiento de minerales y acuíferos, la contaminación de suelos agrícolas y bosques por residuos tóxicos de larga duración (agrotóxicos), las explotaciones agrarias en ruinas, ciudades mineras desérticas y vertederos industriales abandonados. Esta extralimitación está dificultando la regulación del clima, la regeneración de la calidad del aire y el agua, incluso, que los propios residuos se reciclen, etc. La actividad agraria profundiza su desconexión con el entorno, intensificándose la sobreexplotación y el deterioro de los recursos locales (mano de obra y recursos naturales), mientras se incrementa la dependencia de insumos (materiales y energía), procedentes de otros territorios.

El ejercicio del derecho a la alimentación implica asumir la responsabilidad de cómo se produce y afecta a los medios de vida rurales la biodiversidad y los sistemas que regulan las funciones del planeta, como los bosques, los suelos o los océanos. Por eso, en la estrategia dominante de erradicar el hambre, la dependencia del petróleo y la presión sobre los recursos debe sustituirse por alternativas que eviten que sean las proyecciones económicas del agronegocio las que gobiernen. Durante la crisis de 2008, el G-20 se apropió de todas las decisiones sobre la subida de precios de los alimentos y su crisis. Todo lo que se desreguló fue decidido por un exclusivo grupo de países cuyos intereses financieros no responden a la necesidad vital de alimentarse y donde no están representados los países con mayor inseguridad alimentaria. Se priorizó, por tanto, la sostenibilidad financiera en vez de considerar urgente el equilibrio de los ciclos naturales y el tiempo para reponer los ecosistemas con biodiversidad.

El retroceso de la biodiversidad que ha supuesto unificar cultivos, más allá incluso del negocio que supone patentar las únicas semillas viables, es irrecuperable. A pesar de que se disponen de 10.000 especies vegetales distintas para producir alimentos y piensos, solo 150 cultivos alimentan a la mayoría de la población del planeta y apenas 12 cultivos proporcionan el 80% de la energía alimentaria. El 60% de esta energía procede exclusivamente del trigo, el arroz, el maíz y la patata. La disminución de la biodiversidad agrícola menoscaba la diversidad en la alimentación, impide incrementar la producción de alimentos, los ingresos y afrontar las limitaciones ambientales. Si no se preserva la diversidad genética, se tendrá menos capacidad de enfrentar el cambio climático. Las variedades de raíces más profundas, si se combinan con prácticas agronómicas adecuadas, pueden retener más carbono en el suelo. También se pueden considerar otras variedades de forrajes para que los rumiantes emitan menos metano, y variedades que precisen menos nitrógeno y, por tanto, rebajen la necesidad de fertilizantes y a su vez emitan menos óxido nitroso. Una diversidad que se sustenta en las variedades nativas prácticamente barridas por la biotecnología, pero también por otras prácticas que persiguen la mitigación del cambio climático.

Todas las presiones que se derivan de la comida y el medio ambiente deben encajar, son cuestiones de primer orden en la sostenibilidad de un ejercicio vital. Pero comer también es cultura, un modo de vida, una decisión diaria donde se rehúsa la información del origen y procedimiento de la comida. Significa racionalidad en la adquisición y consumos para evitar los desperdicios y enfermedades. Pocas decisiones están tan ligadas a sus consecuencias, pocas nos interpelan tanto en nuestra responsabilidad individual.

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