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Cultura y deseo para una España fraterna

Banderas autonómicas.

Federico Severino

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Abierto un nuevo ciclo político en España y con 52 diputados de Vox sentados en el Congreso, se habla mucho sobre las urgentes medidas profilácticas frente a la extrema derecha. En declaraciones y conferencias hemos podido escuchar al Secretario General de Podemos y vicepresidente del Gobierno Pablo Iglesias que el mejor remedio frente al auge de la extrema derecha en España se juega en la capacidad de este gobierno de desplegar ambiciosas políticas sociales que limen las desigualdades y reviertan los efectos más nocivos de las políticas austericidas de esta década perdida. Esto sería una consecuencia lógica de la tesis sostenida por Miguel Urbán, que reza que el ciclo neoliberal al que se ha sometido la Unión Europea desde el Tratado de Maastrich, constituiría el espacio de oportunidad para las derechas radicales en Europa. Así la destrucción de los derechos sociales y laborales, habría no solo afectado las condiciones de vidas de los europeos sino también creado un imaginario de escasez propicio para emprender la lógica del penúltimo contra un todavía más débil y vapuleado último. Coincidiendo con esta tesis europea, intentaré, no obstante, problematizar aquí su corolario español ateniendo a la especificad del conflicto catalán que ha marcado la política española en las pasadas legislaturas y que con toda probabilidad lo seguirá haciendo en esta.

En una de sus tribunas en El País (Vox y el futuro de nuestra democracia), Belén Barreiro radiografió con gran precisión el surco del que se nutre el voto a Vox, señalando que “a diferencia de los partidos de extrema derecha de otras democracias avanzadas, Vox no nacía de la vulnerabilidad social, sino de (…) la vulnerabilidad identitaria”. Esto es, los ciudadanos que habrían votado por la extrema derecha lo habrían hecho fundamentalmente por una identidad nacional española herida en las desventuras del conflicto catalán (pero ojo, y aunque en menor medida también por la inmigración). Si esto es así, pareciera que la receta profiláctica de apostar por unas ambiciosas políticas sociales no daría, por lo menos a corto plazo, en la tecla. Y digo a corto porque no hay que subestimar la capacidad mutante de nuestra extrema derecha local hacia una hipótesis Philipott tal y como hizo el antiguo Frente Nacional de Marie Le Pen (cuestión que describe brillantemente Guillermo Fernández en su ¿Qué hacer con la extrema derecha en Europa?). Aunque por el momento no parece que Vox tenga intención de moverse a una posición soberanista. Sigue rezumando neoliberalismo y apostando por un muy rentable eje identidad-inmigración incrustado en el conflicto catalán que les ha proporcionado un portentoso resultado electoral.

Una intuición y un diagnóstico acompañan a este artículo. Por un lado, quizás la profilaxis urgente que necesitamos frente al auge de la extrema derecha requiera de una ofensiva cultural que asista a la acción de gobierno en su muy difícil tarea de desinflamación territorial e identitaria. Por otro, y aquí vienen las malas noticias, la izquierda se encuentra en una situación de gran debilidad para llevar a cabo semejante empresa.

Aunque a menudo la izquierda no deja de menear el concepto de guerra cultural con aspavientos, hay que reconocer que los que se la han tomado verdaderamente en serio son las derechas. Ya sea cuando tiene la palanca del Gobierno o a través de sus think tanks, la derecha se hace cargo perfectamente de que el pasado es un arma cargada de futuro. La oleada revisionista en torno a la Segunda República y la Guerra Civil que inundó las mesas de libros y tertulias durante el aznarato rindió buenos servicios a modo de parachoques argumental cuando la derecha hiperventiló con la edulcorada Ley de Memoria Histórica de Zapatero. A día de hoy, viendo la reverberación y complaciente acogida en ciertas élites intelectuales de la tesis expuesta por Roca Barea en Imperiofobia, podemos decir que estamos ante uno de los objetos ideológicos más peligrosos que se ha escrito en los últimos tiempos (perfectamente diseccionado y desmenuzado por el profesor José Luis Villacañas en su Imperiofilia y el populismo nacional-católico). Y a modo de apunte: si la argumentación imperiofóbica que muchos han comprado (y que para Roca Barea es esencialmente hispanofobia) es fruto de la conjura de una panda de humanistas, ilustrados y liberales “resentidos” algunas pistas ya nos está dando la autora sobre los ingredientes con los que empezar a cocinar nuestro potaje.

Comentaba César Rendueles en su conceptualización de los nichos vacíos que la extrema derecha ha ido ocupando los espacios que la izquierda ha dejado libres, especialmente los que le resultan conflictivos. La realidad es que la izquierda en España no ha conseguido poner sobre la mesa un relato de país capaz de competir con la narrativa monolítica de nación española que propone la derecha. Defender que la patria no es una bandera o que ser patriota es defender las instituciones públicas que protegen a la gente tiene tanto de cierto como de sobrio. Desatado un conflicto territorial como el de Cataluña, hemos podido ver lo poco que ha podido nuestra racionalización frente la movilización sentimental articulada en la monopolización espuria de los símbolos nacionales.

La derecha pone mucho empeño (y muchos recursos) en ofrecer y difundir coordenadas de lectura ajustadas a la visión estrecha de país que propone. Nosotros deberíamos hacer lo propio. Frente a una pura definición reactiva de este gobierno por sus adversarios, no deberíamos escatimar esfuerzos en proyectar el país que queremos. La desinflamación a través del diálogo debe estar acompañada de una iniciativa cultural progresista sin precedentes que articule alguna forma de patriotismo plurinacional. Ahí está el reto (y menudo reto) de desplegar una producción de argumentos y sentimientos capaces de reivindicar una patria que muestre al conjunto de identidades nacionales y de lenguas de nuestro país como un verdadero tesoro y privilegio; como una genuina ventaja competitiva, tal y como expresaba Pablo Iglesias hace tiempo ya en la presentación de “Repensar la España plurinacional”. Un patriotismo que encuentra en la pluralidad de símbolos una suerte de virtud en la que se expresa la grandeza de España.

Y es en la proyección de una patria que cuida e incluye a su gente y a sus territorios, donde las conquistas sociales de este gobierno podrán encontrar un asidero común y hacer una defensa de los valores republicanos como la justicia social, la regeneración democrática, el feminismo, el ecologismo, la educación y la ciencia (mucha y mejor ciencia que buena falta nos va hacer frente al “terraplanismo negacionista” que se nos viene encima). Hablamos en definitiva de una patria que cuida, pero que también repara y que no puede levantarse sobre el olvido y la impunidad. La profundización en nuestra memoria democrática que exige justicia, verdad y reparación con las víctimas del franquismo está llamado a ser un lugar privilegiado e imprescindible desde donde deberemos empezar a reconstruir el eclipsado eje de la fraternidad en nuestro país.

Hasta aquí los deseos. La realidad es que los espacios en la izquierda para emprender semejante aventura se encuentran en una situación de extrema debilidad. Bien sea porque sufrimos de una subfinanciación crónica, bien porque tampoco se toma en serio la disputa cultural, muchas de nuestras modestas iniciativas juegan el papel de alma bella, con una exigua incidencia en la realidad política, lo que las condena a la intrascendencia y a cierta melancolía. Para salir de la misma, haríamos bien en darle una buena pensada a cómo llevar a cabo estrategias conjuntas a mediano y largo plazo (persistiendo y perseverando en el tiempo) con objetivos claros y en sumar recursos por aquello de las economías de escala. Asociando voluntades y esfuerzos en torno a unas pocas cuestiones de consenso entre sindicatos, partidos, fundaciones y organizaciones de la sociedad civil estoy seguro de que algo potente podríamos sacar adelante. Ahí lo dejo caer.

Comentaba hace poco Pablo Iglesias con Miguel Brieva en “Otra Vuelta de Tuerka”, la abundancia de distopías apocalípticas que encontramos en series y películas, así como una manifiesta ausencia de contenidos de política ficción donde en lugar de cargarnos el planeta y morir todos, la cosa pueda terminar saliendo más o menos bien. La imaginación es una facultad que utilizamos poco en política como proyección del mundo que deseamos. Se nos olvida que representarlo es ya empezar a hacerlo posible. Claro que para poner en valor nuestro carácter plurinacional ni falta hace que echemos manos de la ficción; es una realidad que está ahí pero que algunos se encargan obstinadamente en no querer dejarnos disfrutar con normalidad.

Sabe dios la dificultad que entraña tejer la madeja de un imaginario plurinacional en una España con los humores nacionales recalentados. Tal y como sentenció Marcos Reguera en unas jornadas sobre la extrema derecha que organizo el Instituto 25M, lo cierto es que no tenemos ni puta idea de cómo construir hegemonía; ese concepto tan manoseado. Saber lo que hay que hacer no significa ni mucho menos saber cómo hacerlo. Aunque si hubiera que elegir un lugar por donde empezar no se me ocurre nada más patrio y ajustado a costumbre que comenzar con una fiesta memorable. Pongamos que en algún momento del largo estío nos damos cita en, no sé, Teruel quizás, y que allí, arrejuntados en hedónica sororidad damos rienda suelta a las diversas identidades y lenguas que conviven en España a través de diferentes expresiones culturales. Pongamos que la cosa se nos va de las manos y acabamos bailando electrochotis bien agarraos, con aurresku-perreos hasta abajo y cumbia-sardanas. Menuda resaca plurinacional íbamos a dejar para empezar echar a andar la tarea.

Aparco ya la imaginación y termino. No soy ingenuo. La capacidad que tenga este gobierno para normalizar y sacar la cuestión catalana de una constante excepcionalidad política y judicial va a sobredeterminar cualquier iniciativa que persiga poner sobre la mesa una nueva forma de pensar y sentir España desde su plurinacionalidad. Dicho esto, no me cansaré de insistir en que la izquierda deje de pensar en la disputa cultural como un “eterno luego” y se la empiece a tomar en serio. En Madrid, y más concretamente en el Cementerio de La Almudena, las derechas lo están haciendo con buldóceres, picos, palas y sobre todo y lo más importante, sin ningún complejo. Ya sabemos desde hace mucho que la lamentación autocomplaciente sobre la ausencia de medios no resuelve nada. Pongámosle ganas, inteligencia y recursos a producir más y mejor pensamiento y a desplegar una nueva geometría del deseo que recomponga el horadado eje de la fraternidad en España. Ahí es posible que encontremos los primeros diques de contención al auge de la extrema derecha.

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