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La dignidad y el valor del oficio de la política

Alfredo Pérez Rubalcaba y Carme Chacón durante el Congreso del PSOE en el que Rubalcaba fue elegido secretario general

Carlos Elordi

La liturgia de la muerte en España insulta a veces a la razón. Viendo la lista interminable de personajes o personajillos excelentes que desde hace un día largo cantan las excelencias de Alfredo Pérez Rubalcaba, no cabe sino preguntarse dónde estaban esas gentes cuando, no hace mucho, este gran hombre político vio acabada su carrera. ¿Por qué ninguno pidió, al Estado o a quien fuera, que le encontrara un sitio adecuado para que pudiera seguir influyendo en la marcha del país? ¿Por qué nadie se indignó al saber que había terminado dando un par de clases de química a la semana?

En cambio, no cuesta mucho imaginar lo que habrían dicho muchos de los compungidos de hoy si Rubalcaba hubiera aceptado una de las varias ofertas que importantes instituciones privadas le hicieron para que se uniera a ellas, pagándole muy bien a cambio de un favor de vez en cuando. Nadie se lo habría tolerado.

El primero de ellos, él mismo. Porque el dinero, más allá del que necesitaba para pagarse sus moderados gastos, no le interesaba. Y porque tenía un alto sentido de la dignidad y una gran consideración por la función social que había ejercido durante buena parte de su vida madura. La de político. Una profesión que le encantaba y que consideraba una de las bonitas del mundo. Pero que él entendía que merecía el máximo respeto, empezando por el que él mismo había de tener por ella. Y eso excluía componendas. Que Alfredo comprendía en el caso de otros, o cuando menos eso era lo que decía, pero que consideraba inaceptables para sí mismo.

Para sus amigos es reconfortante escuchar que unos y otros glosen sus méritos, sus contribuciones decisivas a la solución de problemas tan importantes como el de ETA o el de la inestabilidad institucional que supuso la sucesión en la corona. Se habla menos de su papel destacado en la reforma de la enseñanza o su papel crucial para evitar la implosión del PSOE en los años que siguieron a la dimisión de Felipe González.

Pero se podría decir algo más. Que, cuando menos, en las últimas dos décadas fue un referente indispensable, casi siempre en privado, del devenir de la vida política española. Personajes de las más diversas adscripciones y posiciones sociales querían conocer su opinión antes de dar un paso, saber cómo él veía lo que estaba ocurriendo. Muchos de los mismos que al día siguiente lo pondrían a parir en el Congreso, le habían consultado el día anterior.

Y nunca alardeó de ello. O si lo hizo fue a toro muy pasado. Su discreción era proverbial. Los que le conocían de cerca sabían que era infranqueable. Trataba muy bien a los periodistas, era el más accesible de los políticos. Se explayaba con ellos, pero solo les contaba lo que él quería que se supiera. Y casi todos quedaban satisfechos. Porque les explicaba muy bien las cosas, manejaba muy bien las palabras. Pero no les decía ni la mitad de lo que podía haberles dicho. Sabía hacer eso como nadie.

Todos los que tuvieron que vérselas con él en los más diversos contenciosos dicen que era un negociador excepcional. Que sabía sacar partido, por pequeño que fuera, de las situaciones más difíciles. Que nunca daba la partida por perdida. Porque era muy buen estratega y sabía desde un principio en qué iba a terminar el debate, aunque antes hubiera de conversar y fintar durante horas y horas.

En definitiva, era un político excelente. Porque, como se sabe desde siempre, ese oficio no consiste sólo en decir brillanteces y barbaridades, sino también, y sobre todo, en tener objetivos claros en cada momento y saber negociar para alcanzarlos. Cediendo hasta lo razonable y atacando cuando se está convencido de que se va a ganar, según las circunstancias. Sabiendo que de eso van a hablar poco los medios. Pero que es lo importante.

Rubalcaba, también gracias a sus muy buenas dotes de orador, hizo grande el oficio de político, colocó esa función social imprescindible en su nivel más alto. En un país en el que por fanatismo, por ignorancia o por atavismos del pasado franquista se la denuesta insensatamente, la ceremonia del elogio que está siguiendo a la muerte de Rubalcaba podría tal vez servir para reivindicarla. Ojalá.

Además de todo lo anterior, pero no en segundo lugar, ni mucho menos, estaba su condición de militante socialista. El PSOE era para él un asunto primordial. Siempre. Incluso cuando departía amigablemente, tratando de entender sus razones, con el establishment. Su idea de la izquierda, y era de izquierdas, no venía de las ilusiones y las frustraciones del 68, sino de la lectura de la experiencia socialdemócrata europea. Y creía firmemente en las posibilidades de esa vía reformista. A pesar de los reveses que su causa venía sufriendo en Europa desde hacía más de una década.

Y también creía en su partido. Por mal que estuvieran las cosas. A lo largo de su larga trayectoria dedicó a la vida interna mucho más tiempo del que se podía pensar. Al final apostó por liderarlo, él que siempre había ejercido de segundo. Tenía condiciones sobradas para ejercer de número uno. Y las circunstancias le impelían a luchar por ese cargo, que seguramente le hacía mucha ilusión.

Pero su tiempo había pasado. El PSOE, devastado por la crisis de 2008 y pagando aún las consecuencias del deterioro final de la era Zapatero, no podía ganar las elecciones del 2011. Y tras esa derrota, su sustitución en la secretaría general del PSOE era inevitable. Lo que es incomprensible es que Pedro Sánchez lo condenara al ostracismo. Podía haberle encontrado acomodo en la nueva dirección y eso, tal vez, le habría evitado alguno de los disgustos que tuvo después. Porque hasta ayer mismo Alfredo seguía teniendo la misma inteligencia política de siempre.

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