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Duelo a garrotazos

Duelo a garrotazos, de Francisco de Goya

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Intentando combatir la limitación que supone para nuestros hijos estudiar en un solo idioma y tratando de defender el aprendizaje en varias lenguas vehiculares espeté aquella famosa frase de “la inmersión lingüística en un solo idioma, es una vuelta a la aldea”. Se armó un buen revuelo porque en España, en particular en las comunidades bilingües, el tema de la lengua es un tabú.

Si quieres, como es mi caso, que la lengua cooficial tenga un papel preponderante como lengua vehicular, pero que, al mismo tiempo, pueda coexistir con el aprendizaje del español y el inglés, te encuentras con un pie dentro del barco y otro en el puerto, es decir, caes al agua seguro. Por un lado, te caen chuzos de punta por parte de los “liberales” que reclaman su supuesto derecho a elegir el tipo de educación que reciben sus hijos. Como si la educación fuera una tienda de “Dunkin donuts”, donde uno puede comprar hasta el color del lazo que va a llevar la niña en el uniforme de su escuela concertada. La España conservadora algún día tendrá que entender que en pleno siglo XXI, el objetivo de un Estado moderno, democrático y de derecho, no puede ser la defensa de una escuela concertada religiosa monolingüe en español, sino una educación pública, laica, plurilingüe y de calidad. Por otro lado, en cuanto tocas el tema, las piedras también te caen a capazos desde el otro extremo ideológico. Los nacionalismos periféricos disparan a matar con descalificaciones generales tales como facha, odiador del acervo cultural y la lengua propia u otras lindezas semejantes a todo aquel que plante cara al sistema de inmersión lingüística en un solo idioma.

Nadie discute, porque es de sentido común, que cuantos más idiomas se hablen mejor. Los unos y los otros, al menos “de boquilla”, afirman apostar por el plurilingüismo. Pero en España, nadie se pone de acuerdo sobre cómo lograrlo. Mientras tanto, los últimos datos de Eurostat plantean que en Portugal, Grecia e Italia, más del 82% de la población domina al menos un idioma extranjero, y, sin embargo, en nuestro país, seguimos a la cola de Europa en nivel de inglés empeorando por quinto año consecutivo. Lamentablemente, el debate no se desarrolla en torno a cómo incorporar más lenguas a nuestro acervo cultural, sino a en cómo eliminar el carácter vehicular de la lengua común para darle preponderancia a las lenguas cooficiales.

En serio. Hace falta un diagnóstico de la situación. Un diagnóstico médico, desapasionado y objetivo para lograr entender lo que nos pasa. De lo contrario, media España, nunca, jamás, se pondrá de acuerdo con la otra media sobre un asunto totalmente esencial, como es el de la calidad educativa, y la necesidad, de que en un mundo cada vez más globalizado, se puedan dominar cuantos más idiomas mejor. Crecí y me eduqué en muchos países distintos. Por eso he tenido siempre una visión muy pragmática y utilitarista con respecto a los idiomas. Siento cierto cariño por mis lenguas maternas, pero en mi fuero interno, los idiomas son solo herramientas de comunicación, así de frío. Este antecedente muy personal me impidió durante años entender que como dijo Nelson Mandela: “Si le hablas a alguien en un idioma que comprende, va a la cabeza, si le hablas en su idioma, le va directo al corazón”. Esto es, el problema lingüístico va indisolublemente unido a la cuestión identitaria. No es el caso de una apátrida como yo, pero es el de la mayoría de las personas que sienten su lengua como el reflejo de su pertenencia a una identidad cultural, familiar y territorial. Este hecho, que se plantea con naturalidad en algunos países, y permite la coexistencia y el aprendizaje igualitario de distintos idiomas, como por ejemplo en Suiza, adopta formas patológicas en otros, como es el caso de España.

La intensidad con la que se asocia la política identitaria a la lengua es lo que marca en nuestro país la diferencia a peor con respecto a otros. Para un finlandés cuyo idioma es el sueco, el hecho de hablarlo, aun estando en minoría, no es una distinción política con el resto de sus compatriotas fineses. A ningún alemán que habla frisón septentrional o sórabo, lenguas regionales reconocidas por su constitución, eso le impide sentirse alemán. Sin embargo, para muchos, especialmente para los que se sienten identificados, y no son pocos, con los movimientos independentistas y nacionalistas, cuando se habla catalán o vasco, se marca la diferencia de pertenencia a algo distinto respecto al resto de España. En estos casos, la “lengua propia” es percibida e instrumentalizada, no como un instrumento de comunicación, sino como una herramienta de “nacionalización” del cuerpo social en el marco de un proyecto de construcción nacional dentro del Estado. Por eso para los nacionalistas, la parte medular del sistema educativo es la llamada “normalización lingüística” que conlleva estudiar en una sola lengua vehicular, la del futuro nuevo Estado.

Siempre se han resaltado las ventajas del sistema de inmersión lingüística para aprender una lengua extranjera. No cabe duda de que instruirse en un idioma fuera de su contexto cultural es mucho más difícil que hacerlo dentro de él. En este punto no hay debate. Cuanto más hablen nuestros hijos en un segundo idioma, antes lo aprenderán. El razonamiento con el que martillean los partidarios de la inmersión lingüística en un solo idioma es siempre el mismo. Puesto que la denominada “lengua propia”, a pesar de serlo, es la más desconocida y minorizada, hay que estudiar únicamente en esa lengua para facilitar su aprendizaje a quienes no dominan su propio idioma. ¡Venga! nos rendimos, “aceptamos pulpo por animal de compañía”.

Partiendo de este supuesto, es evidente que, si la lengua minoritaria es la dominante absoluta en la escuela, a nadie debería molestar que se establecieran también porcentajes mínimos de inglés y español. Es lo que se ha hecho con acierto en la ley educativa de la Comunidad Valenciana. Y, sin embargo, algo tan razonable, ha sido y sigue siendo caballo de batalla en la actualidad. Por mucho que algunos reivindiquen el poder omnímodo de las lenguas dominantes, da para un programa de Iker Jiménez en Cuarto Milenio tratar de convencer de que no hace falta estudiarlas porque dichas lenguas tienen un poder de penetración osmótico. El célebre argumento pseudo científico de que caminar por la calle y ver la televisión es más que suficiente para aprenderlo no tiene fácil digestión. A ninguna persona medianamente “leída” se le escapa que, para la adopción de ciertos registros cultos, académicos y profesionales, también sería útil un aprendizaje, aunque fuera exiguo, de la lengua común. Prohibirlo es la prueba del algodón de que los políticos no están tratando de encontrar vías de solución para mejorar la calidad de educativa, sino que el debate está discurriendo por la enrevesada senda de la política nacionalista identitaria, ya sea la españolista, o la del nacionalismo periférico.

Me gustaría pensar que algún día seremos capaces de sacar a este país de las tinieblas representadas en las pinturas negras de Goya. Pero una y otra vez vuelve el duelo a garrotazos. La tradicional imagen del maestro es la metáfora de nuestra lucha a bastonazos en el paraje desolado de nuestro sistema educativo. Al igual que los villanos del cuadro, este sigue enterrado hasta las rodillas y deja desamparados y con niveles de desempleo trágicos a la juventud. Mientras tanto, nuestros políticos siguen con sus garrotes, arreándose, como esos villanos, sin reglas ni protocolo. En este país guerracivilista, para arreglar esto de la educación, nos hace falta un árbitro neutral, alguien que pare en seco la espiral de leyes educativas de derribo del contrario. A estas alturas no sé quién puede jugar ese papel, necesitamos un milagro. Alguien que nombre padrinos para representar a las partes, que haga una cuenta de pasos, y, por encima de todo, que permita una elección de armas racionales.  

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