Emociones colectivas: La imprescindible sensibilidad de la política
'Emociones Políticas'. Así se titula el libro de Martha C. Nussbaum con el inspirador y sugerente subtítulo de “¿Por qué el amor es importante para la justicia?”. La autora pone en cuestión que la gestión de los sentimientos públicos vaya en contra de la libertad y la economía. Hace pocos días conocí este otro título de una obra española, 'Amor y Política', de la que he tomado la segunda frase del titular para este artículo. “Las autoras, conocedoras del potencial alquímico y transformador que existe en los conflictos, reivindican la dimensión cooperativa y radicalmente utópica de la política y, por ello, su necesaria materia emocional para construir dinámicas solidarias y vinculantes”. Son palabras de la prologuista, Itziar González Virós, exconcejala barcelonesa socialista que dimitió por un caso de corrupción.
En el contexto de un proceso independentista, tenso y conflictivo, y al borde de una campaña electoral, las emociones y los sentimientos colectivos inundan los escenarios del debate político. No creo que sea casualidad que de los libros citados sean mujeres las autoras, porque el hábitat de las emociones es el terreno de lo privado, precisamente el de los valores de lo femenino. Lo masculino es razón, competencia, jerarquía, belicosidad…Lo femenino es emoción, cooperación, distribución y orientación a las personas, más que a los proyectos.
El voto apasionado
Las emociones, presentes en nuestra relaciones personales y también colectivas, gestan nuestras reacciones más primarias y, en un contexto tan convulso de cambio, incertidumbre y crisis, votamos con el corazón, votamos por amor, por enfado o por esperanza. Es un voto apasionado. La primera fase del ascenso de Podemos significó una apelación ancha y directa a la esperanza y la ilusión colectivas. Ciudadanos ha recogido esa llamada a la esperanza aportando algunas dosis de miedo a lo radical y otras pocas más de enfado “ciudadano”. Esta combinación de emociones agita a un colectivo huérfano de voto, un electorado volátil que puede funcionar como estorninos en un símil de la movilización colectiva. El amor mueve montañas. El amor a un proyecto, o a un líder, o un colectivo de iguales es el eje central de la adscripción partidista que marca el voto de esa parte del electorado que actúa con militancia convencida. Este grupo es menor en España que hace unos años. Hay menos amor en la política. En cambio, el miedo paraliza los avances sociales y políticos. No moviliza, sino que es inmovilizador. Es la amenaza del caos, del desastre. Lo deja todo como está. Esa es la emoción con la que juega el Partido Popular con su claim de “ahora va en serio”, como si el resto de opciones fuesen juegos oportunistas que ofrece la democracia, sin valor y con mucho riesgo.
De entre las emociones tipificadas la que más escalofríos produce es la del asco, que en dinámicas colectivas se transforma en odio. Es la emoción que sujeta la xenofobia y la exclusión. Cuando una emoción así se impone, aderezada con la del miedo, el resultado es un estado represor, en el mejor de los casos.
El amor y el odio
El amor en la política es la justicia social y la solidaridad, mientras que la desigualdad provoca tristeza en la colectividad. Una sociedad desigual, sin justicia social, es una sociedad sin amor y triste, que puede llevar a construir un sistema que legitime un gobierno desalmado.
La emociones que más movilizan son la alegría y la ira. El proceso independentista catalán es el caso paradigmático más reciente de la gestión de las emociones colectivas para alcanzar un objetivo movilizador. En la dinámica del soberanismo catalán, alegría e ira se mezclan y se realimentan, suman y multiplican, lo cual explica la sostenibilidad del nivel de movilización y adscripción partidista a la causa que ha recorrido ya algo más de cuatro años. Las manifestaciones multitudinarias y los gestos simbólicos de apoyo al proceso se complementan con el enfado que provoca el frontismo del “enemigo”. Y me atrevería a afirmar que en una tendencia inevitable hacia el asco, el odio.
Este hecho explica que las alternativas racionales a lo emocional tengan poco valor por no ser lo suficientemente competitivas. No se digieren salvo para convertirse en alimento del enfado. Es inútil responder con razón a la emoción, con frialdad a la pasión. El “unionismo”, el relato del NO a la independencia, debe fundamentarse también inevitablemente en lo emocional, apelando a la unión en positivo, a la pertenencia, a los beneficios. EL NO debe ser una propuesta que mueva al amor, a la alegría, y no al enfado y al odio.
En pocas semanas entraremos en campaña electoral, el momento en que la política se desnuda y todo es intenso y apasionado. Es necesario enamorar en poco tiempo, buscar el flechazo, alegrar, no enfadar. Por eso los errores son tan decisivos y los aciertos tan multiplicadores. Los técnicos electorales agudizan sus recursos emocionales para que el candidato o candidata empatice, llegue, se acerque, conecte. Y es entonces cuando entra la impostura: gran error de la publicidad electoral. La mayoría de las campañas revisten al líder de photosop y le disfrazan, utilizan un storytelling falso que no convence. Al electorado no le gustan las campañas porque se vive como un teatro lleno de actores y papeles a representar. Un “todo es mentira” saturante que no permite distinguir la realidad de lo impostado, en una suerte de escena performativa falsa cuyo objetivo es revestirlo todo de una fuerte emoción que mueva al voto.
Jugar con las emociones es jugar con fuego, por lo que es arriesgado y peligroso, más si cabe, en las colectividades. La política tiene que ser sensible al estado del ánimo social, captarlo y comprenderlo, no para manipularlo, sino para gestionar ese ánimo, con responsabilidad, con sinceridad.