Escuelas OFF y la guerra de guerrillas en Tecnoccidente
Desde hace siglos, en el acervo cultural identitario de lo que hoy llamamos Occidente, una idea viene vertebrando nuestra historia y la del planeta: la tecnología es el medioambiente humano, aquella tierra natal que siempre lleva consigo la especie, dándole sentido y propósito a su existencia. Desde la versión de Platón del mito de Prometeo hasta la afirmación de Ortega y Gasset de que “no hay hombre sin técnica” existe una suspensión temporal en lo que respecta al desarrollo de la visión occidental de la tecnología, para nosotros, occidentales hipertecnologizados, la tecnología es la respuesta a todas nuestras preguntas, aquí, en Tecnoccidente, asumimos que toda necesidad y problema humano se satisface y soluciona tecnológicamente. Nuestra tecnología aparece como la concreción necesaria del desarrollo de la especie humana.
Por eso, y solo por eso, todo avance tecnológico es siempre un hito en el desarrollo progresivo de lo que esencialmente es el ser humano, y su imposición social una misión de envergadura mesiánica. Así, sin ir más lejos, la IA.
Lila Ibrahim, en una entrevista reciente, hablaba del trabajo que realizan en Google DeepMind en términos de “misión”. “Tenemos la posibilidad de desarrollar la IA de manera responsable para cambiar el mundo”, sentencia. Arrogándose el dudoso derecho de ser quienes deciden el rumbo que debemos tomar como especie, Lila afirma que, en Google, “nuestro deber para con la humanidad es asegurarnos de que desarrollamos y pastoreamos cuidadosamente esta tecnología”. Uno capta rápidamente el olor a ideología que destilan esta clase de discursos cuando empezamos a hacer las preguntas adecuadas, como “¿Por qué queréis cambiar el mundo?”, “¿A qué mundo os referís?” y “¿Por qué hacerlo con la IA, con más tecnología?”. Ello sin contar con el hecho de que si sienten que la desmedida responsabilidad de cambiar el mundo es suya significa que indudablemente creen que el mundo les pertenece, y en efecto, mientras sigamos asumiendo el paradigma de que la tecnología es el Destino, el mundo y su destino les pertenecerán.
Desafortunadamente pueden actuar con esta impunidad mesiánica en la medida en que son conscientes, continua Lila Ibrahim, de que “la sociedad está casi dispuesta a tolerar que haya fallos en la tecnología para poder seguir probándola. Y realmente necesitamos que el mundo nos ayude a hacer las pruebas”. De Google DeepMind a OpenIA, lo que siempre encuentra el proyecto tecnologicista es una absoluta entrega extasiada de los individuos. El gran triunfo del proyecto Tecnoccidental de tecnologizarlo todo es poner a trabajar con fervor y gratuitamente en el desarrollo de su proyecto a los propios usuarios. Y ¿dónde irá a buscar nuevos usuarios? ¿Cuál es el espacio por excelencia en el que sembrar ideas y cosechar adeptos?
Sin duda alguna, las escuelas. Ellas han sido siempre el campo de batalla ideológico por excelencia, eje de polémicas como la del Pin Parental, o las asignaturas de religión o valores. Sin embargo, la tecnología nunca pasaba de ser entendida como mera herramienta, consideración impulsada tras la pandemia de coronavirus y por el florecimiento de la EdTech que apadrinan los nuevos IA PCs, y esto debido a que nunca, hasta ahora, la tecnología había aparecido realmente en su dimensión ideológica. En un intento de escapar de los discursos tecnobsesivos y sus callejones sin salida, estamos legitimados a considerar la tecnología como ideología, podemos considerar la centralidad de la tecnología en la configuración de un mundo ecológico y social como una mera modalidad cultural localizada geográficamente, podemos comenzar a ver su desarrollo histórico como la imposición del proyecto cultural de Tecnoccidente. Y es finalmente en esta medida en que debemos afirmar que hay una guerra cultural y son los niños, como en toda guerra, los que van perdiendo.
Libros ya populares como el de Jonathan Haidt “la generación ansiosa”, iniciativas como Adolescencia Libre de Móviles (ALM), informes como el desarrollado por La Asociación Española de Psiquiatría de la Infancia y la Adolescencia (AEPNYA) muestran y demuestran los estragos de la hipertecnologización de la vida infantil: desarrollo de adicción a las pantallas, depresión y ansiedad, merma en la capacidad de atención, en las capacidades cognitivas, explotación de la privacidad… En esta guerra tan desigual, en la que el enemigo está en nuestros bolsillos, en las mochilas escolares, en las aulas, la única estrategia versátil para disentir y resistir, es la guerra de guerrillas, donde iniciativas como ALM, o Desempantallados plantan cara, y en la que el último combatiente en sumarse a la contienda es el que bien podríamos llamar Movimiento Off. Después de lanzar su Manifiesto, alineado con la crítica a una imposición descarada de la digitalización con efectos alienantes, surge ahora la carta por una Escuela Off, en la que se asume la radicalidad del problema digital y apunta soluciones a su altura: disponibilidad de los libros escolares en formato papel, eliminar las pantallas en educación infantil, y la que adquiere carácter de paradigma, ofrecer una línea “sin pantallas” en cada curso para respetar el derecho fundamental en la era de la IA, el derecho a la desconexión, es decir, el derecho a que toda actividad escolar pueda hacerse en modo OFF. Y digo que adquiere carácter de paradigma porque es ese derecho a la desconexión el que debería extrapolarse a todos los niveles de la vida social, entre otras cosas porque la infancia no solo se desarrolla en las escuelas, sino que necesita, y por lo tanto debería suponer el criterio fundamental, de un mundo compartido entre individuos libres. Libres, se entiende, de la imposición de la constante conexión al mundo tecnológico.
La Escuela Off puede resultar ser la punta de lanza para incursionar en el campo de batalla ideológico que supone la tecnología, ampliando las consecuencias de una reivindicación más radical por el derecho a la desconexión, por una desconexión común. Al ser la tecnología un asunto puramente cultural, está claro que la desconexión o será conjunta o no será. Del mismo modo que uno no puede ser plenamente demócrata en un sistema totalitario, uno no puede desconectarse libre y plenamente de la tecnología si los demás no pueden hacerlo al mismo tiempo. Por eso, la obligación mesiánica de Google, de Open IA, de Silicon Valley, de tecnomodificar el mundo, los usos y las costumbres humanas, deberá por fin colisionar en algún momento con nuestro derecho a ser libres para solucionar y satisfacer nuestros deseos y necesidades de modos no tecnológicos, deberá por fin colisionar con nuestro derecho a la Desconexión.
Quizás, quién sabe, en esta estela abierta por el Movimiento Off, en esta tecnológica guerra de guerrillas, podamos encontrar el modo en el que nuestras pequeñas e insignificantes refriegas, adquieran cierta repercusión, si asumimos por fin que la Tecnología No es el Destino.
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