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Un fantasmal plan B

Pablo Casado se lava las manos en el Congreso el día del pleno del 9 de abril.

Nicolás Sartorius

Presidente del Consejo Asesor de la Fundación Alternativas —

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En el deprimente último debate sobre la prolongación del estado de alarma, el líder de la oposición sacó a relucir una ristra de normas con el fin de argumentar que no era necesaria su prórroga por cuanto existían, en nuestro ordenamiento jurídico, otros instrumentos legales suficientes para alcanzar el objetivo que se proponía. A esto, por lo visto, se le llama el plan B, y diferentes grupos parlamentarios le vinieron a decir al Gobierno que esta era la última prórroga y que en la próxima cita -24 de mayo- fuera pensando en otra solución que no fuera la alarma.

Pues bien, es de suponer que, a pesar de la infumable bronca quincenal, hay consenso en que el objetivo de todos es reducir al mínimo la extensión de la pandemia, pues acabar con ella solo será posible con una vacuna. Hasta ahora, ha quedado acreditado, tanto en España como en los demás países europeos golpeados por el virus -Italia, Gran Bretaña, Bélgica, Francia, etc-, que la única manera de reducir la extensión del contagio ha sido la limitación de la movilidad de los ciudadanos, el confinamiento en su máxima expresión. Y dentro de esta limitación, la trascendental cuestión de no poder desplazarse, salvo causa justificada, entre diferentes territorios -provincias, CCAA-. Igualmente, la no menos importante de constreñir a sectores enteros de la población a poder pasear a determinadas horas, tiempo, etc.

Esta suspensión o limitación de la movilidad de las personas afecta de lleno, como estoy seguro conocen todas sus señorías y sus asesores, a un derecho fundamental recogido en el artículo 19 de la Constitución, cuando dice: “Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional”. También, a “entrar y salir libremente de España”. Pues bien, que yo sepa, la suspensión y/o limitación de un derecho fundamental sólo se puede hacer en supuestos legalmente tasados, excepcionales, que la propia Constitución contempla en el artículo 116 cuando regula los estados de alarma, excepción y sitio. Y el estado de alarma está desarrollado en la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio, cuyo artículo 4.b se refiere a “crisis sanitarias tales como epidemias y situaciones de contaminación grave...” (parece que está pensando en la COVID-19), y las medidas que permite son “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de determinados requisitos”.

Es decir, si consideramos que es necesario, para combatir el coronavirus y evitar así más muertes, limitar la movilidad de las personas en el sentido de que no puedan desplazarse entre territorios o les esté vedado moverse como les venga en gana, solo lo podemos conseguir con el estado de alarma. Y el que diga que se pueden aplicar otras normas para alcanzar el mismo fin -evitar la movilidad libre de las personas- está engañando al personal, jugando con sus vidas o buscando otros réditos que no se confiesan.

Otra cosa es que se piense que ya no es necesario limitar dicha movilidad cuando todavía tenemos alrededor de 200 muertos diarios y los expertos de toda condición advierten que hay que ser prudentes, pues no se puede descartar un repunte de la epidemia. Ahora bien, que líderes de la oposición saquen a relucir un revoltijo de normas jurídicas que, con todos los respetos, no son para nada de aplicación al caso, en los términos que está planteado el asunto, es realmente presentar un fantasmagórico plan B.

Primero, las leyes ordinarias, que no son orgánicas, no pueden suspender o limitar un derecho fundamental, y las leyes orgánicas solamente cuando la propia Constitución lo contemple. De esta suerte, ninguna de las que fueron mencionadas en el último debate por el líder de la oposición era ley orgánica: Ley General de Sanidad; Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud; Ley General de Salud Pública; Ley de Protección Civil; Ley de Seguridad Nacional y Reglamento de Enfermedades Infecciosas. Esta constatación sería suficiente para invalidar la postura de los que consideraban que no era necesario el estado de alarma. Pero es que, además, algunas de esas leyes, con buen criterio, especifican que no pueden afectar a derechos fundamentales. Por ejemplo, la Ley de Seguridad Nacional, en su artículo 23.3, dice que “en ningún caso podrá implicar la suspensión de los derechos fundamentales y libertades públicas de los ciudadanos”.

¿Están seguros los partidos de la oposición de que preferirían se aplicara esta ley que pone en manos del presidente del Gobierno, mediante decretos, dirigir sin más la situación de interés para la seguridad? Las otras tres leyes de sanidad no permiten confinar a ciudadanos, ni limitar su movilidad o impedir que se desplacen donde les venga en gana. La ley de Protección Civil habla de “medidas restrictivas de derechos”, pero no de derechos fundamentales, y tampoco menciona la libre circulación. Es más, ante emergencias de interés nacional se remite a la Ley de Alarma, Excepción y Sitio. La única ley orgánica -que por cierto, me parece que no fue mencionada en el debate-, es la de Medidas Especiales en materia de Salud Pública, en cuyo artículo 3 señala que se puede realizar “control de los enfermos, de las personas que están o hayan estado con los mismos.... así como los que se consideren necesario en caso de riesgo de carácter transmisible”. Es decir, se refiere a la hospitalización y/o control de una persona o grupo de personas.

Pero no se puede deducir que con esta ley podríamos limitar la movilidad de toda la población, la sana y la enferma, sin violentar el artículo 19 de la Constitución. Lo mismo que sacar a colación el Reglamento de Enfermedades Infecciosas nada menos que del 26 de julio -menos mal que no era del 18- de 1945, que según ilustres juristas está por lo visto vigente y sería de aplicación al señalar que se puede “aislar enfermos infecto-contagiosos”. Cuestión obvia que no exige irse a un reglamento de la posguerra, cuyas “autoridades competentes”, laus deo, ya no existen. El asunto que se debate no es el de aislar o no a los infectados o contagiosos, sino al conjunto de la población que, en su inmensa mayoría, está sana.

En conclusión, es evidente que era un disparate mayúsculo levantar ya el estado de alarma, pues las otras normas sacadas a colación no se podían aplicar para limitar la movilidad en la intensidad en que todavía es imprescindible si queremos salvar vidas. Otra cuestión es que se pretendan ocultar intereses económicos en las prisas por levantar la 'alarma', pero en ese caso que se diga, como hace Trump en los Estados Unidos o la señora Ayuso en Madrid. Pero no nos engañemos, porque, si llegado el día 24 siguen los contagios y los fallecidos y el riesgo de expansión de la epidemia, se volverá a plantear otra vez si prorrogar o no la alarma. Y sería indecente hacer trampas y engañar a la ciudadanía diciéndole que se la puede proteger con normas 'fantasma' que no evitarían la estampida del personal en el momento en que pudieran moverse libremente por el territorio nacional. Cuestión diferente es que el estado de alarma se puede modular, se puede aplicar en todo o parte del territorio, o que no deba ligarse a medidas de carácter económico social y, en todo caso, deba ser seriamente consensuado, intento siempre sano.

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