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Fiscales en campaña electoral

Abogado. Comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ex fiscal y magistrado del Tribunal Supremo
El fiscal Antonio Narváez

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Para los que no tengan conocimiento quizá les sea útil saber que he sido presidente de la Unión Progresista de Fiscales y portavoz de Jueces para la Democracia, por lo que alguna experiencia tengo en relación con los contactos de las asociaciones judiciales y fiscales con personajes políticos de muy diverso rango. El diario El País ha sacado a la luz una cena bastante multitudinaria en un hotel de Madrid de la asociación de fiscales más escorada a la derecha de todo el espectro de la carrera con el presidente del Partido Popular, Núñez Feijóo, a quien, por cierto, entre desayunos, comidas y cenas, le aconsejo que vigile su colesterol. En ella, como es lógico, se trataron asuntos de actualidad política que preocupan a todos los ciudadanos y no tanto problemas específicos de la estructura y funcionamiento del Ministerio Fiscal. El evento se celebró en plena efervescencia de la campaña electoral.

La Constitución dedica un artículo a diseñar la naturaleza y principios rectores del Ministerio Fiscal, incluido dentro del título dedicado al Poder Judicial. Su funcionamiento tiene que adecuarse a los criterios de legalidad e imparcialidad y, por supuesto, a los de unidad de criterio y jerarquía que emanan del Fiscal General del Estado nombrado por el Gobierno de turno.

No es el momento de profundizar en esta compleja estructura, sino la ocasión para analizar en profundidad las repercusiones políticas que se derivan de las noticias que se conocen de la reunión. No creo que se pueda calificar el encuentro como clandestino, porque lo verdaderamente trascendente no es el teatro de la conversación, un hotel abierto al público, sino el libreto de la representación que, según noticias fidedignas del periódico, tuvo lugar en el transcurso de la cena.

Quiero detener mi atención en algunas de las cuestiones que surgieron de las intervenciones de personas relevantes en la vida jurídica de nuestro país, como las que suscitó el fiscal Antonio Narváez, quien fuera magistrado del Tribunal Constitucional por el turno del Gobierno del Partido Popular hasta que cesó con motivo de la última renovación. En su opinión, el Gobierno ha deteriorado las instituciones. Me extraña esta imputación en boca de una de las personas que, con alguna de las resoluciones en las que ha participado, más han contribuido al deterioro de la credibilidad y prestigio del Tribunal Constitucional. Antonio Narváez ha protagonizado, entre otras, dos sentencias en las que ha vertido su sesgo político y su desprecio por la cultura constitucional y los valores democráticos. Ante un recurso de inconstitucionalidad suscitado por Vox contra el Decreto por el que se acordaba la declaración del estado de alarma, suscribió la delirante tesis de la necesidad de declarar el estado de excepción para justificar el internamiento domiciliario, parcial por razones sanitarias, para hacer frente a la propagación de la pandemia como aconsejaba la Organización Mundial de la Salud y la Comisión europea.

Actuó a sabiendas de que este alucinante desvarío tenía como finalidad proporcionar a la oposición un arma de confrontación con el Gobierno de coalición y con todos aquellos partidos políticos que la apoyaron con sus votos. Cometió la barbaridad de considerar que nos encontrábamos ante una grave alteración del orden público y no de riesgo para la vida y la salud de todos los ciudadanos y que, por tanto, había que haber aplicado el estado de excepción con todas las consecuencias que llevaba aparejadas. El COVID19 se batiría en retirada si se cercenasen derechos individuales tan trascendentales como la intimidad, la libertad de prensa, de reunión y de manifestación e incluso se pudiesen poner en marcha dispositivos militares como puestos o garitas para controlar el orden público.

La segunda de sus decisiones es todavía más llamativa desde el punto de vista democrático y constitucional que tiene su sustento en el principio de la división de poderes. Sostiene que el Tribunal Constitucional tiene capacidad para intervenir en el funcionamiento o en la autonomía funcional del Congreso de los Diputados, permitiéndose prohibir la tramitación de enmiendas, inmiscuyéndose de manera intolerable en la organización y funcionamiento de las Cámaras, que se rige por sus reglamentos que gestiona la presidencia y las respectivas mesas y, en su caso, los parlamentarios.

Otra intervención llamativa fue la de Consuelo Madrigal, fiscal general del Estado de la que no se fiaba el Gobierno del Partido Popular para iniciar las acciones contra los independentistas catalanes y a la que sustituyó por José Manuel Maza, inopinadamente fallecido. Los que hayan seguido su intervención como fiscal acusadora en el procés difícilmente entenderán la sustitución. Pero lo más grave es que Consuelo Madrigal, ejercitando su libertad de expresión, en un artículo de prensa, sostuvo, ni más ni menos, que el Gobierno era ilegítimo. Ahora añade que nos encontramos ante la perversión del proceso legislativo. Pienso que a nadie con un mínimo sentido de la responsabilidad se le puede tolerar semejante tropelía democrática. 

Al parecer, ellos fueron los principales protagonistas. Pero hubo otros acontecimientos que me parecen mucho más preocupantes. Cuando Núñez Feijóo afirmó que no pensaba renovar el Consejo del Poder Judicial recibió un aplauso mayoritario. Creo que todos los partidos que no están en ese espectro de la derecha reaccionaria deben tomar nota para poner remedio a una situación que se prolongará indefinidamente si en las próximas elecciones generales se repite el resultado y se constituye un Gobierno de coalición con apoyos puntuales.

En mi opinión, lo más grave y preocupante surge cuando Narváez insinúa que la empresa mayoritariamente estatal Indra, encargada desde hace muchos años de controlar informáticamente los procesos electorales, podría alterarlos, adhiriéndose a las falsedades propagadas por la cadena de televisión norteamericana Fox que sirvieron a Trump para justificar su apoyo al asalto al Capitolio. Y que ha costado al medio televisivo más de 800 millones de dólares ante la demanda de una empresa que escrutaba informáticamente las elecciones.

Se habló de la modificación del delito de sedición sin tener el más mínimo reparo en aceptar que tal como estaba redactado era un verdadero dislate, ya que los grupos anti-desahucios podían ser condenados a 15 años de prisión. En relación con el delito de malversación, no sabemos cuál es su propuesta, pero creo que debe repasar los manuales de derecho penal.   

En relación con el rescate del delito de celebración de referéndum ilegales, quienes lo propugnan demuestran su escasa cultura democrática, ya que en ningún país que respete estos valores un referéndum puede ser delictivo. Incuestionablemente será nulo y sin efecto alguno, pero no se puede colocar en un sistema democrático la mercancía deteriorada de un delito de referéndum ilegal que se sacó de la manga el Gobierno del PP para hacer frente a una posible convocatoria, en el País Vasco, bajo la presidencia de Ibarretxe. 

Por último, un amistoso reproche al titular del periódico que publica los detalles de la agitada cena: no se trata de fiscales conservadores sino de personas que desafortunadamente se acercan cada vez más hacia los postulados trumpistas que se extienden peligrosamente por varios países. Como dijo mi admirado maestro Albert Camus: “Yo sería conservador si lo que hay que conservar merece la pena”. Mi respeto para los insignes conservadores que sentaron las bases de lo que hoy es la Unión Europea.

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