Irán nuevamente en el disparadero
En el punto de mira de Washington, Tel Aviv y Riad desde 1979, el controvertido régimen iraní ha logrado no solo sobrevivir sino ampliar notablemente su influencia en la región. Para llegar hasta aquí ha tenido que resistir sanciones económicas, presiones militares (incluyendo la guerra con un Irak alentado por Occidente en 1980-88) y sus propios demonios internos.
Ahora, cuando parecía superada su condición de paria internacional y cada vez más cercana la de ser reconocida como potencia regional, la decisión unilateral de Donald Trump de abandonar el acuerdo nuclear logrado en 2015 vuelve a colocar a Irán en el disparadero, acelerando un proceso que apunta directamente a más proliferación nuclear y a más tensiones belicistas.
Por supuesto, el acuerdo con la república islámica no es perfecto. Parte de la idea de que, dada la considerable dispersión y protección de sus instalaciones nucleares, no hay solución militar para eliminar de raíz las capacidades y conocimientos que Irán ha acumulado tras décadas de jugar más allá de los límites del Tratado de No Proliferación (TNP), en su intento de contar con un instrumento de disuasión máxima como el nuclear, que garantice la supervivencia del régimen y aumente su peso político.
Por eso el acuerdo alcanzado con EEUU, Rusia, China, Gran Bretaña, Francia y Alemania se limita a ganar tiempo (hasta 2026 y 2031 según el tema a tratar), hibernando el esfuerzo iraní y dando oportunidad a que se genere una confianza suficiente para convencer a Teherán de que volver a la carrera nuclear le supondría muchos más problemas que beneficios.
A pesar de su realismo y de que, como certifica puntualmente la AIEA, Teherán está cumpliendo escrupulosamente su parte (algo que no puede decirse de Washington, empeñado en retrasar el alivio de sanciones ya acordado), Trump ha optado por romper la baraja, manejando dos argumentos. El primero afecta al programa de misiles iraní, un proceso que genera mucha inquietud regional y global, dado el creciente alcance y precisión de los ingenios que van entrando en servicio (con los Soumar, Ghadr y Khoramshahr como más avanzados). Pero basta con recordar que ese programa no está incluido en el acuerdo de 2015 para echar por tierra de inmediato la acusación de incumplimiento.
El segundo, que también queda fuera del citado acuerdo, acusa a Irán de incumplimiento por ser un actor entrometido en demasiados escenarios de conflictos, alterando un statu quo que contraviene precisamente los intereses de las tres capitales mencionadas al principio. Tan cierto es que Teherán mueve sus peones desde Líbano a Yemen, pasando por Irak, Siria y hasta la propia Arabia Saudí, procurándose bazas de retorsión frente a ellos, como que los tres llevan años afanándose en el progresivo ahogo de un régimen que no acepta el papel subordinado que le han asignado.
Aunque no hay, por tanto, incumplimiento, basta la decisión de Trump (que no surtirá efectos plenos hasta el próximo 4 de noviembre) para desbaratar un instrumento que sigue siendo hoy la mejor opción disponible. A partir de aquí Washington no solo reimpondrá las sanciones previas al acuerdo sino que, previsiblemente, añadirá otras, presionando sin pausa para que la Unión Europea y sus empresas hagan lo mismo.
Los Veintiocho procuraran minimizar el efecto, aunque sería deseable que más que presionar a Teherán para que acepte negociar su programa de misiles y su papel regional, lo hicieran sobre Washington para que se ajuste a lo ya acordado. Pero dada su actual debilidad estratégica y política y sus fracturas internas nada asegura que consiga sacar adelante medidas adecuadas para proteger a sus empresas de la embestida de la Casa Blanca, que ya amenaza con represalias a quienes insistan en relacionarse con contrapartes iraníes.
Por su parte, no es realista imaginar que Irán aceptará pasivamente lo que se avecina. Y cualquiera de las respuestas inmediatas que cabe esperar –sea denunciar también el acuerdo, rechazar el Protocolo Adicional de 1997, que permite inspecciones muy intrusivas, o hasta salirse del TNP– apuntan a más tensión. Una tensión que, hacia el interior, bien puede derivar en el debilitamiento de la opción moderada que representa Hasan Rohaní frente a los defensores de la fuerza, con los pasdaran en cabeza.
Y hacia el exterior no será extraño que envalentone a Israel, incrementando su apuesta militar hasta acabar implicando a Washington en un conflicto que no puede desear. Simultáneamente, cualquiera de esos gestos acelerará inevitablemente la dinámica proliferadora que países como Arabia Saudí y Turquía apenas se preocupan en disimular.
Volver a antes del acuerdo es, sin duda, un error y un riesgo que racionalmente nadie debería desear. Pero estamos en otro terreno. Estamos ante una insensatez más de Trump, que incluye completar la obra de derrumbe de cualquier cosa hecha por su antecesor. Una insensatez que ni siquiera sirve a los intereses de EEUU (otro empantanamiento bélico en Oriente Medio mientras China y Rusia amplían sus horizontes sería una catástrofe) y que nos puede salir demasiado cara.