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Lawfare, prejuicios y tsunamis judiciales

La exsecretaria general del PP María Dolores de Cospedal a su llegada a declarar a la Audiencia Nacional.

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El pacto entre PSOE y Junts, el amago de que el preámbulo (sin contenido dispositivo) de la ley de amnistía pudiese contemplar el término lawfare y el “superministerio” de Justicia y Presidencia han encendido todas las alarmas en el mundo de la justicia. Cautivos de dogmas jurídicos como la igualdad ante la ley o la imparcialidad de jueces y juezas, lamentablemente poco tienen que ver estos principios con el día a día de una administración de justicia formada por seres humanos con sus pasiones y convicciones.

Lawfare es un concepto político; la utilización fraudulenta de la justicia para derribar de manera coordinada enemigos políticos. Un delito de prevaricación como una catedral. Es evidente que en una gran parte de los excesos vividos con el procés no ha existido tal coordinación. Lo que sí ha existido, sin duda, son numerosos casos de sesgos y prejuicios que han permitido una valoración judicial mucho más severa que en otros asuntos.

Nos referimos a la insistencia del juez Llarena en la investigación por rebelión –que requiere armas– a los encausados del procés, a García Castellón imputando alegremente a Puigdemont y Marta Rovira por delitos de terrorismo en plena investidura y formación de gobierno por las acciones multitudinarias de Tsunami Democràtic o los años y años de secretos de sumario que han permitido, y permiten, espiar a políticos independentistas, abogados, periodistas, empresarios o simples ciudadanos en total indefensión. Nos referimos a la paupérrima investigación de la corrupción política y policial de la Operación Catalunya pese a los numerosos indicios obrantes en el Caso Villarejo o a la inhabilitación de todo un presidente de la Generalitat por negarse a colgar una pancarta.

Vemos con preocupación cómo las causas contra la corrupción de Villarejo se vuelven contra sus víctimas cuando te llamas Pablo Iglesias y mueren de inanición cuando te llamas Dolores de Cospedal –pese a las decenas de conversaciones que le incriminan–. Cuando Iglesias denuncia que el tipo que facilitó una orden de pago falsa en Granadinas a la policía obtuvo a cambio la autorización de residencia legal en España “por apreciadas razones de colaboración policial”, los juzgados la rechazan alegando que no hay indicios.  

Toda la primera línea política del entorno podemita se encuentra inmersa en el fango judicial, con sus inmensos costes personales, profesionales y reputacionales, mientras las causas terminan deshaciéndose: Mónica Oltra, Ada Colau, Vicki Rossell y un largo etcétera. El juez persecutor de esta última sigue en prisión por compincharse con un empresario para hundir a Rosell. En el momento de los hechos era el portavoz canario de la Asociación Profesional de la Magistratura, la mayor asociación de jueces, que hoy se alza defendiendo la “honorabilidad” de sus señorías. A Isa Serra, en cambio, se la condenó por las meras declaraciones, no coincidente entre ellas, de un puñado de policías pese a los numerosos y plurales indicios en contra, incluyendo cientos de fotografías y vídeos. 

Los casos de lawfare, corrupción o prevaricación certificados, son pocos, ciertamente, pero no es ningún secreto la abultada mayoría conservadora que existe entre los integrantes del poder judicial (del mundo de la justicia en general, incluyendo fiscales y abogados). No estamos diciendo ni que sea censurable ser de derechas ni que todo juzgador de derechas sea parcial ejerciendo su trabajo, pero desde luego sí es muy poco representativo de la pluralidad política de España. El tercer poder, llamado a poner límites al Gobierno y legislativo, está claramente escorado a la derecha, singularmente en los puestos más altos y los de mayor sensibilidad.

A estas alturas, parece difícil discutir que algunos jueces, en ocasiones, se han dejado llevar por prejuicios ideológicos propios de la tendencia conservadora de sus miembros. Una predisposición subjetiva al orden establecido, una transición de la dictadura a la democracia casi automática de los maestros de nuestros jueces de hoy o un acceso clasista de una difícil oposición carente de becas, ejercen una influencia tan invisible como evidente.

Por eso nos preguntamos: ¿tan infame era la mención al lawfare en el acuerdo de la Ley de Amnistía? ¿No existe razón alguna para que los jueces se planteen la politización de ciertas decisiones de algunos de sus más selectos miembros, notablemente la Audiencia Nacional? ¿No podemos siquiera plantearnos o debatir de manera crítica este sesgo conservador? Los que protestan insisten en que cuestionar a los jueces es un ataque a la democracia. Los que suscribimos este artículo opinamos justo lo contrario; una democracia no es plena si uno de los poderes del estado no puede estar sujeto a crítica y revisión.

A pesar de los palmarios casos someramente enumerados con anterioridad, el debate no es ni nuevo ni lo inventan podemitas, independentistas u otros disidentes de la España “tradicional”. Este es el objeto de la teoría de la “justicia penal de dos velocidades” que defienden importantes catedráticos –como Jesús Silva Sánchez, abogado de la infanta Cristina–, la teoría del “derecho penal del enemigo” que trajo Manuel Cancio, o el tan teorizado “derecho penal de excepción” del célebre juez Roberto Bergalli. 

Que la independencia e imparcialidad de los jueces en España es algo controvertido lo ponen de manifiesto consultoras internacionales como el World Justice Project, que sitúa España en el puesto 25 en la calidad del sistema de justicia penal, por detrás de los Emiratos Árabes, o las recomendaciones del GRECO .

Llevamos años de debate sobre la justicia y poder judicial, sin ningún avance más que la constatación de que las mayorías cualificadas necesarias para la renovación de los órganos, fruto de sociedades menos polarizadas, promueven el bloqueo conservador de la judicatura. Por ello emplazamos desde aquí a los profesionales de la justicia a la revisión autocrítica de nuestro sistema de justicia, con paciencia y sin caer en el corporativismo, pues no hay mayor enemigo del respeto y la reputación que las propias acciones.

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