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Un otoño decisivo

Pedro Sánchez, junto a los vicepresidentes Carmen Calvo y Pablo Iglesias, durante un Pleno en el Congreso.

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Entramos en un otoño decisivo. La crisis sanitaria está lejos de haber remitido y se anuncia una segunda oleada que puede volver a poner en tensión a la sociedad, sobre todo, a la gente trabajadora de los barrios obreros. A esta situación se suma la incertidumbre por una situación económica que se prevé catastrófica: una crisis sin precedentes que cae sobre una población ya empobrecida por décadas de políticas neoliberales que solo han recortado derechos sociales.

Es evidente que la crisis sanitaria ha sido inesperada. En ese sentido, es comprensible que el Gobierno haya actuado con retraso y a la defensiva, aunque tras meses de pandemia, la impresión que da es que no se han sacado lecciones en absoluto y que el caos administrativo es total. Todas las comunidades autónomas, sean del color que sean, así como el gobierno central, se muestran paralizadas y sin capacidad para dar soluciones a problemas urgentes, como por ejemplo, la vuelta a las aulas. La conclusión es clara: los partidos sistémicos, sean del color que sean, son incapaces de abordar los retos urgentes, y el Estado en sus múltiples ramificaciones (excepto en la represiva, donde sigue manteniendo intactas sus atribuciones), aparece ante la sociedad como una maquinaria impotente ante los problemas que van apareciendo.

Pero la crisis económica y los fallos estructurales en el sistema que se han revelado estos meses vienen de muy atrás. Por desgracia, no podemos decir que el gobierno PSOE-UP, auto-proclamado como el gobierno más progresista de los últimos 40 años de democracia, haya abordado esos problemas. Frente a una derecha radicalizada, pero dividida, en minoría parlamentaria y sin un rumbo claro, el Gobierno ha apostado por no abordar las cuestiones económicas, políticas y sociales, colocando en su lugar parches extremadamente débiles y chapuceros, que no tardarán en despegarse.

El ejemplo del famoso “escudo social” es paradigmático. En un país democrático, deben existir derechos que no estén sujetos a los intereses de los mercados. En un contexto en el que el paro ha comenzado a aumentar de forma desorbitada y millones de personas no pueden garantizarse sus ingresos a través del trabajo (por culpa del sistema y no de las personas), es fundamental que el Estado se ocupe de evitar que se agudice la miseria y la desesperación. El Ingreso Mínimo Vital está siendo un absoluto fracaso: no solo por lo escueto de su cuantía y lo restringido de su alcance, también por una gestión desastrosa producto de la condicionalidad y el conservadurismo del Gobierno, que ha hecho que solo llegue al 1% de 600 mil solicitantes.

Este fracaso tiene que ver con el aspecto de fondo del problema. El Gobierno no puede abordar la crisis social porque se niega a asumir decisiones que conlleven confrontar con las grandes multinacionales y los millonarios y así, poder redistribuir la riqueza. Empresas como Amazon o Mercadona han aumentado sus ingresos de forma brutal en esta crisis, arruinando a decenas de miles de pequeños empresarios y sin mejorar las condiciones de sus trabajadores y trabajadoras. Es cobarde e incomprensible que un gobierno que se dice de izquierdas no haya implementado un impuesto extraordinario a los ricos y las grandes empresas con beneficios para generar un fondo de cohesión social, que ayude a toda la gente que lo necesita. No estamos planteando una medida revolucionaria (que también hacen falta, sin duda): son simplemente medidas que tratan de evitar que la sociedad se despeñe hacia el abismo. Si no se llevan a cabo, ¿es por inutilidad o por falta de voluntad política? Ambas respuestas son preocupantes.

Hay otros temas que urge abordar. La vivienda es uno de ellos: estamos en un país en donde millones de viviendas están vacías y son propiedad de grandes fondos de inversión que solo las utilizan para especular y aumentar los precios de los alquileres. La inacción de los poderes públicos es inaceptable: no solo debería implementarse una prohibición indefinida de los desahucios, sino que debe abordarse de forma urgente la creación de un parque publico de vivienda que utilice como bien social todas esas propiedades de los bancos, los cuales, por cierto, no han devuelto los 65 mil millones de euros con los cuales se les rescató en la pasada crisis.

En el terreno de la sanidad, de la estructura publica de cuidados y de la educación, no parece que los poderes públicos vayan a afrontar sus obligaciones con la población. No hay ni planes de inversión pública ni reforzamiento de personal y de sus condiciones laborales para afrontar los problemas de fondo que diariamente sufren el profesorado y los usuarios y usuarias. En un contexto de profunda crisis social, esto significa que las familias trabajadoras tendrán que afrontan ellas solas las consecuencias de la precariedad de lo público, siendo las mujeres las que más van a pagar esta parálisis gubernamental. El anuncio del PSOE de buscar pactos con Ciudadanos, en vez de buscar una alianza social fuerte, contando con la opinión activa de los trabajadores de lo público, para sostener un proyecto que fortalezca los derechos sociales, no augura voluntad política para resolver este tema. Es incomprensible, por ejemplo, que en este contexto, PSOE, UP y ERC hayan mantenido la financiación a la educación concertada, en vez de volcar todos los recursos a la educación pública.

Otro gran problema tiene que ver con la industria. Es obvio que hay una crisis que viene de lejos, producto del agotamiento de la rentabilidad de ciertos sectores otrora motores de la economía, como la automoción. Los ERTES pueden ser un mecanismo temporal para evitar despidos (aunque sin una reforma fiscal que aumente los ingresos del Estado, a largo plazo arruinarán la caja de la seguridad social), pero no solucionan el goteo de cierres de empresas o deslocalizaciones. Nissan ha sido el primer aviso de lo que viene. Cada empresa cerrada debe convertirse en pública y ponerse al servicio de un plan de producción de bienes sociales, que garantice el empleo y la transición ecológica. La palabrería no va a solucionar un problema que arrastra a muchas zonas al desierto económico.

Además, la destrucción sin alternativa de comunidades articuladas en torno a la industria aboca a la atomización social, debilita a la clase trabajadora como fuerza política y, por tanto, a la democracia. Ya ocurrió en Francia, EEUU o Reino Unido, en donde la pulverización de estas comunidades ha sido el preludio de la aparición de los monstruos políticos. Todo ello tiene relación con el legítimo miedo a la derecha que hoy domina a la izquierda. No se puede ser antifascista sin combatir con políticas públicas las condiciones que facilitan su ascenso. En una sociedad densa, en donde la seguridad vital esté garantizada por la comunidad, el fascismo es un fenómeno marginal.

En ese sentido, el viejo lema de “somos el 99%” parece asumir hoy todo su sentido, a condición de interpretarlo como una metáfora de cómo sectores cada vez más amplios de la población son condenados a la precariedad. Las mujeres trabajadoras (en un sentido también reproductivo del término), los trabajadores y trabajadoras de la industria, el precariado urbano, el personal público cada vez más ahogado por las políticas de desinversión, las personas migrantes y la gran mayoría de la juventud (¡estamos hablando de condenar a una generación entera!) forman una gran mayoría amenazada por un sistema en decadencia y por una clase política a su servicio, o en el mejor de los casos, incapaz de ponerle frente y limites.

Por eso, resulta preocupante la lógica del mal menor que se ha impuesto mayoritariamente en la izquierda. Fiarlo todo a un gobierno sin voluntad, atrapado por su miedo y fidelidad a los grandes poderes financieros, solo nos conduce al colapso. Hay que romper esa inercia con urgencia: sólo pasando a la ofensiva y exigiendo a través de la movilización que este gobierno timorato, incapaz de cumplir por sí mismo promesas como la derogación de la reforma laboral, aplique políticas sociales fuertes y generar condiciones que eviten escenarios peores. Estamos en un momento decisivo. Se vienen meses difíciles. No debemos afrontarlos desde la pasividad.

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