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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Mi parto fue un crimen

Profesora de Derecho Internacional Público en la Universidad de Málaga
Imagen referencial del nacimiento de un bebé.

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Mi parto no fue un crimen, pero el de muchas mujeres sí. La especie humana ha llegado a día de hoy con una sobrepoblación brutal y todo el mundo ha venido por el mismo sitio: una vagina o un útero materno. Como no podía ser de otra manera, el acto de nacer se lleva toda la atención. Una nueva vida (¿un nuevo alma?) llega chapurreando un lloro entrecortado y agudo, el vérnix lechoso recubre su pielecita y vulnerabilidad extrema se debate con su adormilamiento santurrón los primeros días. Y todo cambia. Pero para quienes parieron a la criatura ya cambió todo algunos meses atrás. Obviando los cambios propios del embarazo, no hay que olvidar el ir y venir de consultas médicas en las que se explora tu cuerpo para ver el de otro (al menos aquí con un motivo médico). Pero en la calle, en las casas de amigos, familiares, en la tuya propia, en el súper y hasta en la cola del baño al que tantas veces acudimos con apuro, allí se produce una odiosa disociación entre tu cuerpo y tu barriga. Pareciera que tu barriga ya no es tuya, pertenece a la sociedad. La cortaron con un hilo invisible y ahora todos ven que hay vida dentro. Y todos te informan con diligencia de si esta es alta, baja, grande, de niño, de niña o de una criatura con más pelo que un oso pardo. Es sorprendente hasta dónde llega la sabiduría popular sobre barrigas de embarazada. Y hasta aquí, oye, hay quienes tienen más paciencia, buen encaje o una aparente simpatía infinita, como de romantic cinema. Y hay quien no. Da igual, no cambiarás nada. Tu barriga ya no es tuya, recuerda.

Estos meses de surrealismo popular solo se calman con algo de chocolate y un buen puñado de lágrimas a tiempo. El vaivén de hormonas hará el resto para que tu felicidad resista. Lo gracioso es que cuando resistes todo esto aún queda la traca final. Es increíble percatarse de las enormes barbaridades que se han cometido en los partos a lo largo de la historia, solo hay que verificar por qué se instauró eso de parir tumbadas. Pero más bárbaro aún me parece que hoy en día aún se cometan auténticas carnicerías a la hora de dar a luz. Un ejemplo es el Dictamen del Comité de la CEDAW (órgano de expertos que vigila el cumplimiento por parte de los Estados de la Convención para la Eliminación de toda Discriminación contra la Mujer) S.F.M. contra España. En este se condena a nuestro país por -precisamente- permitir barbaridades dentro de un hospital en pleno siglo XXI.

Se llama violencia obstétrica y es una violación de los derechos humanos. Como no podía ser de otra forma, esta última afirmación ya ha generado multitud de sentimientos en contra justo cuando algunos lectores han terminado la frase. Y la razón es muy simple: habla de algo que le sucede a las mujeres y que ha estado oculto, invisibilizado y naturalizado durante siglos. Habla del sufrimiento, no al parir (que eso ya lo impuso la mismísima Biblia y no quiero blasfemar), sino en el parto. Como ya dijo Simone de Beauvoir “no olvidéis nunca que bastará con una crisis política, económica o religiosa para que los derechos de las mujeres se cuestionen. Estos derechos nunca son adquiridos. Deberéis permanecer alerta durante toda vuestra vida”. Imaginaos si se trata de sacar del agujero negro del olvido una violación de derechos humanos que tiene que ver con órganos reproductivos (la metáfora del agujero negro es pura casualidad). Durante siglos, nuestra valía se ha medido en términos del rol social reproductivo a desarrollar, marginando a quienes no lo cumplían y exigiendo umbrales de perfección a quienes devenían madres. Y no solo al criar, estas exigencias se han manifestado siempre desde el mismo parto. Como si a la “buena paridora”, no solo no le importara sufrir, sino considerara con orgullo que ha cumplido con su deber sin casi quejarse.

Afortunadamente, confrontándolo en términos actuales pudiéramos decir que una auténtica 'motomami' pide sin pestañear un parto respetado, una epidural sin complejos y hasta una pelota gigante con música yóguica de fondo (¡qué barbaridad!, dirían los espectros de las monjas de los antiguos hospitales al ver la escena). Pues resulta que en el 2020 a S.F.M. (como a tantas y tantas) le ocasionaron un daño totalmente redundante, tanto físico como psíquico. En España. En un hospital. Implicando tactos vaginales excesivos, episiotomías, suministro innecesario de oxitocina y otras sustancias, todo ello sin mediar su consentimiento y, por tanto, violando sus derechos. Con consecuencias irreparables. Fue el 20 de agosto de 2020 cuando el Comité de la CEDAW condenaba a España por segunda vez por no cumplir con la Convención, pero la primera vez (en el Comité) que le ponían nombre a eso del “sufrimiento plus” en el parto. Violencia obstétrica. Y cuando le ponemos nombre ya estamos en condiciones de reconocernos y decir aquello de #MeToo. Me too de nuestras madres, abuelas y bisabuelas. Me too también de aquellos padres a quienes no permitieron acompañar y vivir el parto. Me too de quienes nacían en partos medicalizados innecesarios. Arriba las banderas de la pro vida de los vivos. Izadlas ahora. Por un parto respetado. Y arriad las que nos desproveen de nuestro propio cuerpo.

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