El polvo del Sáhara
Ha pasado marzo y los rayos de sol chocan con fuerza en mi ventana. El barro se empieza a resecar en la barandilla de enfrente y el color arena luce ahora con más brillo que ayer. Ha pasado marzo y también en Kiev las aceras están llenas de polvo, de escombros y de silencio. Sin embargo, en Tindouf los campamentos de refugiados saharauis siguen con el mismo polvo de siempre. La primavera no ha llegado para ellos. Eso sí, como un efecto entre paranormal y atmosférico, el cambio de postura del gobierno de España en el conflicto del Sáhara Occidental trajo la arena del desierto a nuestras calles, coches y edificios. El pueblo saharaui no ha tomado represalias usando la violencia armada, ni tampoco ha roto relaciones diplomáticas con España, pero estoy segura de que han sido los antiguos chejs, aquellos jefes tribales que en los años setenta negociaban una salida con España, los que han enviado la calima a nuestra tierra. El lenguaje simbólico en la política internacional no conoce reglas, por qué ponérselas ahora. Es la realpolitik psíquica. Un pueblo sin tierra, un pueblo sin capacidad de coacción, un pueblo que la Comunidad Internacional quiere ahogar en la arena, no tiene un arma mejor que las sacudidas de barro de estos días. Arena les sobra. No sé cómo no se han dado cuenta los avispados hombres y mujeres del tiempo. El representante del Frente POLISARIO en España tan sólo aludía a unas “relaciones afectadas”, como si estuviera acostumbrado al ninguneo, como si le hubiera entrado solo un poquito más de polvo del desierto en la garganta. Es la clara metáfora de una relación tóxica. Hasta en los pulmones tóxica.
Tras el destape de la chapucera maniobra del Gobierno, nuestro apuesto presidente, en alarde de amor romántico al pintoresco pueblo del desierto, ha seguido jurando su ternura y afecto, cerciorándose patriarcalmente de que no disminuya nuestra ayuda humanitaria a los campamentos. Démosles un pez raquítico y quitémosles la caña, dijo el ministro Albares. Quién lo iba a decir. ¡Albares!, ¡en los albores del estos terribles años veinte! Toda una vida dedicada al estudio y práctica del Derecho Internacional, interrumpidos con una relación tóxica, que asfixia hasta provocar el incumplimiento de la Carta Magna de la descolonización. Normas imperativas por peces raquíticos y cartas chapuceras.
Mientras en Kiev otro hombre apuesto, y además gracioso, clama la defensa de su soberanía nacional, nuestro apuesto hombre de Estado, Pedro Sánchez, responde a la llamada con premura y ahínco. Y es que como dijera el jefe de la diplomacia europea hace pocos días “no se puede apelar al arreglo pacífico de la controversia cuando el Estado que está atacando es mucho más poderoso que el atacado” (Madre mía, José, ¿dónde quedó la obligación de arreglo pacífico?) Es que no se puede, hay que actuar, argüían. Imaginemos que a Putin (otro hombre bravucón, ¡madre mía! ¿Será la testosterona?) le da por quedarse con Lugansk y Donesk, (además de Crimea) ante los ojos impávidos de Europa y el mundo. Lo hace por la fuerza iniciando una guerra que se lleva miles de vidas. Parte de la población huye, se convierten en refugiados. Sus casas han sido destruidas. Se cometen crímenes de guerra y se usan armas químicas. Imaginemos que pasan los años, las décadas. Imaginemos. Con el tiempo puede que el sucesor de Putin (llamémosle Putin Segundo) se vista de gala y saque a pasear a la Unión Europea por sus anchas tierras. Entonces puede que Putin Segundo, hábilmente, como en otra relación tóxica, acabe por ofrecer algo a cambio a los europeos (digamos energía, o digamos control fronterizo, un poner…) para que clamen a bombo y platillo que lo mejor para el pueblo ucraniano es aceptar una leve autonomía de las regiones ocupadas ilegalmente décadas atrás.
Una autonomía que no les permita usar la bandera ucraniana ni hablar su propio idioma. Una autonomía que nada tiene que ver con las de Alemania o España, que fuera un espejismo psíquico, un truco de escapismo barato. Puede que el tal Putin Segundo terminara convenciendo al tal Pedro Sánchez Segundo de que esa autonomía es la solución más justa y duradera. Mientras tanto, pasaba el mes de marzo y la calima recorría la península al mismo tiempo que la guerra asolaba Ucrania. “Hay que ayudar al pueblo ucraniano sin dudarlo, no podemos permitirnos este atentado contra la integridad territorial”, le espetaba Albares a Pedro Sánchez. Luego tragaron saliva y respiraron el polvo del Sáhara.
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