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Reflexiones para un mundo postCOVID

Director del Instituto de Políticas y Bienes Públicos del CSIC; Investigador en Ciencia, Tecnología y Sociedad.
Foto: Startup Stock Photos

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Llevamos ya ocho meses de pandemia, y a menudo es difícil hablar de otra cosa. Sin querer, nos hemos familiarizado con términos como el factor R, la curva de contagios, las PCRs, las pruebas de antígenos y los casos asintomáticos. En cada conversación, a los pocos minutos, surge la esperanza en una vacuna, en un ansiado retorno a una vida sin restricciones que, cada día, queda más atrás en el tiempo. Casi al borde del olvido. Mientras tanto, hospitalizados y fallecidos crecen a un ritmo cada día más preocupante.

El mundo, no obstante, ha cambiado y no volverá a ser el mismo - ni con la vacuna, ni con la inmunidad de rebaño - porque los procesos de cambio social no son cintas elásticas, que puedas estirar y que vayan a volver a su sitio cuando las sueltes. Tampoco se parecen a esos colchones con memoria, que al acostarte recuerdan tu posición favorita. Cada cambio, ya sea tecnológico, normativo o de costumbres lleva aparejado un impacto que afecta a todo a lo que ese cambio esté anclado. Un pequeño movimiento en un rincón de este entramado socio-técnico en el que vivimos provoca cambios profundos en el extremo opuesto y, como resultado, el entramado encuentra un nuevo equilibrio. Precario, como el anterior, de eso no quepa duda. 

Si eso es cierto, y décadas de estudios sociales de la ciencia y la tecnología así lo han demostrado, quizás merezca la pena preguntarse cómo queremos que sea este mundo postCovid. Porque, aunque parezca imposible, el cambio social no es exclusivamente fruto del azar. Se puede intervenir, se puede, en cierta medida, orientar. De eso, me gustaría hablar en este breve post: de cómo identificamos los problemas y de cómo buscamos soluciones. O, mejor dicho, de cómo identificamos los problemas y nos obsesionamos con encontrarles solución, incluso cuando estas soluciones generan otros problemas y nos llevan a olvidar cuál era el problema que queríamos solucionar. 

Cualquier solución a un problema será tan eficaz como la definición que hayamos dado al problema. Si usáramos el más que conocido refrán de las agencias inmobiliarias sobre cuáles son los tres factores más importantes para decidir el precio de la vivienda (ubicación, ubicación y ubicación), diría que, en nuestro caso, los tres factores más importantes para solucionar un problema serían: definición, definición y definición.   

En nuestra sociedad postindustrial, híper-tecnológica, estamos acostumbrados a buscar remedios a los problemas que tenemos a través de soluciones sencillas, rápidas, bien delimitadas y, sobre todo, tecnológicas. Por ejemplo, estamos acostumbrados a pensar en los coches como una solución rápida, eficaz y placentera al problema de la movilidad. Desde luego, en muchas ocasiones, el coche representa ese tipo de solución. Pero, precisamente porque teníamos esta solución, a lo largo del siglo XX, empezamos a construir nuestra vida alrededor de ella. Hemos empezado a vivir cada día más lejos de nuestros lugares de frecuentación: el trabajo, el colegio, los amigos, las tiendas de alimentos, los cines, etc. Vivimos más alejados de nuestros centros neurálgicos de vida y cogemos el coche para llegar a ellos. Se generan atascos. Se pierde mucho tiempo. De hecho, perdemos el mismo tiempo que empleábamos antes de desplazarnos en coche, con la diferencia de que antes íbamos andando y ahora vamos sentados en un coche. Cuando llegó la crisis de 2008, en California estuvieron barajando la posibilidad de fomentar el transporte de personas en ferrocarril, pero se encontraron con un problema que no se esperaban: no sabían dónde construir las estaciones del tren. Como la vida cotidiana estaba basada en el coche, se había generado una geografía urbana caracterizada por la existencia de urbanizaciones dispersas, chalés y suburbios: sencillamente, no había dónde instalar una estación que fuese de utilidad. Ahora, decidme: ¿El coche es una solución o un problema? 

Ojalá la cosa terminara aquí. Como nunca hemos querido volver a cuestionar el problema (la movilidad), seguimos obsesionados con su solución (el coche). Sabemos, por ejemplo, que contamina, entonces, ¿cómo hemos estado solucionando este problema (generado por una solución a otro problema)? Inventando tecnologías para reducir la contaminación, pero sin cuestionar el coche. Primero, inventamos la gasolina sin plomo; luego, los coches híbridos; y ahora, los coches eléctricos. Se ha reducido la contaminación, pero no se han eliminado los problemas asociados: solo hemos ganado tiempo. Seguirán los atascos. Hay guerras en países en vías de desarrollo para controlar la extracción de metales y minerales raros necesarios para la creación de baterías, y tenemos un problema importante con la gestión de esas baterías cuando llegan al final de su vida útil. Además, no toda la energía que se almacena en esas baterías procede de una fuente limpia y sostenible. 

Volvamos a nuestro coche. Era una solución a un problema de movilidad: ¿Cuál es la mejor manera de desplazarme de un sitio a otro?, nos preguntábamos. No quiero contestar, sino que hacer otra pregunta: ¿Por qué necesitamos desplazarnos? Cambiemos de problema, cambiemos de perspectiva. Nos desplazamos a diario para ir a trabajar, dejar a los niños en el cole o hacer la compra. Cierto es, hay desplazamientos asociados al ocio o al turismo, pero no son los que nos mueven a diario. Ahora, ¿y si eliminásemos la necesidad de desplazarnos? Imaginad: puedes vivir al lado de tu trabajo, en un pueblo, en la naturaleza, llevar a los niños andando al cole y, de vuelta, comprar lo que necesitas. Movimiento diario, ritmo de vida humano, comunidad de referencia pequeña, calidad de vida. Siempre hay gente que prefiere vivir en las ciudades, por supuesto. Pero que sea su libre elección. 

Muchos dirán: claro, lo que propones… ¡Es el teletrabajo! Sí y no. La pandemia ha demostrado que muchos trabajos pueden ser perfectamente desarrollados de forma remota, con un ordenador y una buena conexión. Pero el teletrabajo desde casa también tiene sus dificultades. Es difícil concentrarse en un entorno domestico, a menudo no se dispone del mobiliario, de la tranquilidad y de la conexión a internet adecuada, y la soledad no es precisamente el mejor aliado de un buen trabajo, salvo excepciones. ¿Entonces?

Necesitamos oficinas, pero no las necesitamos concentradas en el centro de la ciudad sino que dispersas en el territorio. Lugares de co-working donde trabajadores de distintas empresas puedan trabajar a diario, cumpliendo sus horarios, en un entorno social y profesional. Cada trabajador, plantilla de la misma empresa, podría elegir una empresa de co-working distinta, en el lugar que le resulte más cómodo. ¿Lo imagináis? Trabajar para una empresa o una administración pública donde nos guste, empleando un día a la semana para reunirse con el equipo en la sede central. Trabajar en estos espacios multidisciplinares fomentaría relaciones entre profesionales de distintos campos y crearía ambientes de trabajo mucho más ricos y diversos, s donde se generarían sinergias y de los que podrían nacer colaboraciones muy interesantes. Desarrollar la vida en la misma zona derivaría en una mayor implicación política y social, la construcción de redes de apoyo vecinal. Esto nos brindaría también una recuperación de la España vaciada, un ajuste importante en el coste de las viviendas y una reducción sensible de los atascos. Además, promete una mejor calidad de vida y una bajada importante de coste para las empresas, que podrían reducir el tamaño de sus sedes centrales de una manera muy significativa. Por otro lado, la gente que eligiera quedarse en la ciudad también ganaría en calidad de vida, al rebajar el nivel de gentrificación. 

Cuando, por mucho que te empeñas en resolver un problema no consigues avanzar, no hay que cambiar de solución, hay que cambiar de problema. Si cambiamos la definición de un problema, surgen nuevas posibles soluciones. La pandemia nos ofrece hoy oportunidad única: no busquemos soluciones a las soluciones, cambiemos los problemas.

Mis agradecimiento van a Marta González, contratada en practica JAE-Intro en el Instituto de Políticas Y Bienes Públicos del CSIC, y a Kenedy Alva, Data Scientist at ViewNext, por los comentarios y las aportaciones a versiones previas del texto. 

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