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Renovar el pacto constitucional

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Ramón Maíz / Ramón Maíz

y 60 firmantes más —

Hasta hoy el independentismo ha encontrado el repliegue estatal como única respuesta. Pero los errores de los dirigentes catalanes no pueden seguir sirviendo de excusa al inmovilismo. Más pronto que tarde será necesario empezar a hacer autocrítica. Con ocasión del referéndum escocés, desde Inglaterra se emitieron estos mensajes: “We love you Scotland”, “We’re better together in UK. No son palabras de amor ni de reconocimiento lo que se han escuchado entre nosotros. En lugar de tender puentes, hemos ido ahondando en el desencuentro.   

Las reivindicaciones nacionales catalanas, vascas, gallegas o de otros territorios con demandas de carácter identitario (Comunitat Valenciana, Illes Balears…) no deben entenderse como una amenaza a la democracia española ni a la unidad del Estado sino como aspiraciones legítimas de una parte de la ciudadanía libremente expresadas en una sociedad plural y democrática que, como tales, han de ser atendidas por todos y entre todos, procurando acomodos que no violenten la convivencia en común. 

Si ha sido posible modificar la Constitución para reconocer el derecho de sufragio pasivo de quienes ostentan la ciudadanía europea o para establecer una nueva regla del déficit, con mayor razón deberíamos poder reformar la Constitución de 1978 en un sentido federal, para, profundizando en su espíritu de integración, acomodar mejor esas reivindicaciones de naturaleza identitaria que, bien entendidas y gestionadas, han de conducir a una España más cohesionada, más tolerante y más estable. Nada hay de antidemocrático en todo ello. Los procedimientos de reforma (art. 167 CE) y de revisión (art. 168 CE) no figuran en la Constitución para que ésta pueda ser reformada, sino para que sea reformada. 

El origen más inmediato del actual conflicto con Cataluña tiene uno de sus referentes en la sentencia constitucional 31/2010. Esta sentencia desconoció un pacto que se sitúa en el corazón de la Constitución de 1978, a saber: las comunidades históricas aceptan que carecen de poder constituyente (nunca tendrían una constitución propia como en los estados federales) y, a cambio, los Estatutos de Autonomía aprobados por la mayoría absoluta de las Cortes Generales no podrían aplicarse  si no eran previamente refrendados por el pueblo de la comunidad autónoma destinataria de cada uno de ellos. Era un acuerdo de equilibrio, un pacto entre personas que, teniendo sentimientos identitarios distintos, buscaban una fórmula de compromiso para seguir viviendo juntos y ganarse un futuro en democracia. 

El recurso de inconstitucionalidad promovido por el PP, al recurrir un estatuto aprobado por la mayoría absoluta del parlamento que representa al pueblo español y votado favorablemente por la ciudadanía de Cataluña, dinamitó ese acuerdo esencial.  El TC desconoció ese pacto y como consecuencia de ello entró en el fondo del recurso mediante una sentencia interpretativa de amplio alcance que no contentó a nadie y, como consecuencia de todo ello, la ciudadanía catalana se sintió con razón engañada, pues el Estatuto que “España” le había dado y que ella había aceptado, resultaba ser mucho más reducido de lo que se había dialogado y acordado, sin dar opción a que el legislador catalán pudiese interpretar su Estatuto en el sentido constitucionalmente más adecuado. El TC impuso una visión unilateral del pacto constitucional, que dejó a Cataluña sin un texto aprobado por las Cortes Generales y por su propio cuerpo electoral. 

A partir de aquel día el Título VIII de la Constitución quedó herido de muerte. La ulterior jurisprudencia constitucional solo ha venido a reafirmar aquella desafortunada decisión y sus efectos más involucionistas. La pésima gestión de la crisis catalana y de la crisis económica han conducido a una imparable e intensa  recentralización. El Estado de las Autonomías se ha convertido en una apariencia, en envoltorio vacío de contenidos inciertos. Salvo en aspectos simbólicos y organizativos puntuales, las CCAA carecen de facultades para desarrollar políticas públicas propias: el estado se ha apoderado de las competencias compartidas, los títulos horizontales se han multiplicado exponencialmente, las bases ya no son un mínimo común denominador, sino regulaciones uniformes que se imponen en todo el territorio… Todo camina hacia atrás, como si el diseño territorial de 1978 hubiese sido un error que debe ser corregido devolviendo poderes al centro. 

Frente a esa tendencia que desconoce que una España en libertad es una España en la que deben convivir los diferentes, somos muchos los que creemos que es posible renovar el pacto constitucional dentro de un espíritu de concordia, sin humillaciones, sin vencedores ni vencidos. Somos muchas personas los que apostamos por una salida civilizada del contencioso en el que se encuentra España, en la que se reconozca su diversidad identitaria. Somos muchos los que creemos que es posible, como en otras muchas democracias de nuestros días,  avanzar hacia una “unión” en la que estén todos, mediante un proyecto político federal, en el que el respeto a la diferencia sea una fortaleza que a todos nos iguale.  

En su sentencia de 1998 sobre el conflicto del Quebec, el Tribunal Supremo de Canadá emitió una sentencia modélica por la forma en que reconcilió constitucionalismo y democracia, satisfaciendo a todas las partes. El principio democrático queda definido de esta manera en el punto 64 de la sentencia:

La democracia no se agota en la forma en la que se ejerce el gobierno. Al contrario, la democracia mantiene una conexión fundamental con objetivos sustantivos, el más importante de los cuales es el autogobierno. La democracia da cobijo a las identidades culturales y grupales. Dicho de otra manera, el pueblo soberano ejerce su derecho al auto-gobierno a través de la democracia.

Sobre la base de ese principio la CE podría ofrecer una propuesta constitucional inclusiva que asegurase la concordia y ofreciese estabilidad y seguridad para una generación. 

Azotados por las noticias que a diario se suceden, vivimos ahora en un tiempo en que no se ve la luz. La confrontación, el desencuentro, la herida, se amplían ante nuestros ojos. Sin embargo, antes o después, esa sucesión de infortunios tiene que dejar paso a un momento de calma en que se pueda hablar de todo, de modo inclusivo, en el mutuo reconocimiento y la solidaridad interterritorial,  con una solución constitucional válida para todos.

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