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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

¿Quién me ha robado el mes de febrero?

Construcción del hospital en la ciudad de Wuhan, China.

Senén Barro Ameneiro

Director del CiTIUS (Centro Singular de Investigación en Tecnologías Inteligentes de la Universidad de Santiago de Compostela) —

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El 30 de diciembre pasado una empresa canadiense, BlueDot, que aplica Inteligencia Artificial para la detección de brotes de enfermedades en el mundo, informaba a sus clientes de la aparición de una serie de raras neumonías en Wuhan. El nuevo año arrancó con la OMS en estado de emergencia para abordar la situación, declarando la pandemia el 11 de marzo. En China los contagios y los muertos crecían rápidamente y todo apunta a que más de lo que nos han dicho. El resto del mundo parecía distante con lo que entonces percibía como ajeno. El Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades no fue consciente de la gravedad de la situación, ni siquiera cuando en Europa el coronavirus empezaba a propagarse a sus anchas. De hecho, ya superado el ecuador de febrero, su comité técnico asesor, reunido en Suecia, consideraba bajo el riesgo para la población y solo algo mayor para nuestros sistemas sanitarios. Lo mismo le ocurrió a los Centros para la Prevención y Control de Enfermedades de EEUU, el país con más recursos científicos, en particular en el ámbito de la salud. La inopia fue el lugar más común en el que se movieron quienes tienen los medios y la responsabilidad de la prevención y vigilancia en el ámbito de la salud, incluyendo a los gobiernos, por supuesto. Según parece, la menor virulencia de los anteriores betacoronavirus, el SARS y el MERS, y el supuesto exceso de celo cuando llegó la gripe A, tuvieron bastante que ver con la dilación en la toma de decisiones, algo que ahora vemos como un gravísimo error. ¿Recuerdan el cuento del lobo y las ovejas? Si la mera sospecha de que el lobo puede estar rondando el rebaño ha de servir para ir una y otra vez a cuidar de las ovejas, con más motivo deberíamos anticiparnos para proteger la salud y las vidas humanas, aunque a veces las microscópicas amenazas no se hayan propagado ni hayan sido tan letales como inicialmente se pensaba. Es verdad que en ocasiones la espera ha sido la mejor decisión. Por ejemplo, Stanislav Petrov evitó así una nueva guerra mundial en 1983. Un satélite soviético detectó un misil intercontinental estadounidense dirigiéndose hacia la antigua URSS y pocos minutos después ya eran cuatro más. El protocolo previsto establecía que Petrov, que estaba a cargo del centro de mando de la inteligencia militar, debía avisar a sus superiores. Sin embargo, decidió esperar y poco tiempo después se comprobó que se trataba de una falsa alarma. “La gente no empieza una guerra nuclear con solo cinco misiles”, pensó. Y acertó, para bien de todos. Quizás los responsables a cargo de los centros de control y prevención de enfermedades pensaron que unos cientos de enfermos en China, aunque fuese por una rara y desconocida enfermedad, no era algo de lo que tuviésemos que preocuparnos especialmente en el resto del mundo. Me resulta particularmente doloroso echar la mirada atrás, cuando a finales de enero se iniciaba la construcción de un hospital en Wuhan con un millar de camas. Las cámaras mostraban al mundo de forma continua y en tiempo real el despliegue de la maquinaria pesada, el movimiento sin descanso de cientos de trabajadores, la precisa organización del trabajo y el logro de concluir en solo diez días tan faraónica empresa. Mientras nos maravillábamos por la capacidad de los chinos para crear semejante infraestructura, no hacíamos nada para afrontar lo que solo tardaría unas pocas semanas en venírsenos encima. Aquellas imágenes nos hechizaron, como lo hacían las sirenas con sus cantos en el estrecho de Mesina. Así nos lo contó Homero en el canto XI de la Odisea. Pero lo cierto es que Ulises se libró de los cantos de sirena que atraían a los incautos navegantes contra las rocas, y lo hizo poniéndose unos simples tapones de cera en sus oídos. Quizás nosotros podríamos habernos zafado de una buena parte del desastre si en lugar de mantenernos impertérritos ante lo que ocurría en Wuhan, nos hubiésemos cubierto la cara con mascarillas. Pero ni siquiera las había cuando nos pareció que eran indispensables. Durante el confinamiento han sido frecuentes los recuerdos a la hermosa canción de Joaquín Sabina: ¿Quién me ha robado el mes de abril? Mucha gente tiene la sensación de que el obligado encierro les ha robado el mes más poético. Esta canción de los años 80 se ha escuchado casi más que los aplausos al personal sanitario, e incluso se han compuesto nuevas versiones que han incrementado la melancolía de un abril entre paredes. Pero no nos equivoquemos, no es abril el mes que nos han robado, sino febrero. Febrero ha sido el mes perdido.

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