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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Salvación por el reconocimiento

Redes sociales.

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Cicerón escribió que la historia es magistra vitae. Aunque no dudamos de la verdad de esta sentencia, no parecemos atenderla debidamente. Quizá no debamos sentirnos culpables por ello. Debido a una coyuntura social e históricamente específica, los hombres y mujeres del primer tercio del siglo XXI estamos absorbidos por la cultura de la actualidad y, en particular, por la esfera diversificada de la interacción comunicativa digital. Si lográramos hacer el esfuerzo que recomendaba Pierre Vilar, esto es, pensar históricamente, podríamos alcanzar en todo caso una cierta imagen general de nuestra propia época. Y, una vez en este punto, probablemente coincidiríamos en que esa imagen revela un mundo atenazado por una serie de problemáticas de alcance global y resolución difícil. Pero nuestra comprensión les resultaría igualmente extraña a los antiguos y a los modernos. Al mismo tiempo que pensamos que el pasado apenas puede enseñarnos algo, somos incapaces de imaginar un futuro promisorio.

Pero, en concreto, ¿por qué nos cuesta tanto pensar históricamente? Una de las razones de esta dificultad está conectada con la experiencia social contemporánea del espacio y del tiempo. Así como resulta posible salvar grandes distancias en poco tiempo, también lo es regular matemáticamente el orden de las actividades y multiplicarlas en franjas temporales homogéneas, de manera que lo que David Harvey denominó la compresión espacio-temporal —la acumulación acelerada de eventos en periodos cada vez más cortos de tiempo fruto en último término del ritmo capitalista— emerge como uno de los rasgos fundamentales de nuestra experiencia del tiempo. De este modo, por un lado, el dinamismo de la vida económica, social y cultural desvela una actualidad abigarrada, plagada de líneas de fuga, capaz de acaparar toda nuestra atención; pero, por otro, ese mismo dinamismo acentúa la fuerza de atracción que el futuro ejerce sobre nuestras experiencias, pensamientos y actitudes. El pasado se resiente por ambos lados. Aparece como una imagen en blanco y negro que se reduce progresiva y velozmente en el retrovisor: un remoto punto de partida que se nos hace difícil comprender y al que, por eso mismo, no creemos que tenga mucho sentido regresar.

Nuestra relación con la naturaleza también diverge radicalmente de la experiencia que pudo haber tenido Cicerón. Hoy sabemos que la imagen de una oposición entre lo natural y lo social es falsa. Para bien y para mal, naturaleza y sociedad están inextricablemente ligadas en nuestras prácticas económicas, sociales y políticas y, claro está, sus efectos compuestos actúan retroactivamente tanto sobre una como sobre la otra. Nuestra organización económica y social ha alterado el curso de la Naturaleza, poniendo en riesgo la supervivencia de todas las especies vivas en nuestro planeta, incluida la nuestra, y ha empezado a hacerlo en el espacio exterior. A mediados del siglo XX, el pesimismo de un final de los tiempos estaba justificado por el temor a un conflicto nuclear a gran escala; a principios del siglo XXI, lo justifica el hecho de que hemos avanzado más allá del punto de reversibilidad con respecto al deterioro medioambiental. No parece haber escapatoria. Antes del fin del sistema social y económico capitalista, o bien en paralelo, asistiremos a un colapso climático.

Nuestra época no es la primera y, probablemente, no será la última en alumbrar concepciones acerca de un fin de los tiempos. Hace alrededor de 1000 años, sectores relativamente amplios de la sociedad culta en zonas de lo que hoy conocemos como Europa occidental se vieron inmersos en un pavor desconocido, angustioso, abismal. Inspirados por el Apocalipsis de San Juan, el último libro del Nuevo Testamento, y profundamente conmovidos por las miniaturas de los libros denominados Beatos, muchos hombres y mujeres llegaron a convencerse de que el orden social y político no tardaría en hundirse el día del Juicio Final con la llegada del Anticristo. Con creciente horror, con gran ansiedad, y redoblando sus oraciones para poder sobrellevar el miedo, leían: «cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones que están en los cuatro ángulos de la tierra, a Gog y a Magog, a fin de reunirlos para la batalla; el número de los cuales es como la arena del mar.» (Apocalipsis, 20, 7-8). 

Puede que no podamos evitar una sonrisa de conmiseración. ¿Sonreirán igual los hombres del futuro ante nuestros más fundados temores? Quizá. No obstante, hay que señalar que los clérigos medievales creyeron haber localizado en los acontecimientos de su propia época suficientes indicios para justificar su miedo. La lenta descomposición del gran imperio carolingio —considerado el depositario del legado imperial romano—, la emergencia de corrientes heréticas, la invasión musulmana de la península ibérica y la cercanía de los años 1000 y 1033, nutrieron su convicción de que el orden de la Cristiandad estaba en peligro. El contexto social, con la emergencia de las instituciones feudales, un monacato en proceso de reforma y una poderosa tendencia eremítica, fue terreno abonado para la consolidación de las orientaciones milenaristas. 

Desde finales del siglo X, los monasterios y su espiritualidad fascinaron a segmentos diversos de la sociedad altomedieval y ejercieron una gran influencia en la conformación de su cultura. Una sociedad convencida de estar bajo el dictado de la Providencia alentó no solamente la concepción de que sus órdenes sociales básicos eran los de los oratores, bellatores y laboratores, sino también la idea, formulada por el abad Abbon de Fleury, de que la jerarquía de los auténticos cristianos tenía en su base a los laicos, en el segmento intermedio a los clérigos y en la cima a los monjes. Los hombres influyentes del momento, en la religión, la cultura y la política, fueron los monjes y, en particular, los abades de los grandes monasterios.

El florecimiento del estilo de vida monástico, bajo la reglamentación canónica establecida por San Benito, atrajo, en igual medida, a clérigos y laicos, a ricos y pobres, y, al menos, en ciertas regiones, los abades constituyeron una élite a la cual muchos buscaron acercarse, de la cual otros tantos solicitaron consejo y en la cual algunos intentaron integrarse. El imán monástico consistió en un ideal de vida comunitaria, austera y espiritual, capaz de combinar el trabajo y la plegaria, donde, en una estrecha conexión con la divinidad, podían tener sentido todos los esfuerzos realizados para la salvación. En suma, no solo los monjes y el resto de los clérigos, sino también los laicos que entregaban a sus hijos a los monasterios e incluso aquellos caballeros que, intuyendo que la muerte les rondaba, renunciaban a sus obligaciones conyugales y solicitaban vestir el hábito de monje, perseguían un objetivo común: la salvación de sus almas.

¿Qué tipo de salvación buscamos nosotros? No, desde luego, la que aspira a una unificación con la divinidad trascendente, tampoco la que podría ofrecer la gloria de la posteridad, pero sí, tal vez, la que persigue una aceptación cabal por parte de los demás aquí y ahora. Como percibieron Hegel y Kojève, y hoy sostiene Honneth, nuestra lucha es una lucha por el reconocimiento. Y, del mismo modo que otros hombres, en tiempos lejanos, usaron la oración, la huida a los bosques, la limosna, el peregrinaje o el martirio como instrumentos de redención, nosotros también empleamos los medios necesarios para conseguir la forma de salvación profana que buscamos. Hoy regalamos a Twitter, Instagram y TikTok el tiempo de nuestras atenciones y, en contrapartida, ellas nos lo administran con el rigor de una regla monástica, al tiempo que emplean los datos que les concedemos —y éste es el precio a pagar— para bombardearnos con publicidad teledirigida. Podría afirmarse que se ha abierto paso la idea de una salvación profana en el mundo de las redes. A través de ellas articulamos ocio y, cada vez más, trabajo; en ellas no ahorramos esfuerzos, a ellas elevamos nuestras plegarias más sentidas y de ellas se espera la expresión más universalmente compartida de lo que se entiende como reconocimiento social.

Hemos depositado la clave de nuestra salvación profana en el ritmo ciclotímico de las redes sociales, que, debido a su misma estructura, expresan claramente la comprensión espacio-temporal de la experiencia. Es inevitable que, para la inmensa mayoría de sus fieles, se deriven frustraciones prolongadas y, en todo caso, algunas recompensas efímeras. Mientras tanto, como ya sabemos, la utopía está desactivada y la rememoración de la sabiduría de los antiguos suena intempestiva. Y aunque no nos quepa ya recurrir a Cicerón, puede que sí nos valga la pena subirnos a hombros de otros gigantes más cercanos que, compartiendo el espíritu de la primera modernidad, sostuvieron tesis similares a las del jurista romano. Para autores como Erasmo, Montaigne, Cervantes o Maquiavelo, el pasado no solo era una fuente inagotable de enseñanzas, sino que además tenía un valor intrínseco: el valor de los ejemplos perdurables. Creo que valdría la pena bucear en la imagen de tales espejos a fin de acceder a formas de reconocimiento distintas a las versiones empobrecidas que hoy están en circulación.

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