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Un secreto a voces o el capitalismo del control

Presidente del Consejo Asesor de la Fundación Alternativas
La ministra de Defensa, Margarita Robles, durante su comparecencia ante la Comisión de Defensa del Congreso. EFE/J.J. Guillén

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Se ha organizado un gran escándalo, en este corral de comedias, cuando se ha conocido, a través de una plataforma canadiense, que un personaje misterioso llamado “Pegasus” había controlado las comunicaciones de personas ligadas al independentismo catalán. Más tarde, y al rebufo del asunto, el Gobierno reconoce que también han sido espiados nada menos que el presidente, la ministra de Defensa, la exministra de Asuntos Exteriores y vaya usted a saber cuántos más. ¿Es realmente una novedad que esto haya sucedido? Sin quitarle importancia a los estropicios que haya producido y siga originando el famoso “caballo alado” Pegasus, estas prácticas son bastante viejas, desde que las tecnologías digitales rigen nuestras vidas. Parece que hemos olvidado que mientras a nuestro antiguo mundo analógico, después de algunos siglos, habíamos logrado regularlo y hasta controlarlo en ciertos aspectos, el universo digital está totalmente desmandado y campa a sus anchas. Todavía más grave, está controlado y/o vigilado por un capitalismo privado de unas cuantas inmensas empresas y no, precisamente, por las leyes de los estados democráticos. Pronto hemos desmemoriado lo que sucedió con el asunto “Cambridge Analytica” y el Brexit y, luego, las elecciones en USA que llevaron a Trump a la presidencia. ¿Acaso no se conoce la “oculta” complicidad existente entre agencias de inteligencia y poderosas compañías tecnológicas? En el exhaustivo libro de la académica de Harvard Shoshana Zuboff, titulado “El capitalismo de la vigilancia”, se informa cómo, con ocasión de las elecciones americanas que ganó Trump, el director ejecutivo de Cambridge Analytica declaró que “a escala individual contamos con cerca de cuatro mil o cinco mil datos de cada adulto estadounidense”. Y, en otro momento, presumió de que sabían qué iba a votar cada ciudadano antes incluso de que lo hubiera decidido. Este es el problema de fondo, pues como indica la misma autora, el capitalismo de la vigilancia es profundamente antidemocrático y lo seguirá siendo mientras no seamos capaces de regularlo desde las propias constituciones hacia abajo. Como hemos señalado, desde hace algún tiempo, en la Fundación Alternativas.  

Pegasus, como es conocido, pertenece a una empresa privada (NSO Group) de origen israelí, cuyo software se conoce como RAT (herramienta de acceso remoto, en castellano), rata en inglés, el roedor que suele transmitir enfermedades. La empresa fue comprada por la norteamericana Francisco Partners que, a su vez, vendió una participación mayoritaria a unos inversores privados con sede en Londres. Si uno se entretiene en leer lo que dicen de sí mismos comprueba que son unos benefactores de la humanidad, cuyo único objetivo es alcanzar un mundo más seguro, facilitando la captura de terroristas, narcotraficantes, secuestradores, pedófilos y otras gentes de muy mal vivir. Pero si se investiga un poco más se descubre que tiene varias demandas en Gran Bretaña, EEUU y otros países por prácticas atentatorias a los derechos humanos. Lo que no debe de extrañar si se comprueba que en la lista de clientes se encuentran algunas de las más connotadas dictaduras del sufrido universo. La publicidad de la empresa sostiene que solo vende este artefacto a gobiernos y, además, previa autorización de las autoridades israelitas. Aparte de que dicha prevención no es garantía ante posibles violaciones, hay que ser bastante ingenuo, crédulo o necio, o todo a la vez, para creerse tal consideración. Se trata de una empresa, controlada por inversores privados, cuyo lógico objetivo es obtener beneficios, y el precio de esta RAT es francamente abultado. En una palabra, la cruda realidad es que una herramienta esencial para la seguridad de los estados se encuentra en manos privadas y, supuestamente, controlada a distancia por el estado de Israel. Todo un cromo de colorines.

El caso de España en esta historia ha tenido dos vertientes, en mi opinión, completamente diferentes. Una ha sido la utilización de Pegasus por el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) con el fin de controlar las comunicaciones privadas de un grupo de personas -políticos, etc.- independentistas catalanas. Si dicha actuación se ha realizado en base a lo dispuesto en la ley 11/2002 de 6 de mayo, reguladora del CNI y de la Ley Orgánica 2/2002 de 7 de mayo, sobre control judicial previo del CNI, no hay nada que objetar. Conviene recordar que entre las facultades de dicho centro de inteligencia está informar al Gobierno con el fin de prevenir y evitar riesgos, amenazas o agresiones a la independencia o integridad territorial de España… etc. Por su parte, la referida Ley Orgánica señala en su artículo Único que, para las intervenciones del CNI, que afecten al art. 18.2 y 3 de la C.E –inviolabilidad del domicilio y secreto de las comunicaciones-, se necesita la autorización de los magistrados del Tribunal Supremo designados al efecto por el CGPJ. La petición y concesión debe de comprender, con precisión, las medidas que se solicitan, los hechos, fines y razones de las mismas y la identidad de la persona o personas afectadas. La duración de la medida es de 24 horas para el supuesto del domicilio y de tres meses para las comunicaciones que podrán, en su caso, ser prorrogados. Cumplidas estas exigencias de legalidad por parte del CNI, como se han dado en el caso de las personas independentistas afectadas, no procede censura alguna a la dirección del CNI y, es de exigir, que se siga actuando siempre dentro de la legalidad. Si en algo falló el CNI y los demás aparatos del Estado fue cuando los “indepes” lograron realizar un seudo referendo ilegal el 1 de octubre de 2017, gobernando el PP. Un auténtico bochorno de incompetencia y chapuzas sucesivas, que nos avergonzaron como país.

Ahora bien, en el segundo supuesto, la intervención de las comunicaciones del presidente del Gobierno y varios ministros, la cuestión es de otra naturaleza. Aquí estamos ante un fallo en la seguridad del Estado, que debe de ser corregido de inmediato. No conozco -si es que alguien lo sabe- cuál es el origen de esa intromisión en las comunicaciones de las máximas autoridades del Estado español. Hasta ahora, todo son conjeturas, sospechas y especulaciones. Pero la cuestión es que después de más de un año, ahora nos enteramos de que también han sido espiados el presidente del Gobierno y la ministra de Defensa. Y lo hemos conocido porque lo ha hecho público el propio Gobierno, al poner el asunto en manos de la justicia cuando en otros países, en similares circunstancias, se ha dado la callada por respuesta. El entuerto ha sido averiguado por la sencilla razón de que el Centro Criptológico Nacional tiene, por lo visto, elementos para detectar si la “rata” se ha infiltrado en el sistema atacado. Se ha especulado sobre en quién recae la responsabilidad de proteger las comunicaciones sensibles de nuestro Estado. Pues bien, que yo sepa, el director o directora del CNI lo es también del Centro Criptológico Nacional, según el art.9 f) de la ya mentada ley reguladora de organismos de inteligencia. Y, en consecuencia, al margen de los méritos, capacidad y dedicación de la directora del CNI, de lo que no tengo dudas, cuando se produce un fallo de ese calibre hay que asumir responsabilidades y no cabe decir que su cese o sustitución ha sido una concesión a los partidos separatistas. 

La conclusión que se deduce de lo que venimos exponiendo es que mientras estas “herramientas” de espionaje, que afectan a los elementos más sensibles de la seguridad de los estados, estén en manos privadas se seguirán produciendo nuevos episodios de similar naturaleza, o aún peores. Porque Pegasus hay muchos y crecen como las setas en el campo, al calor del suculento negocio que suponen. Hay que prohibir estos sistemas a nivel internacional -desde luego en la Unión Europea- y empezar a regular -y en ciertos temas controlar- estos instrumentos digitales hoy descontrolados. Las herramientas que afectan a la seguridad de los Estados, como competencia exclusiva de estos, deben estar en manos públicas. Este criterio se enmarca en la necesidad de ponerle coto a esa peligrosa tendencia a “privatizarlo” todo, hasta el punto de que los elementos nucleares de la soberanía estatal empiezan a caer en manos privadas: creación de “moneda”, ejércitos irregulares, seguridad interior y exterior, vigilancia de fronteras, prisiones, etc.

De otra parte, en un terreno más doméstico, es realmente singular que la Ley de Secreto Oficiales española date de 1968 (Ley 9/1968 de 5 de abril), modificada parcialmente por la Ley 48/1978 de 7 de octubre y un Decreto 242/1969 de 20 de febrero, todos ellos preconstitucionales. La primera de las referidas normas habla todavía de “leyes fundamentales”, cuya forma y contenido no se compadecen con la letra y el espíritu de la Constitución de 1978, cuya Disposición Derogatoria.3 dice: “Asimismo quedan derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución”. Ya va siendo hora, ¿no les parece?, que de una vez nos dotemos de una Ley de secretos oficiales como dios manda, la Constitución dispone y el espacio digital obliga. 

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