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Hasta siempre, kapatid Eduardo

Fotograma del documental ‘Los últimos de Filipinas. Regreso a Baler’.

Jesús Valbuena

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Animal único, llanero solitario, último mohicano, hombre del Renacimiento, Luis Leonardo, escultor de canciones, pintor de poemas... En el día de ayer se nos ha ido el artista total. Cantautor, pintor, poeta, maestro de la cultura con todas las letras, su obra trascenderá a las generaciones que hemos cantado sus letras. El legado de Eduardo, como virtuoso, crecerá con el paso del tiempo.

Como persona, Eduardo era aún más grande que como artista. De ello damos fe quienes tuvimos la inmensa fortuna de compartir algunos ratos con él. Al menos, así lo sentimos todos los allegados con los que he podido conversar últimamente, apenas un puñado de amigos, pues ahora a Eduardo le lloramos, literalmente, cientos de amigos en decenas de países.

“¿De dónde sacaba el tiempo para cuidar tanto las relaciones personales, para tratarnos tan bien a tantos?,” pregunté hace unos meses a Miki, su hijo Miguel. “Yo también a veces me pregunto lo mismo,” me contestó.

Le conocí en 2006, en el almuerzo ofrecido por los Reyes en honor a la entonces presidenta de Filipinas en el Palacio Real. Me pareció que se sentía, al igual que yo, un poco fuera de lugar entre la flor y la nata del Reino. Pero Eduardo sabía estar en cualquier sitio, observando, aprendiendo, absorbiendo la realidad con la curiosidad que mantuvo desde su más tierna niñez junto al malecón de Manila.

En aquel entonces ya conocía las letras de muchas de sus canciones y le veneraba como cantautor, pero enseguida comprendí que a Eduardo no le gustaba recibir halagos ni hablar de sí mismo. Era, genuina y conscientemente, una persona humilde. Le interesaban más los demás. Como interlocutor, te hacía sentir importante, demostrando una empatía y una capacidad de escucha como no he descubierto en nadie más.

“Estoy editando un documental sobre los últimos de Filipinas, pero grabé tanto material que ha quedado demasiado largo. Estoy por guardarlo en un cajón,” le dije. “Es normal que no salga a la primera. Escribir es reescribir,” contestó. “Vale, lo escribo de nuevo si tú lo locutas”, propuse. Respondió en silencio, con una mirada serena, penetrante, plena de generosidad y de bonhomía. Eduardo no tenía dobleces. Era tal cual mostraban sus ojos.

Así surgió la oportunidad de visitarle en su casa, de cuando en cuando. 'Kumusta ka, kaibigan?' (¿cómo estás, amigo?), le decía al llegar. 'Mabuti, kapatid' (bien, hermano), respondía con la sonrisa emocionada que le despertaba escuchar el tagalo, el idioma de su infancia feliz en la devastada capital filipina de los años 40.

Una tarde junto a él era como leer, sin ninguna prisa, varios libros a la vez. Su interés por la Historia, la actualidad, la política, la economía y, por supuesto, tu familia, tu trabajo, la gente, la vida… era contagioso, como también lo eran su ácida crítica social y su agudísimo sentido del humor. Le gustaba motivar tu creatividad, animarte a dar lo mejor de ti mismo. Te hacía sentir como un artista a punto de debutar. La conversación jamás dependía del reloj. Al salir de su casa, parecía como si el tiempo hubiera estado detenido. Su compañía era un paréntesis de libertad e imperturbabilidad en medio de la vorágine madrileña.

Un día le llamaron por teléfono unos alumnos de periodismo para una entrevista que no iban a publicar. Les atendió pacientemente durante un largo rato mientras colocaba unos tizones en la chimenea. Al colgar, le pregunté si no le cansaba hacer tantos favores. “Al contrario, y menos aún a estos chavales, para quienes esta entrevista parece tan importante.”

“¿De dónde has sacado tantas letras?”, indagué. “De leer, charlar, observar” me dijo, “aunque lo mío es la pintura”. “¿La pintura? ¡Pero si has escrito más de 400 canciones!”, le cuestioné. “Eso es por puro oído,” sentenció. “Puro oído”.

En otra ocasión le llamé porque había venido a Madrid otro polímata, el senador filipino Edgardo Angara, otro querido amigo que también nos ha dejado recientemente. Tras enseñarnos su estudio de pintura, Edgardo no entendía algunos cuadros en los que estampas divinas se mezclan con explícitos desnudos femeninos. Con una sonrisa pícara tan suya, Eduardo le explicó: “When one reaches an orgasm, one says: oh my God, oh my God!, right?” (cuando uno alcanza el orgasmo, ¿no dice Dios mío, Dios mío?). La carcajada del senador hizo reír aún más al propio Eduardo, quien tenía un extraordinario don de gentes y una innata intuición para crear un ambiente de armonía y complicidad con los demás.

Parafraseando el cuento con el que solía deleitar al público en sus conciertos sobre “el girasol diferente que ve las cosas a su manera, va a su aire y decide no agacharse cuando llega la noche”, también los últimos de Filipinas fueron unos giralunas. Aquel puñado de hombres, aislados en una remota iglesia, demostró con creces las tres virtudes que tanto valoraba Eduardo: no dejaron nunca de tener fe, en ningún momento perdieron la curiosidad y, por supuesto, demostraron tener su propio criterio.

Aunque en el documental no podíamos dejar de incluir 'Al Alba', el día que fuimos a locutar al estudio le propusimos cantar la habanera 'Yo te diré'. “Ya sólo me falta hacer de Rizal” exclamó mientras cogía la guitarra. Miró la partitura, suspiró hondo y, a capella, cantó desde el corazón, como hacía todo lo demás: “Por qué mi canción se siente sin cesar, mi sangre latiendo, mi vida pidiendo que tú no te alejes más… No me abandones nunca al anochecer, que la luna sale tarde y me puedo perder”.

Puro oído. Puro talento. Pura sabiduría. Puro espejismo de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza de encontrar, en tu mirada, la belleza.

Sólo la inmensa alegría de haberle conocido y el legado inmortal de su obra pueden compensar, en una mínima parte, el profundo dolor y la tristeza por la pérdida terrenal de este maestro, un sabio humilde, a quien siempre llevaremos en el corazón. Tal como él mismo nos enseñó.

Los últimos de Filipinas. Regreso a Baler #YMQEC from Musas Producciones on Vimeo.

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