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Una tragedia de género: réplica al periodista Molares do Val

Imagen de archivo: Protesta contra la violencia machista del Centro de Medios del Eje Feminista Rompamos el silencio.

Luisa Posada Kubissa

Doctora en Filosofía y profesora en la Universidad Complutense de Madrid —

En la sección de “Crónicas Bárbaras” –con un adjetivo muy acertado– de El Correo Gallego el periodista Manuel Molares do Val ha escrito una breve columna que titula “Víctimas de su sexismo”. En este artículo –que fue retirado de la edición en la página web tras un comunicado de repulsa del Colegio de Periodistas de Galicia, pero que apareció en la edición impresa– la tesis es contundente: son las víctimas de la violencia de género las culpables de sufrirla. Y, para argumentar su desatinada tesis, el periodista vierte opiniones como que “el miedo al feminismo radical consigue que pocos medios informativos se atrevan a recordar que hay mujeres que se entregan voluntariamente a hombres violentos sabiendo que pueden matarlas”. Y, ¿por qué?, sigue razonando Molares do Val: porque esas mujeres “se convierten voluntariamente en esclavas sexuales de posibles asesinos. Los siguen suicidamente por el placer físico que les proporcionan”.

Desdeñando “los consejos de los psicólogos que las atienden tras denunciar a su pareja”, prosigue el autor, las mujeres “establecen una relación morbosa” porque “esos hombres son buenos amantes” y, de ese modo, “reinciden buscando el éxtasis que demasiadas veces les trae la muerte”. Y, remata el periodista, “al culpar sólo al asesino, el feminismo más activo facilita la continuidad de esa cadena mortal”, en lugar de ocuparse de “advertir también que la mujer tiene que ser autorresponsable evitando machos violentos”.

Veamos, hay tres supuestos, o lindezas, en estas afirmaciones del autor: que a las mujeres les puede el morbo de la relación con el maltratador; que son ellas las únicas culpables de mantener esa situación arriesgando la vida; y que la violencia de género obedece a que hay “machos violentos”. Será cuestión de ir por partes ante tales afirmaciones, sin duda bárbaras y deudoras, por cierto y por desgracia, de un imaginario ancestral.

En cuanto al supuesto morbo de las víctimas, parece que este señor desconoce por completo los estudios más expertos sobre los factores de riesgo de la violencia contra las mujeres. La mayoría de los especialistas hablan de estos factores para señalar la imposibilidad de establecer algo así como un catálogo claro y preciso de los mismos. Pero a la hora de desmitificar aquellas conductas que se asocian por lo común con “factores de riesgo” y que, sin embargo, en sentido estricto no lo son, una de las tesis que se rechaza de plano es la de que –como sostiene el señor Molares do Val– se pueda establecer factor de riesgo alguno asociado a un supuesto masoquismo o placer morboso por parte de la víctima.

Le recomiendo al periodista que, para disolver éste y otros fantasmas (o fantasías) acuda a ilustrase en fuentes expertas. Y, a la vista de su aversión por las mujeres y, más concretamente, las feministas, le recomiendo encarecidamente la lectura de los títulos de Miguel Lorente Acosta, algunos de los cuales gustosamente le indico en nota*.

Aparte de esta argumentación, no ya improcedente sino claramente caduca, el señor Molares do Val culpa a las mujeres de mantenerse en esa relación de violencia, aunque saben que puede costarles la vida. Ante esta nueva bajeza argumentativa, me remito a las palabras de la jurista norteamericana Catherine MacKinnon, quien afirma tajantemente: “Por qué una persona 'permite la fuerza' en lo privado (la pregunta de por qué no se marcha que se hace a las mujeres maltratadas) es una pregunta que se convierte en un insulto por el significado social de lo privado como si fuera una esfera de opción. Para las mujeres la medida de la intimidad ha sido la medida de la opresión”.

Efectivamente, en la intimidad se intimida a las mujeres y el pánico al agresor, cimentado en la anulación de la propia autoestima, es la respuesta más clara a por qué una mujer maltratada se resiste a romper el vínculo o a denunciar. El respaldo que una mujer necesita para dar estos pasos es proporcionalmente tan grande como el terror en el que vive. Pretender que sólo depende de su voluntad acabar con el círculo del maltrato es tanto como pretender insidiosamente que estamos hablando de un problema individual, personal y de conciencia de la propia mujer; es negar la necesidad de una implicación social e institucional; es, en fin, tan inaudito a estas alturas como querer volver a confinar esa violencia estructural al ámbito de lo privado como si fuera poco menos que “un asunto de alcoba”.

Por último, el señor Molares do Val se despacha contra el feminismo que no advierte a las mujeres para que eviten los “machos violentos” –¡lo que, al parecer, les hace según el periodista ser “buenos amantes”!–. Atribuir la violencia de género al carácter violento de algunos machos no tiene otro objetivo que el de abstraer esta de todo discurso sobre la desigualdad entre los sexos y evitar, con ello, ir a las causas últimas que hacen posible esta violencia. Una violencia que no es violencia sin más, sino que, como la ha expresado la norteamericana Carol Sheffield, es “poder sexualmente expresado”.

Hablar del carácter violento de determinados “machos”, cuya conducta es de suponer que respondería a un exceso de testosterona, es obviar la causa por el efecto: es querer hacer pasar lo que es estructural por un hecho individual, por el que las mujeres individuales vuelven a ser culpabilizadas de no saber distinguir a esos impetuosos varones individualmente arrastrados por la fuerza de su singular agresividad.

De nuevo conviene recomendar al señor periodista que lea a los expertos: ni los ingresos económicos, ni el nivel de educación, ni el estatus social ofrecen datos relevantes para poder diseñar un perfil del maltratador que pudiera comprenderse como factor de riesgo. E incluso en el caso del llamado “agresor patológico”, cuya conducta de agresión obedece a trastornos de la personalidad o a enfermedades mentales, los expertos nos dicen que estos casos componen un porcentaje tan escaso del total de los casos de violencia de género que hay que desechar su tratamiento como factor de riesgo.

Yo creo que el señor Molares do Val, a pesar de sus injuriosas argumentaciones para hacer de las víctimas verdugos, tiene que saber que, en última instancia, el ser mujer viene a resumir la motivación última de esta violencia masculina. Y tiene que saberlo porque sólo ello explica su denodado esfuerzo por insultar a las mujeres víctimas de violencia y por desviar la atención del verdadero problema: que la violencia de género no puede atajarse sin cambiar las estructuras profundas de nuestra desigualdad socio-sexual. Que, en fin, estamos ante una auténtica tragedia de género, por mucho que se pretenda hacerla pasar por poco más que una comedieta vulgar.

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*LORENTE ACOSTA, Miguel; Toquero de la Torre, Franciscol: Guía de la buena práctica clínica en abordaje en situaciones de violencia de género, Ministerio de Sanidad y Consumo, 2004. Mi marido me pega lo normal, Editorial Crítica, 2001; ediciones de Bolsillo, 2003. El Rompecabezas. Anatomía del maltratador, Editorial Crítica, 2004.

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