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Las mujeres existen

Marcha del 8M en Madrid.
17 de diciembre de 2020 22:51 h

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El feminismo (o los feminismos, con el plural que ahora parece obligado para cumplir con lo políticamente correcto) siempre ha tenido disensiones y debates internos. Pero han sido eso, disensiones y debates paradigmáticos, entendiendo por tal cosa la primera acepción de la RAE: “Paradigmático, adj. Perteneciente o relativo al paradigma”. Por tanto, han sido pertenecientes o relativos al paradigma feminista. Incluso las desavenencias teóricas y prácticas entre lo que fue el feminismo de la igualdad y el pensamiento de la diferencia sexual hacia los años 80 se movieron en el marco de esta comunidad paradigmática.

Pero hoy se presenta al feminismo dividido por un debate que se sale de esa pertenencia a su propio paradigma y se pretende que sigue dentro de una discusión intra-paradigmática cuando, en realidad, lo que se quiere es confrontarlo con un debate en otro terreno de juego totalmente ajeno: a saber, los derechos de las personas trans.

No soy la primera en aclarar que el movimiento feminista, que se opone a que las mujeres seamos invisibilizadas una vez más -en esta ocasión con la excusa de ceder sitio a una multiplicidad de identidades de género-, no está en contra de los derechos de las personas transexuales. Y que, muy al contrario, siempre ha acogido en su talante emancipatorio la reivindicación de la dignidad de todas las minorías discriminadas. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es poner la otra mejilla cuando la maniobra intelectual y política pasa por afirmar la realidad de las personas trans (por cierto, así, genéricamente designadas), para acto seguido cuestionar la de las mujeres. 

En su ristra de preguntas retóricas sobre lo que es ser hombre o ser mujer, sobre la talla de pecho asignable en cada caso, o sobre qué es el sexo y si es o no genético -imitando por cierto con esta retórica de manera muy desafortunada el estilo de la filósofa Judith Butler- hemos tenido la ocasión el último y pandémico verano de saber que la ministra de Igualdad se debate en un sinfín de dudas. Dudas que parecen crearle una gran perplejidad ontológica sobre si es o no real lo que parece haber. Casi en la misma línea del genio maligno ideado por el filósofo Descartes que podría ser la causa de que yo me engañe y dude de todo, incluido yo misma.

Pero la hipótesis cartesiana del genio maligno tenía la finalidad de utilizar la duda como método para llegar a alguna verdad, que no se dudaba que se podía alcanzar. Ahora parece que de lo que se trata es de invertir la carga de la prueba sobre el movimiento feminista, que ahora tendría que demostrar que efectivamente hay hombres y mujeres – sobre todo, que hay mujeres-. Y que las variadas y contingentes identidades de género a las que se apela se piensan en el espectro imaginable entre estos referentes.

El feminismo tiene que estar atento a esta estrategia tramposa: nunca ha sido ni es su cometido tener que buscar argumentos o pruebas retóricas para fundamentar que los sexos y, entre ellos, el sexo femenino existe. Entrar en esa dinámica es dejarse atrapar por un juego de sofística de la mala. Desviar la comprensión de la construcción socio-cultural y de poder que es el género al terreno de un debate ontológico sobre realidades genéricas identitarias y su multiplicidad es querer desmontar el feminismo como discurso y praxis emancipatoria de las mujeres, negando la mayor: que haya mujeres. 

Con eso, desplazado el feminismo de su propio paradigma, se pretende que se habla desde este por el mismo movimiento por el que se le niega: en lugar de la lucha por la libertad, la igualdad y la autonomía de las mujeres -por decirlo en consignas hoy tan denostadas y, sin embargo, tan vigentes- se pretende que sea feminismo la reclamación de cualquier colectivo, más o menos minoritario, cuyos intereses han de anteponerse a los de las mujeres. En particular porque, como ya sabemos, estas son de dudosa existencia frente a la rotundidad ontológica de esos colectivos. O, en otras palabras, el feminismo tiene que hacerse cargo de cualquier forma de discriminación, pero no de algo tan estructural como la opresión patriarcal de las mujeres en sus diversas manifestaciones culturales.

No voy ahora a repetir los potentes argumentos que muchas feministas han ido desgranando contra la operación de querer prescindir de “las mujeres”. Entre otras cosas, porque tal operación no puede tener éxito: las mujeres no son una simple posición discursiva, con lo que en su materialidad difícilmente pueden ser borradas como efecto de su borrado meramente discursivo. Y pretender tal cosa no solo es moverse en otro paradigma distinto del paradigma feminista, sino que en gran medida es moverse en un paradigma opuesto a este: hoy por hoy, pertenecer al sexo femenino implica en nuestro planeta padecer violencia, pobreza y desigualdad. Y negar la materialidad del sexo es negar todo proyecto feminista para transformar esas condiciones materiales de vida de las mujeres.

Desde su consolidación hasta nuestros días, la lucha feminista no es ni ha sido otra que la lucha por la desactivación del patriarcado. Y comprender esto es comprender que, como lo sugirió en su momento la filósofa Celia Amorós, el sistema género/sexo del que habló el feminismo contemporáneo tiene que ser sinónimo de patriarcado o no es nada: porque implica la pertenencia a un grupo sexual y social determinado y oprimido -las mujeres- como seña de identidad. Pero esa seña de identidad no existiría si no fuera porque existe un sistema de dominación, precisamente el patriarcado, que la produce. 

En otras palabras: oponer resistencia a la dominación de género, a la que son sometidas las mujeres por razón de su sexo, es tanto como hablar del paradigma feminista antipatriarcal y de emancipación. Por supuesto que para ese proyecto el feminismo tiene que aliarse con otros proyectos que luchan contra otras formas de discriminación, en tanto que esto es  fundamentalmente aspiración a un mundo mejor. Un mundo que solo será verdaderamente mejor cuando se acepte que está habitado por realidades humanas, como son las mujeres materiales y concretas, y no por ficciones genéricas.

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