El lunes de esta semana ha empezado la COP 30 en Belém (Brasil) y es una buena ocasión para hacer balance de treinta años de reuniones. Todos los años, por estas fechas, leo algún artículo u opinión que pone en duda que estas conferencias sean la mejor manera de hacer frente al cambio climático. También se critica a menudo la huella de carbono que dejan estas conferencias, a las que asisten decenas de miles de personas, entre los que se incluyen jefes de Estado y de gobierno, negociadores, científicos, jóvenes, representantes del mundo de la empresa, de organizaciones no gubernamentales y de poblaciones indígenas, entre otros. Efectivamente, esos viajes tienen un coste ambiental. Como internacionalista centrada en la gobernanza medioambiental, me gustaría utilizar estas líneas para defender la existencia y continuidad de estas cumbres.
Las Conferencias de las Partes (COP) de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre Cambio Climático (CMNUCC) se llevan celebrando anualmente desde 1994. Esto quiere decir que la comunidad internacional cada año desde entonces se ha dado cita para abordar, discutir y negociar cómo hacer frente al cambio climático. Hay que destacar el éxito político que supone que todos los años, durante 30 años (con excepción de 2020, cuya COP se aplazó al año siguiente) nuestros gobernantes y expertos se sienten a dar explicaciones y a contarnos qué están haciendo para abordar este complejo desafío. Reunirse ya es en sí un éxito. Y reunirse sistemáticamente todos los años es un doble éxito, porque demuestra que hay una preocupación y cierto compromiso. Pensemos que podrían no asistir.
Por supuesto, el mero hecho de viajar al otro lado del planeta no significa que los Estados se vayan a poner de acuerdo en cómo librarnos del cambio climático. Hay muchas más razones de las que puedo enumerar en estas líneas que explicarían por qué estas cumbres suelen fracasar; aquí van algunas: hay 198 partes en el Acuerdo de París (2015), cada una con sus propios intereses y agendas políticas y económicas (imaginemos una reunión de nuestra comunidad de vecinos con 198 asistentes con voz y voto). También tenemos formas diferentes de abordar los problemas: si los países del norte han preferido históricamente reducir las emisiones, los países del sur siempre han defendido que ellos necesitaban adaptarse al cambio climático (porque poco se puede mitigar cuando eres tan pobre que apenas emites gases de efecto invernadero). El cortoplacismo político también ha sido un obstáculo: la solución al cambio climático implica cambiar nuestra forma de consumo, nuestra movilidad o nuestra seguridad energética, entre otros, y no todos los gobiernos están dispuestos a asumir el desgaste político y de votos que eso implica; más teniendo en cuenta que los beneficios de esas medidas es posible que tarden muchas décadas en llegar. Por otro lado, la preocupación de los gobiernos depende de la situación nacional que cada uno tenga: si hay o no desastres naturales que demuestren los daños el cambio climático; si el gobierno cree o no en la ciencia; si tiene un ecosistema empresarial que apoya, cumple las normativas medioambientales y entiende que necesitamos aliarnos con la sostenibilidad y agredir lo menos posible al medioambiente; si el país tiene expertos, recursos financieros y tecnológicos para poner en marcha la transición energética, o si tiene problemas de seguridad (como terrorismo, guerras) que hacen que sea difícil centrarse en reducir los GEI. Valoremos, por tanto, el éxito que supone seguir celebrando estas conferencias, porque hay tantos obstáculos para que los tratados internacionales funcionen, que cualquier pequeño avance ha de ser celebrado, más en estos tiempos en los que algunos apuestan por el negacionismo y el unilateralismo como herramienta política.
A lo largo de estos 30 años ha habido grandes avances. Sí, a pesar de que han sido lentos y pequeños, ahí están y hay que reivindicarlos: si las COP comenzaron hablando de mitigación como solución al cambio climático, con el paso de los años y las décadas se han incorporado la adaptación, el papel de la mujer, de los jóvenes, de las comunidades locales y poblaciones indígenas, la educación, la agricultura, la seguridad alimentaria o la creación de fondos para ayudar a los países más pobres que necesitan hacer frente a las catástrofes que deja un cambio climático al que poco han contribuido. Todo ello supone grandes avances en nuestro entendimiento sobre el cambio climático, una ampliación de la agenda climática y, en consecuencia, un aumento de la complejidad de las negociaciones.
La firma y ratificación en tiempo récord del Acuerdo de París fue en sí mismo un éxito del multilateralismo: a través de este instrumento todos los Estados acuerdan que tienen que hacer frente al cambio climático (cada uno como quiera, es cierto), a diferencia de la CMNUCC y el Protocolo de Kioto, donde solo los países desarrollados tenían obligaciones. A través de las Contribuciones Nacionales Determinadas, la comunidad internacional ha pasado de un escenario de 4-5 ºC de no haber hecho nada, a proyectar un calentamiento de alrededor de 2,6ºC. Está claro que estamos muy lejos de cumplir los 2ºC a los que nos compromete el Acuerdo de París, pero tengamos en cuenta que hemos rebajado dos grados las previsiones en solo diez años. Y es esperable que sigan bajando en paralelo a la aceleración de una transición energética que ya no tiene marcha atrás. Curiosamente, hay quien dice repetidamente que China es el mayor contaminador mundial y que no le importa nada el cambio climático. Aquí algunos datos: China tiene unas emisiones per cápita por debajo de la mayoría de los países productores de petróleo, de Australia, Canadá, Rusia, Estados Unidos, Finlandia o Noruega. China ha sido el mayor productor de energías renovables del mundo en la última década y solo en 2023 instaló más nueva capacidad solar (un 55% más que en 2022) que el resto de los países juntos, incluido Estados Unidos. En 2024, la inversión de China en energía limpia fue casi el doble que la de 2015. Pregunto: ¿de dónde vienen la mayoría de los paneles solares que tenemos en nuestros tejados en España? ¿No será entonces que China es el mayor interesado en la transición energética? Esta, en realidad, es una muy buena noticia y un escenario que nadie hubiera podido predecir en 1992, cuando se firma la CMNUCC. Como lo es que, a pesar de que Estados Unidos se vuelva a marchar del Acuerdo de París, ningún otro país le ha seguido, demostrando que, como dicen J. F. Morín y R. E. Kim en su artículo Too Complex to Fail, el ecosistema de las COP del clima es tan sumamente complejo que es muy difícil que fracasen solo porque se vaya un país, por muy Estados Unidos que sea (preocuparía más que se hubiera ido China, pero no solo no ha sido el caso, sino que ha reiterado su compromiso con el Acuerdo). El liderazgo en la lucha contra el cambio climático, por paradójico que resulte, recae ahora mismo sobre China y en su clara apuesta por la transición energética y su neutralidad cero para 2060. También es justo decir que la Unión Europea siempre ha liderado estas negociaciones y lo seguirá haciendo, pero con una capacidad de empuje que oscila en función de lo que votemos los europeos.
Cierro estas líneas volviendo al impacto de los aviones que llevan a nuestros dirigentes, expertos y representantes de la sociedad civil a países como Egipto, Marruecos, Azerbaiyán o Brasil año tras año: admitamos la huella medioambiental de esta y de cada una de las citas internacionales que se celebran cada semana. Siempre hay un precio ambiental que pagar, pero estas reuniones jamás podrán ser sustituidas por una reunión online (de las que, por cierto, también hay muchas). Porque en este tipo de negociaciones, suelen ser más efectivas los intercambios en la pausa del café que largas discusiones a distancia. Por eso son insustituibles, y más cuando hablamos de salvar nuestra propia existencia. Mejor pongamos el foco en los viajes de los milmillonarios que se mueven en sus jets privados (y ahora en sus propias naves espaciales) para su propio disfrute y beneficio de nadie.