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Vergüenza y miseria de la democracia liberal: Europa y los flujos migratorios en el verano de 2017

Un grupo de refugiados sirios provenientes del Líbano a su llegada en el aeropuerto de Fiumicino, en Roma.

Carlos Prieto del Campo

Editor de New Left Review en español —

Para comprender lo que se discute estos días en torno al plan europeo para hacer frente a la emergencia migratoria permanente que se vive en el Mediterráneo –y en Canal de Sicilia en particular– y a las diversas propuestas que llegarán a la Cumbre de Tallin del próximo día 6 de julio en la que se discutirán estos temas es preciso hablar de política y de liberalismo o, más exactamente, de qué es la política y de cómo ha funcionado y funciona el liberalismo en el capitalismo histórico y el neoliberalismo en la actualidad.

La idea de externalizar el control de las fronteras de la Unión Europea a Libia o Túnez, como antes a Turquía, a cambio de jugosas compensaciones sobre todo económicas, y la negativa del Gobierno del PP a abrir los puertos españoles a la llegada de barcos con migrantes rescatados en el Mediterráneo ni, en general, a los refugiados o migrantes económicos, ilustran de modo paradigmático la imbricación de capitalismo, liberalismo y política en la modernidad. El resto de datos que ilustran este deslizamiento por la pendiente de la barbarie se apiñan monótonamente en las noticias que, constantes como los flujos migratorios, llegan a los media.

El capitalismo histórico se ha constituido como estructura dinámica de dominación y explotación de clase sobre la gestión diferencial de la fuerza de trabajo mediante su segmentación, fragmentación y atribución de estatus ontológicos diferenciados construidos fundamentalmente en torno a la raza, la sexualidad y la diferencia religiosa.

La potencia constituyente de las clases y grupos dominados siempre ha afirmado la igualdad del valor de los sujetos sociales en todos y cada uno de los ciclos políticos históricamente verificables en la modernidad capitalista. Ello quiere decir que en cada uno de los ciclos sistémicos de acumulación de capital y en cada ciclo antisistémico de constitución del antagonismo que pueden verificarse desde el siglo XVI hasta el día de hoy, siempre se han enunciado propuestas de ese principio básico de igualdad radical de los seres humanos contra la barbarie del capital y sus formas serializadas de dominación y explotación.

Aun de modo balbuceante e insuficiente, estas propuestas abrían un espacio epistémico, imaginario y simbólico, que permitía trazar la crítica de algunas de las matrices, formas o modos de organización de la explotación diseñados por las clases y grupos dominantes.

La insubordinación e insurgencia de esos grupos en revuelta y lucha permanentes y la condensación conceptual más o menos elaborada y exhaustiva de los diversos gritos contra la dominación dotaba de espesor teórico y discursivo a la revuelta de los cuerpos, los sujetos y las clases y permitía que no se corriera definitivamente el cerrojo ontológico de la dominación como un designio divino, una maldición antropológica o una irremediable incapacidad cultural, estrategias todas ellas consustanciales al diseño de dominación y explotación del capitalismo occidental y de la cultura burguesa liberal durante toda la parábola trazada por la modernidad.

La consolidación del capitalismo y de la hegemonía de sus clases dominantes no ha hecho más que acentuar de modo exponencial, desde el siglo XIX hasta la actualidad, esta lógica sistémica.

Las revueltas y las luchas de los cuerpos, los sujetos, los grupos y las clases, por un lado, y los fragmentos deslavazados de enunciación de lo insoportable de la opresión y la teorización del poder y la explotación en un proyecto o conjunto de proyectos emancipatorios, por otro, han hecho que la ontologización de la dominación no se haya cerrado en un proyecto de sometimiento totalitario de las grandes mayorías.

Este cierre ontológico tendencial es, sin embargo, una de las líneas sistémicas de constitución de la hegemonía liberal dentro del capitalismo histórico, que se manifiesta de forma bestial y bárbara en la actual crisis migratoria. Este cierre tendencial se ha organizado históricamente –y ha perdurado hasta el día de hoy– como una lógica estratégica selectiva de producción discursiva y normativa sobre la diferencia y como un diseño cambiante de dispositivos materiales de disciplinarización y explotación de los sujetos y de conformación de las expectativas de vida destinadas e impuestas a esas clases y grupos dominados.

Recurrente estas estrategias ha pretendido cristalizar y disolver en la biología, el cuerpo y la capacidad gnoseológica y cognitiva las necesidades funcionales de explotación estructural de la fuerza de trabajo aptas para la reproducción del capitalismo como sistema de dominación.

Declinado en términos políticos, ello ha significado que la organización sistémica de la pobreza, la exclusión y la violencia, concebidas como correlatos ontológicos de la inferioridad de clase, raza y género, constituye históricamente el núcleo duro de la ideología liberal.

El liberalismo y la concepción democrática burguesa ligada al individualismo posesivo constituyen, pues, el artefacto discursivo-normativo, que permite que funcione la lógica de cierre ontológico de la dominación en un espacio de exclusión selectivo de constitución estatal y de estratificación socioeconómica, política, nacional y cultural.

La parábola de la ideología liberal –desde Locke hasta la variante neoliberal actual– es la organización de ese doble juego de levantar acta del impacto de las luchas contra la exclusión sistémica de las mayorías –producto del capitalismo histórico en su longue durée– en forma de reconocimiento legal de derechos formales, al tiempo que impulsa de todos los modos posibles el diseño, la gestión y recreación estructural de los dispositivos y mecanismos de explotación, precarización y muerte, que tienden incansablemente a la ontologización de la dominación, la privación del disfrute de los derechos y la destrucción de las posibilidades de vida digna de las mayorías.

Las democracias liberales europeas y occidentales son, en este sentido, los artefactos materiales que permiten que la exclusión sistémica y la ontologización, antropologización y biologización de la dominación queden perfectamente aseguradas como posibilidad estratégica de reprogramación de la estructura de poder del capitalismo, lo cual es una realidad evidente en la gestión actual de la crisis sistémica de este y de la interminable crisis migratoria, que atraviesa Europa de modo brutal desde hace tres décadas.

El desenvolvimiento de la cuestión migrante en Europa, en Estados Unidos y en otros países ricos responde históricamente al funcionamiento de la red de dispositivos, que opera además a partir de una potente lógica de racialización de las relaciones de poder.

El impacto de la regulación de las fronteras en Europa; la aplicación de las diversas legislaciones denominadas de extranjería; el estatuto de ciudadanía de segunda categoría aplicado a los migrantes respecto al constitucionalmente vigente en los diversos países; el tratamiento laboral de la fuerza de trabajo migrante en los circuitos productivos; la gestión administrativa y penal de los migrantes ilegales en los distintos Estados de la Unión Europea como población peligrosa y digna de represión y/o expulsión; así como el estatuto de marginalidad que sufren las poblaciones procedentes de los antiguos imperios coloniales en muchos países europeos son todos ellos dispositivos que solo pueden funcionar en el espacio político liberal, porque este está constituido a partir de esa ontologización (racial) de la dominación en el marco de una estructura de acumulación capitalista, que maximiza la reproducción de su poder como criterio máximo de ordenación social.

El mantenimiento y el uso indiscriminado de la actual política de fronteras de la Unión Europea, que es un mecanismo invariable de muerte en todos los circuitos de acceso a Europa por el Mediterráneo o por las diversas rutas de la frontera oriental del continente, tras las guerras azuzadas por Europa y Estados Unidos durante los últimos veinticinco años en Oriente Próximo, lleva inscrita en su funcionamiento la lógica implacable del racismo sistémico del capitalismo histórico y la predilección de las élites por el uso de la pobreza y la muerte como arma de disciplinarización de masas.

En el caso de la Unión Europea, ello constituye una impugnación a la totalidad de las pretensiones democráticas del modelo liberal europeo, ya suficientemente vapuleadas por la gestión democrática de la crisis económica impuesta por Bruselas y Alemania.

La cuestión migrante y su gestión democrática por la Unión Europea durante las últimas dos décadas y, sobre todo, durante los últimos años tiene otro efecto de poder realmente importante, porque introduce un criterio de desmesura en la gestión social y en la organización política, que reduce y debilita el siempre precario equilibrio entre civilización y barbarie, que las luchas de los grupos dominados han introducido en la reproducción sistémica del capitalismo histórico.

Este criterio de desmesura supone familiarizar a quienes se hallan menos afectados por el impacto de los mecanismos estructurales de superexplotación, pobreza y exclusión con lógicas absolutamente posibles de reprogramación de la reproducción de las sociedades europeas capitalistas realmente existentes.

El juego de la democracia liberal consiste en hacer evidente, como percepción masiva en la esfera pública y en un horizonte temporal factible de introyección colectiva, la gradación posible del uso de dispositivos y lógicas de constitución social mucho más brutales (la gestión de los flujos migratorios, la gestión de la pobreza y la desigualdad regionales, etcétera), que en el momento presente se aplican selectiva y sectorialmente tan solo a determinados grupos, para construir así los límites de dominación verosímiles en un momento histórico dado.

Si la lógica aplicada a las poblaciones migrantes es posible en las sociedades democráticas, ello quiere decir que la estructura de poder de estas se halla programada para aplicarla a sectores todavía no sometidos a esa lógica más violenta, más feroz, más brutal. Este hecho despliega efectos en el metabolismo constitucional y político de las democracias liberales, porque obliga a los ciudadanos nacionales –y al conjunto de sujetos sociales en general– a medir sus derechos políticos, sociales y económicos contra la sombra de la despiadada lógica de clase sobre la que siempre planea la racialización y la biologización de la explotación y la ontologización de la dominación. Esto ha sido históricamente así y rige en la actualidad en todas y cada una de las culturas nacionales europeas y, por supuesto, en el actual proyecto de construcción europea. El tratamiento de la cuestión migrante es, pues, la condensación por antonomasia de la lógica de clase del capitalismo histórico, porque la explotación económica es estructuralmente la precipitación de toda una serie de dispositivos y lógicas raciales, sexuales y de gestión de la privación y de la pobreza.

El correlato de todo ello es también, invariablemente, que las clases y grupos dominantes construyen cultural, estética, discursiva y nacionalmente, utilizando todas las formas contingentes posibles, la degradación de las pretensiones de justicia e igualdad material de los sujetos dominados en el marco epistemológico de la afirmación liberal de la búsqueda y la consecución de la justicia universal.

El horizonte de la explotación es siempre en el capitalismo la racialización y la construcción cultural de la inferioridad en todos los aspectos que constituyen la vida y el mundo de vida de las clases dominadas. Esta es la lógica última del (neo)liberalismo y del contenido democrático que segrega la reproducción histórica de sus formas políticas.

La percepción por parte de las poblaciones europeas actuales de la cuestión migrante funciona, pues, como contrapunto perfecto de la ciudadanía degradada en ciernes contemplada en el nuevo diseño de la Unión Europea, que el capitalismo y sus élites han administrado secularmente sobre las poblaciones campesinas, pobres y obreras del continente, por no hablar de su exportación colonial al resto del mundo, y que ahora se delinea como el futuro invariable que el automatismo neutro de la lógica de mercado (neo)liberal impone como segunda naturaleza.

El efecto es desmesurado, porque la construcción de la realidad de la dominación, la explotación y la pobreza se asienta de modo fundamental en la producción del discurso democrático-liberal como horizonte de construcción política durante todo el arco de la modernidad y, por supuesto, en el momento presente.

El efecto es desmesurado también, porque la situación de los refugiados durante los dos últimos años en las fronteras turco-sirias, húngaras, balcánicas y griegas; o la situación de las banlieus y de la actuación de la policía francesa en clave netamente etnorracial durante las últimas décadas; o la situación en las fronteras de Ceuta y Melilla con sus concertinas y pelotas de goma y el episodio alucinante de la playa de El Tarajal en la primera de estas ciudades; o la legislación antirom y antimigrante de Sarkozy y Berlusconi; o la aparición y normal funcionamiento de organizaciones como Alternative für Deutschland, la Lega Nord, el UKIP, Aurora Dorada, el Freedom Party austriaco, el Party for Freedom holandés o el Front National francés, son hechos tan macroscópicos confrontados con la retórica, el funcionamiento y las prácticas políticas liberales de los Estados europeos y de la Unión Europea, que toda pretensión de justicia, igualdad o derecho saltan irremediablemente por los aires como criterios de organización de estas sociedades pretendidamente democráticas.

Los efectos de la cuestión migrante son desmesurados, además, porque cada una de estas lógicas, episodios y comportamientos estatales y sociales trazan una línea de comportamiento y un conjunto de dinámicas políticas, en buena parte asumidas por los diversos gobiernos europeos, que atacan de forma frontal los equilibrios democrático-liberales de la ya maltrecha constitución material europea y borran de un plumazo y de forma cuasi irremediable la posibilidad de construir un proyecto europeo democrático, solidario e inteligente.

La desmesura (de la explotación) es hoy la normalidad (de la desposesión y la subalternización). La distopía del capitalismo es hoy la medicina bárbara contra la revolución. Únicamente la potencia constituyente de las clases dominadas y los grupos subalternos ha hecho bascular durante breves periodos esta lógica democrático-liberal de pobreza y exterminio a cambio, eso sí, de costes siempre enormes y fantasmáticos de represión, guerra y miseria. La miseria del mundo es, pues, la miseria de la democracia liberal, que ahora en Europa se llama Unión Europea. La riqueza del mundo es hoy el poder constituyente de sus poblaciones migrantes, pobres y excluidas.

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