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Virus, olas de calor y salud (pública)

Un hombre se refresca en una fuente para aliviar las altas temperaturas en Córdoba. EFE/Salas

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A la crisis del coronavirus, ya bajo control principalmente en los países ricos como el nuestro, se le ha añadido en estas últimas semanas una nueva “plaga”: las olas de calor que estamos experimentando de manera directa en numerosos lugares del hemisferio norte del planeta. También anunciada por los expertos. También disruptiva en nuestro día a día. Que afecta nuestra salud y bienestar, de manera directa o indirecta, agravando los problemas de salud crónicos ya preexistentes. De nuevo tensionando el complicado equilibrio entre salud y economía. Otra crisis, que una vez más afecta de manera desigual a la población. Esto es, los que más han sufrido la pandemia, y los que más están sufriendo las olas de calor, y sus derivadas en forma de sequías, incendios, inundaciones, etc., son las personas y grupos más vulnerables. 

Hace unos meses, la revista Nature publicaba un trabajo sobre el poco impacto que han tenido hasta ahora los ciento cincuenta años de investigación sobre los determinantes sociales en la desigual distribución de las enfermedades en la población. Las últimas evidencias se han podido observar durante la pandemia, comprobando como la COVID-19 no se ha distribuido al azar, pues ha afectado más a las personas con menos ingresos económicos, peor vivienda, o peores condiciones de trabajo, etc. Una explicación del limitado impacto de la investigación epidemiológica sobre los determinantes sociales es, según el mencionado artículo, la poca o nula influencia política de las instituciones de salud pública. 

Una tesis que explica muy bien, a través de la literatura, el premio nobel Orhan Pamuk, en su reciente e impresionante novela (histórica) Las noches de la peste, donde nos relata en sus más de 700 páginas los detalles de la epidemia de peste bubónica que sufrió la población de la isla ficticia de Minguer, bajo control del imperio otomano, ya en decadencia, en el Mediterráneo oriental durante 1901. Y cómo, para hacer frente a la epidemia, el Sultán envía al Dr. Nuri, médico especialista en cuarentenas, quien siguiendo a John Snow y su investigación de la epidemia de cólera de 1834 en Londres, cuelga el mapa epidemiológico en la sala donde cada mañana se reúne el comité de crisis, para el seguimiento de las medidas de control de la epidemia, las cuales van fracasando una tras otra, consecuencia de la resistencia de los negacionistas, fundamentalmente sectas islamistas, y las intrigas políticas de los comerciantes, fundamentalmente cristianos ortodoxos. Hasta que, llegando a un número insostenible de fallecimientos diarios, el Dr. Nuri es nombrado primer ministro, tras lo cual consigue poner de acuerdo a los distintos sectores religiosos y económicos para que la población acepte quedarse confinada en sus casas, mientras el gobierno se hace cargo de repartir alimentos entre los habitantes en los barrios más pobres, donde se concentra la epidemia. 

No se trata, evidentemente, de llegar a ese extremo en que, ante una plaga fuera de control, los poderes fácticos se ponen de acuerdo en ceder el poder a un salubrista. Hace tiempo que Voltaire nos vacunó contra el despotismo ilustrado de un gobierno de expertos: todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Los dioses nos libren. Pero ante esta nueva crisis de largo recorrido a la que nos enfrentamos relacionada con el cambio climático, y que ahora se manifiesta en olas de calor, de nuevo es necesario adoptar medidas que condicionan en parte nuestra libertad individual, y la lógica del mercado, para poner en valor los intereses generales de las personas, especialmente las más débiles. 

Así, si antes era la mascarilla o la vacuna lo que servía como bandera para la “desobediencia”, ahora parece que será no bajar la temperatura de los lugares públicos por debajo de temperatura razonable o apagar la iluminación de los escaparates de los comercios a partir de una hora determinada. A estos defensores de la “libertad” se les une los que cuestionan sin argumentos hechos contrastados, con teorías que niegan la gravedad de la pandemia o, ahora, el cambio climático. De hecho, ya hemos empezado a oír algunas declaraciones, cuestionando las medidas razonables que se van adoptando, según criterios basados en la mejor información disponible. Siempre limitadas. Las cuales, por supuesto, y como se ha ido haciendo durante la pandemia, hay que revisar periódicamente e ir ajustando para que podamos hacer compatible la salud con la economía, y con la vida. 

Para para hacer frente a estas resistencias, muchas veces bien intencionadas, nada mejor que la transparencia, compartiendo la información fiable, actualizada, y basada en indicadores bien definidos, que evalúan de manera continua y sistemática los efectos de las medidas preventivas en términos de salud y bienestar de las olas de calor. Es algo que hacen las agencias de salud pública en países de nuestro entorno. Los responsables políticos de nuestro país deben de haberlo aprendido durante la pandemia.

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