El académico histérico: mosqueperros vs perraflautas
Yo fui una purista de la lengua. Se me inculcó un respeto por el idioma que sentó las bases de mi amor a la literatura y a la filología. Con reverencia por las palabras me enseñó a leer y a escribir mi abuela Lines, que era maestra formada desde niña en la Institución Libre de Enseñanza, un proyecto pedagógico aniquilado por el franquismo porque educaba en la libertad, el laicismo, la integración de las mujeres, la consideración de los animales, la admiración por la naturaleza. Como otras resolviendo con soltura ecuaciones matemáticas que para mí eran crípticas, yo he gozado en el colegio tomando apuntes en transcripción fonética. Aún hoy no me como una tilde y una buena coma me hace sonreír. Hubo un tiempo en que habría dado mi vida por salvar un poema (Un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante / un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo/ y llega siempre…)
Es decir, me importa la gramática. No soy una zarrapastrosa de la sintaxis, aunque he saboreado el desorden de algunas vanguardias. No soy una antisistema de la ortografía, me entristecen las faltas. No soy una perraflauta de la etimología, si bien adoro los perros, las flautas e indagar en el origen de las palabras. No soy una terrorista contra el diccionario, aunque sea ese un artefacto peligroso que en alguna entrada puede estallarte entre las manos. De hecho, soy, por el contrario, una de aquellas puristas que se resistían a renunciar a los signos de apertura de interrogación y exclamación en la escritura digital. De eso hace, claro, mucho tiempo. Evolucioné.
Resulta llamativa (por decirlo con una palabra suave y un poco también de abuela) la reacción de un miembro de la Real Academia Española (RAE) ante la propuesta de la ministra Calvo de incorporar lenguaje inclusivo a la Constitución. Se ha puesto histérico. Como un espadachín que combinara jubones con la espada láser de un tuit, su cruzada a favor del pasado da bastante risa (por lo caricaturesca, extemporánea e inútil) y provoca serias reflexiones. En las hilarantes no vale la pena detenerse más. Las graves, sin embargo, merecen atención, pues lo son porque dan cuenta del territorio de poder que, en nombre de la institucionalidad, un hombre histérico pretende defender. Y, en su anacrónica y espuria refriega, es él quien enloda la lengua amada que, ajena a las culpas del empedrado, estaba tranquilamente evolucionando.
Los machistas, los misóginos, los machinazis presentan como ridículas las propuestas de la historia y lideran campañas contra el lenguaje inclusivo, pero son ellos quienes dan ese cariz de mosqueperros contra perraflautas a un conflicto generado por su intolerancia y su fanatismo. La filóloga feminista Teresa Meana se refiere a “la pacífica tendencia que tiene la lengua a crear femeninos sin el menor problema, solo enfrentada por cierta academia, sentada a la derecha de Dios Padre”. Me pregunto con ella por qué pueden cuestionarse todas las normas menos las de la gramática, normas que no pueden explicarse sino remontándose al contexto social en el que fueron formuladas y fijadas, como han advertido e investigado los lingüistas hace ya más de un siglo. La respuesta es de Perogrullo: el idioma es sexista porque la cultura es patriarcal.
Los machistas, los misóginos, los machinazis se han puesto histéricos porque están asustados ante la perspectiva de perder poder. Dicen (entre dientes) estar en contra del sexismo, pero lo toleran y pelean por perpetuarlo en los usos de la lengua. Lo perpetran. Justo quienes han de velar por su esplendor de llama viva, de cuerpo ardiente en su constante creación, claman por avivar la hoguera para arrojar al fuego a esas brujas que quieren, no invisibilizar a los hombres, sino visibilizar, nombrando, a las mujeres. En su pánico a compartir el espacio común devolviendo el usurpado (negándonos incluso el amor filológico), los machistas, los misóginos, los machinazis quedan en una vergonzosa evidencia: se aferran a sus privilegios.
Y en su violencia, todo vale: incluso convertir en arma sucia la hermosa herramienta de expresión y de creación que es la lengua.