Afganistán, el vecino desgarrado de la aldea global
“Vienen con toda su vida en una mochila hecha en cinco minutos”, dice el subteniente Andrés que recibe a los refugiados afganos cuando llegan a la Base de Torrejón de Ardoz en Madrid. Kabul está a 8 horas de vuelo y 6.280 km. Nada más. Si a este mundo le llaman la aldea global, Afganistán es casi el barrio de al lado. El barrio pobre en verdad y rico en recursos y deseo, roto hoy como pocos, que nos muestra la cara de la tragedia labrada y prevista de un vecino cercano al que podemos ver por las ventanas de la información. Ahora les toca salir con su vida en una mochila cargada apresuradamente bajo las llamas.
Conocedores de nuestro idioma, verán pronto que aquí se habla de incontables anécdotas de la trivialidad. De un líder político que acusa al gobierno español de reaccionar tarde y mal mientras asa un chuletón sin brasas ni fuego, pero sí vestido de camarero para criticarlo. Un choque chirriante de vidas cotidianas.
Forman parte del grupo que ha podido escapar. En Afganistán quedan 35 millones de personas. Buena parte de ellas, y sin duda todas las mujeres, corren grave peligro y se quedan aprisionadas por el terror que las cerca desde diversos flancos. No hay posibilidad alguna de sacarlos a todos. El problema está dentro. Y, como siempre, algo más allá.
Este jueves las bombas se llevaron la vida de al menos 82 afganos y 13 marines norteamericanos. La puerta al vuelo del aeropuerto de Kabul estaba cargada de minas y muerte. De heridas de todo tipo que tardarán en sanar. Deberíamos ser conscientes de la proximidad, los problemas comunes, los gérmenes, aunque parezcan tan lejanos y distintos.
Los atentados de las Torres Gemelas y el Pentágono en EEUU el 11 de septiembre de 2001 sí dieron un giro a la historia de nuestra civilización. En el poder allí, George W. Bush, hijo acomplejado, secundado por los temibles Dick Cheney y Donald Rumsfeld, carentes de todo escrúpulo. El mundo empezó a permutar derechos por presunta seguridad. Cambiando de enemigos para seguir expandiendo el miedo, crecía no se sabe cómo la amenaza del terrorismo islamista. Particularmente sangrientos los atentados del 11M de 2004 en Madrid, París (2015) en el teatro Bataclan, Niza en 2016 o Barcelona en 2017. Para entonces ya teníamos muchos datos. Quienes quisieron saberlos.
“Cómo surge el ISIS, cómo se financia, quiénes hacen la vista gorda”, publicado por Olga Rodriguez en elDiario.es el 16 de noviembre de 2015. Concretando: “El ISIS nació al calor de la ocupación y la fragmentación de Irak. El desmantelamiento de las fuerzas armadas iraquíes por parte de EEUU contribuyó a su fortalecimiento. Y la guerra siria fue clave para su crecimiento”. Añadía una segunda entrega con un vídeo de “Cómo se fomentó el islamismo extremista en detrimento de organizaciones árabes laicas”, un punto esencial.
El informe británico Chilcot, sobre la participación de Gran Bretaña en la invasión ilegal de Irak, confirmaba que ése fue el arranque del ISIS o Daesh y que no se fundó en motivos ciertos. Fueron 2,5 millones de palabras lo que llenó el estudio. En España no hubo nada similar, y sí para los atentados del 11M consecuencia de aquella invasión, cargados de insidias.
El origen no estaba en Afganistán, sino en Arabia Saudí, el país con bula occidental por sus reservas de petróleo y algunas cosas más. Tras los atentados de Niza, Iñigo Sáenz de Ugarte contó que el presidente francés, entonces François Hollande, había viajado a Arabia Saudí “para vender cazas militares por valor de 6.000 millones de euros, además de otros muchos contratos civiles”. Y añadía: “Si ISIS es el mal absoluto, parece que eso no impide hacer negocios con los arquitectos de ese mal en caso de obtener beneficios económicos”. Y eso hacían otros países, incluido el nuestro, y así lo han continuado haciendo. Hollande, como Biden ahora, proclaman indignados que “harán pagar” a los autores su culpa. ¿A todos? El terrorismo tiene muchas más posibilidades de atajarse en origen que tras expandir la muerte pero es menos rentable para algunos bolsillos, para el control de la sociedad, y el refuerzo ideológico involucionista.
Se sabía de los atentados de Kabul esta semana, los servicios secretos de varios países habían alertado de esa posibilidad cierta. Se atribuye la autoría a la franquicia ISIS-K, la rama afgana y extremadamente radical del Estado Islámico que ya proclamó su Califato en 2014. Cuenta con entre 500 y 1.500 combatientes. Aunque comparten ideología, rivaliza con los talibanes y rechaza el pacto firmado por estos con EEUU en 2020. Y es particularmente virulento con los chiíes, 15% de la población con los que literalmente se ensaña, como informaba en El País en 2018 Ángeles Espinosa.
Afganistán es pues un polvorín en el que opera ISIS-K, AlQaeda, otros grupos menores y los talibanes ahora en el poder, pero sin tener el control ni de sus rivales. No desde luego de ISIS, con AlQaeda se llevan mucho mejor. Abrieron las puertas de las cárceles para liberar terroristas. Y EEUU, en su salida, les dejó un arsenal del más moderno armamento: 2.000 vehículos blindados de fabricación estadounidense, entre 30 y 40 aviones y un número incalculable de armas pequeñas. Por primera vez cuentan hasta con aviones.
El tiempo se acaba, España ha cerrado el operativo de salida, aunque dice que buscará otras vías: Australia por ejemplo, también. Son millones de afganos los que se quedan allí. El nuevo régimen talibán ha considerado una prioridad prohibir la música en público, de nuevo. Su interpretación restrictiva del Islam entiende que no cabe en su religión. Ni el cine, ni el teatro. Ni la cultura en cualquiera de sus manifestaciones. Ni educar a las niñas. Ni que las mujeres salgan solas a la calle sin un varón.
En su etapa anterior destruyeron incluso monumentos significativos del patrimonio artístico. Los dos budas gigantes de Bamiyán esculpidos 1500 años atrás. Y borran mujeres de los anuncios y fachadas. Como los talibanes españoles con el mural feminista del Barrio de la Concepción en Madrid.
Por eso hemos de ser conscientes de que la tragedia de Afganistán ocurre en nuestra vecindad. Y se dispara cuando se mantienen raíces y resortes de clara involución. Nunca se puede mirar para otro lado, pero mucho menos cuando las evidencias son tan nítidas.
Una inmigrante afgana en Alemania dejó otra frase heladora para las conciencias: “Me aterra la imagen de mi hijo seducido por los talibanes”. Una mirada de admiración. Muchos de los talibanes actuales no habían nacido en los 90 y los periodistas observan en ellos esa misma expresión. No era cuestión de occidentalizar Afganistán desde la ocupación y las prácticas corruptas. Tantos millones de dólares después, del daño irreparable de esperanzas y vidas truncadas, la violencia integrista en todas sus manifestaciones manda en Afganistán y con múltiples sombras de futuros peores si cabe.
La mochila con toda una vida, semivacía y desmadejada al hombro. El bebé, niño o niña, se abraza a la protección paterna, compungido, ciertamente. La triste mirada del hombre, cabeza un punto vencida, desconcierto, cansancio, soledad.
Cualquier día, a este paso, en cualquier parte de la no tan aldea global, muchos de quienes hoy creen que esto sucede lejos podrían seguir el mismo camino.
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