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'Agelasta'

Fotografía de archivo de Salman Rushdie. EFE/EPA/RONALD WITTEK

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Hace unos días, en el Ateneo de Madrid, Salman Rushdie dijo: “Recurro a la palabra griega agelasta, el que no sabe reír, para describir a los fanáticos. El humor es la respuesta al fanatismo. ¿Se imaginan a un humorista talibán?”

Aplaudo lo dicho por Rushdie. Si algo unía a los exaltados que he tenido que entrevistar a lo largo de mi carrera periodística, era precisamente eso: la total ausencia de sentido del humor. De Irán a Texas, pasando por Líbano, Argelia o Francia, los integristas de cualquier causa religiosa, nacional o política eran siempre gente de ceño fruncido, verbo incendiario y muy pagados de sí mismos. Aunque algunos citaran a dios y otros a la patria, eran intercambiables.

Una internacional del neofascismo occidental se reunió el pasado domingo en Madrid. Pues bien, todos sus discursos demostraron que la ira y el odio ocupan en sus mentes y corazones el lugar del humor. Terriblemente enfadados, todos ellos proclamaron que al enemigo ni agua, aunque tenga razón. El argentino Milei, la gran estrella del aquelarre, precisó que el enemigo al que aluden es el zurdo, el de izquierdas, y el español Abascal, que ya lo había imaginado colgado de los pies, señaló que antes hay que correrlo a patadas y gorrazos.

El fanático religioso o político no debate, no negocia, no pacta. Él tiene la razón, toda la razón y nada más que la razón. De los otros solo espera la rendición o la muerte. Los falangistas lo llamaban “la dialéctica de los puños y las pistolas”.

No sé qué hará nuestro Gobierno con un Milei que calumnia en el mismísimo Madrid a la esposa del presidente elegido por los españoles, suprema barrabasada diplomática. De lo que estoy seguro es de que nuestros jueces considerarán un loable ejercicio de la libertad de expresión los llamamientos a la violencia de Abascal. Para mí, uno y otro son personas no gratas.

El humor - “el sentido común bailando” lo llamó William James- es la prueba suprema de la inteligencia del ser humano. Reírse por no llorar, reírse de situaciones absurdas, reírse de uno mismo, reírse del rico y poderoso, todo esto es saludable. Escribo desde Andalucía, donde el pueblo llano conserva un alto sentido del humor. Puedes dirigirte a un desconocido con una broma y con casi total seguridad lo entenderá como un gesto amistoso, te responderá con una sonrisa y te seguirá el rollo.

Bueno, España es, en general, un país donde la mayoría de la gente tiene sentido del humor, y en particular del humor negro. Esta es la cuna del Arcipreste y el Lazarillo, de Cervantes y Quevedo, de Larra y Gómez de la Serna, de Eduardo Mendoza y Maruja Torres, de Azcona y Berlanga, de Gila y El Roto.

Pero esta piel de toro también es la patria de Torquemada, de una larga y triste historia de intolerancia con el humor, porque el humor es cosa del diablo. La España del siglo XXI, la de la Ley Mordaza, mantiene viva esta tradición. Por practicar el humor han ido a dar con sus huesos en el banquillo de los acusados Guillermo Zapata, César Strawberry, Cassandra, los titiriteros granadinos, El Jueves, Mongolia… Todos zurdos, fíjense.

Vivimos en un mundo de ofendidos. Ya ni se entienden ni se aceptan la ironía, la sátira, el sarcasmo o el humor negro. A lo local hispano se le ha añadido la universalidad de lo políticamente correcto. Lo que era una buena idea –no hacer chistes que zahieran por el mero hecho de serlo a individuos o colectivos débiles, discriminados o perseguidos- ha ido convirtiéndose en un corsé discutible en ocasiones. Creo que Irene Villa dio un admirable ejemplo de amplitud de miras al salir en defensa de Zapata cuando este fue juzgado por bromear sobre su discapacidad, fruto de un atentado de ETA.

Nuestro país sigue siendo sonriente, pero no puede decirse lo mismo de su clase política y mediática, hombres y mujeres terriblemente irritados, solemnes y previsibles. No lo considero patrimonio exclusivo de las derechas de raíz nacionalcatólica, también hay algunos izquierdistas y no pocos independentistas eternamente aburridos por eternamente enojados. Pero, bueno, es cierto que en las crecientemente extremistas derechas españolistas se ha impuesto la grandilocuencia apocalíptica y la mueca desabrida. Recuerden, por ejemplo, cuando Feijóo, cuyo estilo es del cura que va a administrar la extremaunción, tildó de “psicópata” a Sánchez por el mero hecho de reír en la tribuna parlamentaria.

Vuelvo a Salman Rushdie. El autor que identifica al fanático con el agelasta, el que no sabe reír, cubre ahora su ojo derecho con un cristal negro, la principal secuela del intento de asesinato que sufrió en Chautauqua (Estados Unidos) en 2022. Y lleva casi cuatro décadas perseguido por la condena a muerte emitida por el ayatolá Jomeini por haber osado escribir los Versos satánicos. Rushdie tiene motivos más que sobrados para la amargura y el pesimismo, pero, en cambio, sigue reivindicando el humor y con ese espíritu cuenta en su última novela, Cuchillo, su encuentro en Chautauqua con el ángel de la muerte. “Cuchillo”, dijo en el Ateneo de Madrid, “es un libro divertido”.

Retengo también de su intervención esta otra idea: “En la era de las mentiras, los autores de ficción tenemos que dedicarnos a contar la verdad”. Grandísimo programa y un inteligente homenaje a nuestro Miguel de Cervantes, que, con El Quijote, escribió una obra desternillante y, bajo la apariencia de disparate, la primera gran novela realista de la literatura universal. “De que Sancho el bueno sea gracioso, lo estimo yo en mucho”, dice la duquesa en El Quijote.

Sí, amigos, la risa es nuestro bálsamo de Fierabrás.

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