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Las alianzas que asesinaron a Ellacuría siguen activas

Placa en el 'Jardin de la Rosas' en San Salvador, donde un grupo de militares asesinó a Ignacio Ellacuría y a otras seis personas.

Violeta Assiego

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No hacía ni una semana que había caído el muro de Berlín cuando el 16 de noviembre de 1989 fueron ejecutadas a bocajarro ocho personas en la Universidad Católica Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) de San Salvador. Seis de las víctimas eran sacerdotes jesuitas -cinco españoles y un salvadoreño- y las otras dos eran dos mujeres salvadoreñas: Julia Elba Ramos (de 42 años), empleada de la casa de los religiosos, y su hija Celina Ramos (de 15 años). Fue el marido de Elba y padre de Celina quien encontró los cadáveres al amanecer. Su esposa abrazaba a su hija tratando de protegerla inútilmente no se sabe si de los disparos o de los golpes, puesto que los cuerpos de todas las víctimas estaban destrozados por ambas causas.

Aquel crimen ordenado por el Estado Mayor del Ejército salvadoreño contó con el silencio cómplice de la CIA, que conocía quiénes eran los autores intelectuales. Los materiales tenían que ver con los Escuadrones de la Muerte, los grupos paramilitares de extrema derecha salvadoreña que ejecutaban los crímenes políticos que se ordenaban contra miembros de la oposición o contra los enemigos del sistema vigente. En la matanza de los jesuitas, el enemigo era Ignacio Ellacuría, una de las voces más representativas de la lucha a favor de los pobres en El Salvador, de la Teología de la Liberación.

Ignacio Ellacuría, además de teólogo, era filósofo y escritor. Un hombre comprometido con la ética de los derechos humanos, lo que le valió ser señalado como marxista, izquierdista, subversivo, revolucionario y comunista. Apostaba por un proceso de paz que garantizase la verdad, la justicia y la reparación para las más de 75.000 víctimas (el 80% civiles) a la hora de poner fin a la salvaje guerra civil en la que estaba sumida El Salvador desde hacía una década. Una guerra donde la alianza entre gobierno, oligarquía salvadoreña y ejército (con el adiestramiento, financiación y apoyo de la administración estadounidense) cometió terribles masacres, torturas, asesinatos, desapariciones y miles de execrables vulneraciones de derechos de la población civil. Ninguno de estos crímenes podía quedar impune, defendía Ellacuría. Eso era lo que lo convertía en un enemigo peligroso para la ultraderecha salvadoreña, que ordenó que tenía que ser eliminado sin dejar ningún testigo.

Para El Vaticano, encabezado por Juan Pablo II, tampoco supuso ningún conflicto que uno de los curas rojos, que tan poco gustaban a la Congregación para la Doctrina de la Fe de Ratzinger, perdiera la vida. Ya había guardado silencio con el asesinato de Monseñor Romero, tampoco ahora iban a alzar la voz reclamando justicia. Juan Pablo II era más de reunirse y apoyar a Marcial Maciel –fundador de los Legionarios de Cristo y depredador sexual de menores de edad– que de respaldar a los miembros de la Teología de la Liberación, a los que arrebataban la vida por estar al lado de los pobres que eran masacrados por los militares católicos de Centroamérica.

Treinta años después de aquellos crímenes que ahora se juzgan en la Audiencia Nacional gracias a la Asociación ProDerechos Humanos de España (APDHE) y como si viviéramos en una realidad paralela, comprobamos cómo las alianzas de la Iglesia Católica ultraconservadora, los poderes políticos y los económicos siguen intactas y dispuestas a luchar contra nuevos enemigos. Enemigos que también quieren eliminar.

Esta vez no es con una cruzada geolocalizada en América Latina contra la Teología de la Liberación, a la que tachaban de “ideología marxista-comunista” por defender la justicia social. Ahora su empresa es global y se dirige contra los movimientos feministas y LGTBIQ+ a los que tachan de “ideología de género” por defender los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres y de las disidencias sexuales y, en consecuencia, una vida libre de violencias para todas ellas.

Como decía Ellacuría: “las causas profundas de estos tremendos desajustes son múltiples. No se trata de falta de recursos o de capacidad para resolver los problemas de la pobreza, de la injusticia y de la opresión. Se trata, inicialmente, de una consideración puramente economicista del desarrollo, que deja de lado la consideración moral del mismo”. Por eso, el juicio que se celebra estos días contra el excoronel Montano, además del valor simbólico y restaurativo que tiene para los miles de víctimas de los crímenes políticos cometidos en El Salvador, tiene un significado que lo trasciende. Viene a recordar que las mismas alianzas intelectuales que estaban detrás del asesinato de Ellacuría, (de Elba, Celina y de los otros cinco jesuitas) siguen tramando nuevos crímenes de poder y discursos que, por encima de la vida humana y de quienes la defienden, les permitan conservar sus privilegios políticos, económicos, empresariales y religiosos en total impunidad. Son “los signos de los tiempos”.

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