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La ausencia de Europa agrava la crisis ucraniana

EFE/EPA/MICHAEL REYNOLDS / POOL

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Cuando aún se desconoce cómo terminará la crisis de Ucrania, y puede pasar de todo, empieza a perfilarse que ésta ya tiene un perdedor claro: la integración europea. No solo porque la UE no está teniendo protagonismo alguno en la gestión del problema -Washington es el único ponente frente a Moscú- sino porque las tensiones de las últimas semanas están revelando profundas diferencias entre sus socios a la hora de encarar un asunto tan crucial para el futuro de Europa como es la relación con Rusia.

Los gobiernos de Francia y Alemania, tímidamente hasta el momento, pero de forma perceptible, no están de acuerdo con el enfrentamiento abierto con Putin que preconiza Joe Biden. Emmanuel Macron no quiere que el belicismo anti-ruso reviente la línea muy pro-europeísta que configura su campaña para las presidenciales de abril frente al nacionalismo ultraderechista francés, y el nuevo gobierno alemán no puede romper la actitud de acercamiento a Moscú que se inició hace 20 años, si no antes, con Gerhard Schröder y que Angela Merkel practicó sin descanso. La dimisión del jefe de la armada alemana Kay-Achim Schönback tras decir que el aliado natural de Alemania es Rusia no es una anécdota, sino que expresa actitudes extendidas en los ámbitos políticos y funcionariales del país.

Frente a esas dudas y reticencias, los gobiernos de Polonia y Hungría militan, como lo han hecho desde el fin de la era soviética, en las actitudes más duras frente a Moscú. Por experiencias históricas lacerantes, sobre todo en el caso de Polonia, y porque el atlantismo y las simpatías hacia Estados Unidos son señas de identidad del ultraderechismo que domina la política de esos gobiernos. Rumania y otros países del antiguo telón de acero participan de esas actitudes.

Finlandia y Suecia también se han alineado con las posiciones más exigentes hacia Vladimir Putin. En ambos casos, particularmente en el primero, porque Rusia en armas produce auténtico pavor en esos países fronterizos. No por casualidad, el gobierno sueco ha decidido algo tan impopular como reimplantar el servicio militar obligatorio. En esas latitudes, la posibilidad de una guerra abierta entre Rusia y Ucrania se vive como un drama interno.

Aunque hasta ahora no se haya manifestado de manera abrupta, está claro que esa división europea está mermando de hecho la posibilidad de que la Unión Europea sea un interlocutor sólido en la crisis: Washington no se está viendo obligado a acordar su acción frente a Rusia con Bruselas ni con ninguna capital europea. Lo cual debe ser un buen alivio para Joe Biden que tras los años de despecho hacia nuestro continente que protagonizó Donald Trump, ha vuelto a poner sus ojos en Europa para pasar olímpicamente de los intereses que puedan tener los europeos.

La partida que se está jugando estos días y que posiblemente no tenga una solución clara en las próximas semanas, es de escala planetaria y no admite menudencias regionales, al menos desde el punto de vista de sus grandes protagonistas. Por mucho que se esfuerce, la UE no va a conseguir meter baza en ese pulso.

Porque lo que está en cuestión es si Estados Unidos puede mantener la “unipolaridad” que se estableció en la escena política planetaria tras el fin de la era soviética y que ha estado vigente hasta estos momentos. Putin contesta abiertamente ese escenario: Rusia quiere contar en las grandes decisiones que marquen el presente y el futuro de la escena internacional. Y lo mismo pretende China, que si bien no lo está mostrando abiertamente, es otro de los protagonistas de la crisis ucraniana. Porque Pekín apoya sin fisuras a Moscú en su exigencia de que Ucrania no entre en la OTAN, el gran caballo de batalla de las tensiones de estos días.

Teniendo en cuenta ese dato se comprenderá que la crisis va bastante más allá de lo que diariamente se comenta en los medios de comunicación españoles, prácticamente todos alineados contra Moscú, actitud que también expresa el gobierno de Pedro Sánchez. Porque llevar la influencia de la OTAN, y la posibilidad de desplazamientos militares norteamericanos, hasta la misma frontera con Rusia, es algo que Putin no está dispuesto a aceptar hasta por razones de supervivencia y porque esa ampliación vendría a negar todo el esfuerzo de reconstrucción de la presencia rusa en el mundo y del orgullo ruso mismo por el que él ha venido trabajando desde que llegó al poder.

Washington no puede ser tan cerrado que no comprenda que esa pretensión es imposible. A menos de comprometer drásticamente la paz mundial y no solo en la zona de conflicto, sino en todo el planeta. Y particularmente en ese continente asiático en el que China y Estados Unidos llevan años al borde de la guerra misma por una serie de antagonismos puntuales muy agudos.

Por todo ello, el futuro inmediato de la crisis es la negociación. No se puede hacer previsión alguna al respecto, entre otras cosas porque tanto Moscú como Washington han jugado demasiado fuerte hasta ahora como para dar marcha atrás de un día para otro. Particularmente en el caso de un Biden asediado por la ultraderecha norteamericana. Lo que sí se puede sospechar es que Putin pueda estar echando de menos en su pulso una potente voz europea que contrastara, al menos en parte, con el determinismo norteamericano y le ayudara a defender su causa. 

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