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El bucle electoral

El 4 de mayo habrá elecciones en la Comunidad de Madrid.

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Justo cuando debíamos estar centrados en acelerar la vacunación, evitar y contener la cuarta ola, intensificar y ampliar las exiguas políticas públicas implementadas para la gestión de los impactos económicos y sociales de la pandemia –seguimos muy a la cola en los países de la zona UE15 en gasto público a tales efectos– y engrasar y desarrollar la maquinaria de ideas y administración que necesitamos –y no tenemos– para optimizar con eficiencia los 140.000 millones de ayuda que van a venir de Europa, aquí estamos otra vez, en otra campaña electoral, con todo ralentizado, paralizado, aplazado, suspendido o a la espera del 4M; metidos hasta el cuello en una campaña que más parece un argumento entre cuñados en una boda –socialismo o libertad–, o una discusión entre los mismos cuñados ya entrada la madrugada y rumbo al puticlub –comunismo o libertad–.

Es lo que acostumbra a suceder cuando, en vez de cambiar la realidad para cambiar la matemática electoral, alguien se empeña en hacerlo al revés; que se entra en un bucle que solo puede conducir a la melancolía. La política deja de ser el arte de lo posible para convertirse en el arte de inventarse excusas para convocar de nuevo a las urnas hasta que la gente haga el favor de votar lo que me convenga de una vez.

De poco ha servido comprobar qué está pasando en Catalunya y parecía claro que iba a suceder: acaban de tener elecciones hace poco más de un mes y ya muchos especulan con volver a convocarlas porque no les va bien cómo han votado las catalanas y los catalanes. Con los presupuestos recién aprobados y aún sin ejecutar, con todas las condiciones para agotar la legislatura en orden, ya especulan no pocos en los despachos con adelantar las elecciones generales al poco que hayan votado en Madrid. Bien harían todos en analizar con atención qué acaba de suceder en Italia, justo cuando también se pusieron estrategas y candidatos y líderes de todos los colores se encaminaban alegremente a llamar a las urnas y volver a votar; luego no digan que no estaban avisados.

Decía Joseph Schumpeter, el influyente economista y politólogo austríaco, que las elecciones no son más que un mecanismo de selección de líderes. Cuando una sociedad lleva más de un lustro en bucle electoral, de campaña en campaña y vote otra vez porque le toca, o falla el mecanismo o no consigue seleccionar verdaderos líderes o, como parece el caso de España, ambos. 

El mecanismo se ha convertido en un fin en sí mismo, la única razón que explica todo lo demás. Desde la Gran Recesión, en España parece que votáramos y lo hiciéramos cada vez con más frecuencia únicamente para dirimir quién podrá convocar las siguientes elecciones, no para decidir quién debería gobernarnos y para hacer qué los siguientes cuatro años.

Gobernar no tiene glamour, resulta cansado y endemoniadamente complicado. Todo se vuelven contradicciones, desmentidos y descontentos. Nunca hay suficiente tiempo, suficientes recursos o suficientes ideas y siempre suele contradecirse a una o dos voluntades divinas. No se arreglan las cosas soltando frases ingeniosas con cara de estar muy convencido, muy seguro o muy enfadado, como acontece en una rueda de prensa o en un dúplex televisivo. Gobernar es un trabajo sucio, pero alguien tiene que hacerlo. Para eso vamos a votar. No para ver quién gana sino para decidir quién gobierna, no unos meses, o un año o dos sino cuatro años, toda una legislatura.

Siempre supone una incógnita cuánto podrá aguantar una sociedad viviendo en el límite de sus pasiones y sus vísceras, pero en España puede que no andemos lejos de descubrirlo. Elección tras elección solo una cosa permanece constante: la derecha extrema sale cada vez más fuerte tras cada una. Luego tampoco digan que no estaban avisados.

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