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El caos y la chapuza

Antón Baamonde

En agosto de 2013, una coalición comandada por Estados Unidos, se planteó bombardear Siria para ayudar a los oponentes de Bashar el Asad, embarcados en una guerra que ha causado, según la ONU, más de 190.000 muertos. Esa entente fue disuadida por la Rusia de Putin. Hoy, los Estados Unidos lideran otra coalición para acabar con el Estado Islámico, una de las fuerzas que combatían al líder sirio. Para Siria en un año el enemigo se ha convertido en un aliado. La amenaza del EI, financiado por sunitas saudíes, como los talibanes, ha obrado el milagro. En este momento, los kurdos de Kobane, una ciudad situada en la frontera de Siria con Turquía, otro país ahora en la melé, sufren la agresión del sanguinario califato.

Lo que sucede en esa área, la más explosiva para los intereses occidentales, debe de tener un significado, pero, ¿cuál? ¿Están los nuestros promoviendo el caos conscientemente, en virtud de algún plan oculto o se trata de pura incompetencia? Es una pregunta a la que no es fácil responder. Desde luego, la frivolidad y la estupidez juegan un papel en el mundo. Es cierto que la promoción del caos puede constituir el objeto de una política deliberada que tenga por fin mantener seguras las fuentes energéticas. Pero no deja de resultar chocante que la política exterior que provocó la muerte de centenares de miles de personas en Irak y descoyuntó el país intente promover acuerdos con Irán y sus aliados para detener el peligro del rabioso califato suní que tiene en Irak su epicentro y se extiende por Siria. Es un ejemplo de las aparentes incoherencias de la nueva política imperial.

Más ejemplos. En Libia, el mismo Gadafi que le había regalado el año 2003 un hermoso caballo de raza árabe a Aznar –el rayo del líder fue denominado el equino– y que, al parecer, había financiado la campaña electoral de Sarkozy, fue derrocado y su país asolado por una campaña de bombardeos de la OTAN, con Francia en un papel principal. Libia chapotea ahora en un conflicto civil que ha dividido el país entre diversas facciones.

En Egipto, los nuestros, después de celebrar la Primavera Árabe y aplaudir las manifestaciones de la Plaza Tahrir se encontraron con lo sabido de antemano: si hubiese elecciones limpias las ganarían los Hermanos Musulmanes, y, en caso contrario, el poder recaería en el ejército. Para saber eso no hacía falta ser un experto en el mundo árabe ni desplegar miríadas de agentes de información sobre el territorio: bastaba con leer los periódicos, recitar la lista de los Presidentes de aquel país desde Nasser u hojear un somero libro de Historia de aquel país. Como el Islam de los Hermanos Musulmanes resulta de todo punto inconveniente para los nuestros no se produjo ninguna duda: apoyaron al ejército. Que eso lo hicieran después de un golpe militar que encarceló a un Presidente legítimo constituye un pequeño detalle sin importancia. Lo mismo que las condenas a muerte a cientos de militantes islámicos.

Y, sí, lo de Ucrania también es una chapuza –véase la anexión de Crimea– y, posiblemente, un intento de desestabilizar a Europa. Si se tratase de resolver el entuerto sería plausible establecer un estatuto de país neutral –como Austria en tiempos– y promover la federalización del país, sin agredir la sensibilidad de las zonas rusófilas y ruso parlantes. El Maidan, apoyado por Occidente, no hizo sino constatar que no hay problemas a la hora de saltarse la legalidad si de lo que se trata es de darle cobertura a la parte que los nuestros estiman que es la suya. La destitución de Yanukovich no se ajustó en absoluto al procedimiento constitucional.

¡Que se joda la UE!, exclamó la diplomática estadounidense Victoria Nuland, esposa del neocon Robert Kagan, aquel que en los buenos tiempos de Bush declaró que “EE UU ejerce el poder en un mundo hobbesiano en el que todos luchan contra todos y no se pueden fiar de reglas internacionales ni del derecho internacional público”. No es imposible pensar que el deseo de debilitar a Alemania haya tenido un papel en el desarrollo de los acontecimientos. No todo es buen rollo en las relaciones entre los aliados.

Lo que se juega en Ucrania es la consecuencia del fin de la Guerra Fría y de la caída estrepitosa de la URSS. No importó que el poder soviético fuese atrapado por una multitud de ladrones –la vieja élite comunista– dispuestos a convertir Rusia en un paraíso para el capitalismo más atroz. De todos modos, en la nueva orden mundial era un imperativo occidental reducir la capacidad de influencia de la nueva/vieja Rusia. Hay que leer las Guerras de los Balcanes a esa luz: parte del asunto era empequeñecer su influencia en el mundo eslavo ortodoxo, en especial en Serbia. También retornar Croacia a la esfera alemana. En la alta política la debilidad siempre se paga. Y Rusia en aquel momento estaba desconcertada y frágil. No es el caso hoy.

Sea como quiera, la Guerra Fría ha sido sustituida por una política de bloques que recuerda a la de fines del siglo XIX, y, cabría decir, a la que dio lugar a la Primera Gran Guerra. Y podemos tener presentes dos advertencias de Henry Kissinger, ese especialista en guerras sucias y limpias (en Diplomacia. Ediciones B). Una, que “la inexistencia de una amenaza ideológica o estratégica deja libres a las naciones para seguir una política exterior basada cada vez más en su interés nacional”. La segunda, que “cada vez que las entidades que conforman el sistema internacional modifican su carácter, inevitablemente sobreviene un período de turbulencias”. No cabe duda de que estamos en un Tiempo Intermedio, de reajuste de bloques y que toda perspectiva estratégica es incierta. Por lo mismo, no cabe sino temer y extremar las precauciones.

En un panorama global, los Estados Unidos están al comienzo de un período de lento receso. Los BRICS afianzan su poder, hasta el punto de desafiar al FMI y al Banco Mundial, creando sus propias instituciones financieras: veremos que recorrido tienen, y sus implicaciones futuras. Según el National Intelligence Council, la oficina de análisis y anticipación geopolítica de la CIA, la parte de los países occidentales en la economía mundial va a pasar del 56% en 2013 a un 25% en 2030. Como resalta Ignacio Ramonet, por primera vez desde el siglo XV las potencias occidentales están perdiendo su poderío frente a las emergentes. Por su parte, Europa parece estar en la incertidumbre. Desde luego, en la UE, Alemania está ganando a través de su peso económico la hegemonía europea que no logró por otros medios. Soros apunta que la política de austeridad conlleva la desertización industrial del Sur de Europa.

Así pues, estamos en una etapa de transición, pero ¿hacia dónde? Todo hace pensar que la inestabilidad y los peligros geopolíticos no harán más que aumentar. Y no se engañen, a pesar de lo que dicen acerca de que los mercados pueden hacer doblar la rodilla a los Estados sigue siendo cierto que, si vienen mal dadas, serán estos, que siguen teniendo el monopolio legítimo de la violencia, la última ratio.

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