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Carta de amor al Reino Unido

Calles de Londres con los autobuses de dos pisos, los taxis negros y las cabinas telefónicas hoy en otro uso.

Rosa María Artal

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Hubo un tiempo en el que Europa era otro mundo diferente al nuestro. España se había consagrado –por imposición de sus dirigentes– en una, grande, sometida, cautiva, aislada, católica, machista, represora, pobre de mente y de bienes bien repartidos. Aunque había otra, siempre la hubo, la hay y la habrá. Para la mayoría de la población –que apenas viajaba como ahora– fue la televisión la que nos abrió la ventana a otros lugares. No era una caja tonta, aunque así la llamaran, todo lo contrario. La televisión nos hizo ver, verlo, casi tocarlo –Internet estaba en el limbo– otras culturas y paisajes, otras forma de vivir. Por supuesto que ya habían llegado a España “las suecas” a abrir ojos y deseos. Los emigrantes españoles iban y volvían y contaban. Y definitivamente la libertad demostró ser, una vez más, un motor irrefrenable.

Algo supimos de los franceses que anduvieron buscando la imaginación bajo los adoquines del aburrimiento. La música italiana entró en cuña entre los pasodobles, las coplas y el Dúo Dinámico, en el imaginario popular al menos. Pero lo más moderno era la música anglosajona y el modo de vivir en Inglaterra. Algunos nos enamoramos del Londres que rompía moldes. Cuatro melenudos de Liverpool –melenudos porque les llegaba el pelo apenas por debajo de las orejas– revolucionaron la música pop. Avanzábamos por los días cantando las canciones de los Beatles, los Rolling Stones nos lanzaron a bailar con ganas y sin ellas, get o no get satisfaction y junto a todos los demás –los Kinks, Spencer David Group, los Who, Pink Floyd, Queen– nos internacionalizaron en la música para siempre. Muchos jóvenes de los 70 en España éramos british de corazón, sin dejar de adorar algunos las vanguardias francesas. La Inglaterra toda heredera del Oliver Twist de Dickens y también de Guillermo el Travieso con sus múltiples aventuras que narraba la escritora Richmal Crompton; Las cumbres borrascosas y la Jane Eyre de las hermanas Emily y Charlotte Brontë llenas de alma de mujer. La anticipatoria y crítica aportación de las novelas distópicas de Adouls Huxley y George Orwell.

Y el cine, y las series. Es inabarcable la espléndida aportación británica al séptimo arte. Desde las Women in Love de Ken Russell, de exhibición impensable en España entonces a un universo plagado de ideas. De mitos como El tercer hombre de Graham Greene, La huella de Mankiewicz, Lawrence de Arabia de David Lean, Barry Lindon, la Naranja mecánica y toda la obra de Kubrick, la que Hitchcock realizó en su país, la de Ken Loach, por situar tres hitos de un arco de brillantez espectacular. Los Arriba y abajo de las clases sociales. Series como Yo Claudio. Las películas históricas, diseccionando la raíces de la vieja Inglaterra. Personajes como el James Bond de Ian Fleming o Sherlock Holmes o Harry Potter. La base literaria de sus guiones en múltiples ocasiones. Su forma de lograr desde la tópica flema británica, describir las emociones en el cine como pocos. O dando geniales éxitos de taquilla como aquel rompedor Full Monty de los desempleados que buscan medios con un striptease irrepetible. O La Vida de Bryan con los Monty Phyton. O Love actually para sonreír cada navidad. Punto y aparte los documentales que en buena medida ha venido produciendo la BBC.

Londres termina por abrirse paso contra la rienda corta de los padres, como viaje iniciático, y enseña a tomar decisiones de calado sin teléfono móvil al que consultar, a perseguir horizontes –los de la mente sobre todo– en una búsqueda que no se cerraría nunca. Numerosos españoles trabajando de “au pair” –niñera bajo el eufemismo de sirvienta para todo–, Kellys o camareros para pagar manutención y estudios. Las mujeres, por supuesto, abrazamos la minifalda que inventó Mary Quant, la moda liberadora que, entonces, empujaba con fuerza desde Londres. Miramos a la izquierda antes que a la derecha para cruzar las calles, comprobamos que eran reales las cabinas rojas de teléfonos, los autobuses de dos pisos y los enormes taxis negros. Los chelines y los peniques. El té, los quesos, las mermeladas. Adoptamos los pantagruélicos desayunos para poder caminar largas horas en busca del Big Ben y el Támesis, las Casas del Parlamento, los Museos y Galerías, el mercadillo mítico de Portobello, las calles de casas bajas, Hyde Park y todos los parques, los pubs de luz tenue y música, siempre música.

Los pubs donde alguna vez, más de una, decir que eras española equivalía a recibir alguna imprecación despreciativa por llevar soportado cuarenta años a un dictador. Encima, bronca. Tanto era así, que el Reino Unido sí pertenecía al club europeo y España no, no le darían acceso hasta 1986. Con Portugal, hermana hasta en eso.

Lo cierto es que el Reino Unido había entrado en el precedente de la UE en 1973, tras 17 años de dar largas. Siempre hubo fricciones. Hasta en el decisorio Maastricht marcaron su impronta. Ahora ellos, el Reino Unido, se van de la Unión Europea. Son distintos y siempre han querido serlo, insulares natos, sin dejar de aportar su impresionante e impagable cultura a lo europeo. Aunque creo les han influido para el Brexit otras variables menos idílicas: nacionalismo populista, mentiras, exageraciones. Mucho más homogéneas con el mundo que rechazan, y no con su mejor parte. Pero hay que aceptar que cada cual acierta o se equivoca como le parece, y tiene derecho a decidir. Y revisar la deriva de la Unión Europa que ve marcharse a su primer miembro por los agujeros del barco común.

Este adiós oficial, la firma de la separación, revive recuerdos profundos de los buenos tiempos. Desde aquel primer viaje que tanto cambió mi percepción de la vida que quería cuando todos los caminos son posibles, hasta los encuentros en distintas situaciones. Como periodista, testigo de la historia una vez más, vi desmoronarse algunos logros sociales que atesoraba Gran Bretaña. Un Servicio Nacional de Salud envidiable que se fue desangrando o la desintegración de los poderosos Trade Unions, los sindicatos. Margaret Thatcher, la mano de hierro de los destrozos neoliberales –tan aplaudidos cuando accedió al cargo–, está en el origen de grandes descontentos que no lograron superar. Varios reportajes, palpados en la calle, muy de cerca, marcaron el reinado, caída y fin estrepitoso –según pude apreciar– de la Thatcher, que no de su huella ideológica. El descontento desinformado no pone el foco en quienes lo enturbian.

Paso por la corresponsalía de TVE más adelante para tratar los temas grandes y pequeños y vivir el trasiego cotidiano. Los barrios pobres, los barrios ricos. Los coletazos de una historia que, como todas las que se enfangan en sangre, cuesta superar, aunque se logra; sí, se logra. Lo profundo y lo frívolo. El papel de Londres en la política internacional. Las subastas donde se vende a buen precio una tostada mordida por John Lennon. 1.200 libras (unas 220.000 pesetas de 1991, 1.300 euros) por un pan seco con mitomanía. Las ardillas en los parques. La pasión por las antigüedades. La pompa y circunstancia alternando con la ropa de segunda mano y la vida de estreno.

Emocionalmente, Londres duele si se aleja, como el lugar que fue impulso donde crecer y ver brotar las alas: el escenario casual a través del tiempo de quebrantos y renacimientos personales. El destino a mostrar al hijo apenas entrado en la adolescencia al que fascinan los monumentos que ya ha visto cien veces en la televisión, pero no los ha pisado y tocado. El Museo de Ciencias Naturales. La tienda de juguetes más grande el mundo, dicen, Hamleys, como el culmen de los deseos de esa edad. Los escenarios que más tarde recorrerá también por sí mismo.

Cambió mucho. Inglaterra, Londres. Se llenó de emigrantes en trasiego por ese mundo que nos prometen sin fronteras y las tiene. Y les sacudió el odio, como en tantos otros lugares. La barra de pan no alcanza para todos, si unos pocos se llevan en una tajada la mitad. La BBC, el mito de la independencia y la calidad en televisión pública, en televisión, está en el punto de mira del gobierno conservador. De este y los anteriores. Y veo que el número 1 en las listas de éxitos es una espantosa canción de Eminem, llamada Godzilla. Nunca fue lo mismo la música y el top ten, bien es verdad. Sus series y su cine siguen siendo punteros. Hasta desmenuzar, por elegir una película, al Wiston Churchill que, de solución indeseada, termina estando a la altura de las circunstancias ante la guerra desatada por el fascismo. “Nunca vamos a rendirnos”. Cuánto que aprender en estos momentos.

En Hyde Park Corner era costumbre ver a oradores improvisados, los domingos por la mañana. Parque con vocación universal, un 30 de julio de 1991 acogió un concierto de Luciano Pavarotti al aire libre y gratis para quien quisiera ir. Lo rodamos desde la corresponsalía para Informe Semanal de TVE. A pie de escenario y andando entre un auditorio casi inabarcable. Un programa de éxito asegurado, con la Traviata, Nabucco, canciones populares napolitanas como Oh, sole mío. Con sonrisa italiana, un Pavarotti pletórico le dedica a Lady Di Donna non vidi mai. Está lloviendo y al poco diluvia. Nadie se mueve y el concierto acaba con el aria favorita de los ingleses, según cuentan los medios, Nessum Dorma de Turandot, de Puccini. Una multitud silenciosa hasta entonces hacía los coros, al alba vinceró. Para muchos, era su primera aproximación a ópera en directo; otros, acostumbrados a oropeles, bajaron al césped de Hyde Park ahogado de lluvia y emoción.

Recuerdos preciosos –en su más puro sentido– del país que se va pero sigue estando. Como nosotros que llegamos más tarde a Europa. Nos hemos tejido juntos. Nunca lo olvidaremos.

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