Del centralismo también se sale
Mis padres se tomaron muy en serio la tarea de enseñarnos la península. Y digo península porque nunca fuimos a las islas, pero sí cruzamos las correspondientes fronteras hacia Portugal cuando tocaba: Viana do Castelo por arriba, Vila Real de Santo Antonio por abajo. Manteles, toallas, café. Una vez hasta cruzamos el Estrecho. Para conocer Ceuta. Y comprar cosas. Otra vez cruzamos los Pirineos hasta Andorra. También compramos cosas. En los ochenta y los noventa, comprar cosas era el modo de existir. Siempre viajábamos en coche. El coche era una extensión de nuestra casa. Allí dormíamos, merendábamos, nos peleábamos, llorábamos, nos reíamos, cantábamos. Todo sin cinturón y sin aire acondicionado, al menos hasta finales de los 90. Luego, nuestros padres se independizaron de nosotros, se compraron un Mini y nos echaron del coche. Allí solo cabía el amor de una pareja que, en sus cincuenta largos, quería dejar de cuidar y trabajar. Dedicarse a vivir.
Pero en esas travesías de nuestros agostos de infancia, aún salíamos en grupo y al alba, cargábamos el coche hasta los topes y mi padre proclamaba el mantra de la felicidad compartida: “De un tirón hasta la playa”. Y yo imaginaba una recta que salía del centro del mapa y llegaba hasta el mar. Lo de un tirón no era verdad porque parábamos siempre en alguna gasolinera a mitad de camino (La Roda, La Carolina), acunados por el sonido del intermitente, cuando aún no había franquicias, y nuestros padres, cosa inaudita, nos despertaban para que desayunáramos un Donut en el correspondiente bar de carretera. Ese era para mí el pistoletazo oficial de las vacaciones. La relajación de las costumbres, la cancelación de las estrictas normas. Eramos, sin saberlo, una familia Alcántara avant la lettre y representábamos nuestro papel con una fidelidad histórica apabullante.
Andalucía occidental, Andalucía oriental, Atlántico, Mediterráneo, Costa Brava, Cantábrico. No faltó apenas un palmo de mapa Campsa por recorrer. Y en cada destino, el mismo ritual. Mi madre se hacía con el apartamento, que olía a cajones vacíos, a pinocha mediterránea y a Raid. Deshacía las maletas, asignaba camas y habitaciones, salía a hacer una gran compra. Trasladaba su puesto de trabajo a una casa desconocida, usada por otros y a la vez sin vida, trasladaba la noción de hogar los kilómetros que hicieran falta. Mi padre, mientras, supongo, estaba aparcando y revisando el coche. Esto lleva mucho tiempo mental para los hombres de la ciudad.
De pequeña, yo creía que todos los niños que veía en todos aquellos lugares de los pueblos y ciudades pequeñas que visitábamos —playas, mercadillos, paseos marítimos, tiendas—, vivían también en Madrid. Solo estaban pasando el verano allí, como yo. Desde mi centralismo endémico, era imposible concebir que los niños de España vivieran en otro sitio que no fuera ese hormiguero del que habíamos salido contando toros de Osborne unas semanas atrás. De mayor he constatado que, sin llegar a los límites del pensamiento metafórico de la infancia, los de Madrid creen un poco eso mismo cuando van de vacaciones. Que la gente que vive en sus destinos de vacaciones son un poco como los extras de su propia película temporal, y que también volverán a Madrid cuando ellos plieguen y vuelvan a casa. El colonialismo madrileño es todo un género popular.
Un día, estando en pleno show de Truman de nuestra familia madrileña, esta vez en Levante, mi padre nos llevó a conocer a un amigo suyo que se había casado con una valenciana. De Gandía. Más allá de los bloques mastodónticos, vivían en el pueblo antiguo. Fui a jugar con Norma, la hija del amigo de mi padre, que era de mi edad, a su habitación. Después de sacar sus juguetes (recuerdo perfectamente un cesto desordenado de donde sacó un Simón, cuya música electrónica retumbó de golpe con un eco específico, asustándonos primero, haciéndonos reír después), nos sentamos en el suelo, la casa era antigua, húmeda, de techos altos y suelos de baldosa, y ella me preguntó: “¿Tú hablas madrileño? Yo hablo valenciá”. Era el tiempo de la casi recién estrenada constitución en cinco lenguas, el tiempo de los inicios de Canal 9, TV3 y Euskal Telebista. En ese momento comprendí que Norma hablaba otra lengua porque vivía allí todo el año. Cuando acabara el verano no se iba a ir a ninguna parte, iba a quedarse en su casa de Gandía, en su colegio de Gandía, con sus amigas de Gandía, hablando valenciano. En mi pequeña mente centralista sonó un clic mágico. Más allá de las radiales y la meseta, de la aquiescencia de los periodistas y políticos que parecían negar la importancia de todo relato que sucediera en el exterior, había vida más allá de Madrid, había niñas como yo, solo que con un pueblo y una lengua propia. Ese día envidié a Norma y, al poco, el verano se acabó. Volvimos a Madrid.