Chile y el futuro del neoliberalismo
“Lo que son las cosas”, escribe mi madre en el chat colectivo familiar. “En mi vigesimoquinto cumpleaños se produjo el golpe de Estado en Chile contra Allende. Me impactó y siempre ha estado gravitando en mi vida. Hoy 19 de diciembre, en el cumpleaños de Olga, se produce el triunfo de Boric. La vida y sus cruces”. Todos los cumpleaños de mi madre, nacida un 11 de septiembre, ha habido recuerdo para los amigos chilenos, para las exiliadas, para los torturados, para las personas demócratas. Ese Chile, ese Allende, ese oscuro 11-S, siempre ha ocupado un espacio en la memoria familiar.
Chile es símbolo del inicio del neoliberalismo salvaje. Fue elegido como escenario y laboratorio de lo que Naomi Klein denominaría posteriormente la doctrina del shock, para aplicar y asegurar el modelo económico defendido por los Chicago Boys. En ese momento los supervisores del proyecto -entre ellos Kissinger en Estados Unidos- decidieron que era preciso un golpe de Estado para tumbar la democracia y el Gobierno elegido en las urnas de Salvador Allende, y experimentar así la aplicación del neoliberalismo extremo propuesto por Milton Friedman: liberalización total de los mercados, monetarismo financiero, privatización de casi todas las empresas públicas, de las pensiones, de los servicios de salud, de la vivienda protegida, de la educación, etc.
Aquel contexto fue aprovechado por grandes empresas nacionales y extranjeras que contaron con luz verde para apropiarse del agua o de grandes extensiones de tierra donde vivía población nativa mapuche. En 1988 Pinochet perdió el plebiscito en el que se planteaba si podía seguir en el poder hasta 1997. Uno de los partidarios que defendieron públicamente la permanencia de Pinochet fue José Antonio Kast, el candidato ultraderechista que acaba de perder las elecciones frente a Boric (sobre esa campaña histórica merece la pena ver la película No, estrenada en 2012). Aquello dio paso a la democracia, pero a través de un modelo de transición con algunas similitudes con el español, puesto que no se produjo una ruptura clara con el régimen anterior y, en el caso de Chile, se mantuvo la Constitución pinochetista que permitió aquella ley de la jungla en la economía guiada por la máxima del sálvese quien pueda.
Chile es símbolo porque supuso el pistoletazo de salida del neoliberalismo voraz que terminó normalizándose en buena parte del planeta, siendo asumido incluso por fuerzas presuntamente de izquierdas, como las de la órbita de la tercera vía de Tony Blair. Desde aquel 11 de septiembre de 1973 en Chile hasta hoy ha habido en el mundo numerosos ejemplos de golpes de Estado e intervenciones financieras y políticas aplicadas con la excusa de la economía. La ola de protestas de 2011 en varios países fue consecuencia, entre otras cosas, de esa aplicación de medidas neoliberales.
Tomemos como ejemplo Egipto. El temor plasmado en los informes del Fondo Monetario Internacional en 2010 y 2011 ante una eventual salida del poder de Hosni Mubarak tenía que ver con el riesgo a que no se aplicaran los planes de recortes en los servicios públicos y de privatización de empresas nacionales previstos para el país árabe, y así lo expresaba el propio FMI en sus análisis. Cuando posteriormente, en 2013, se produjo un golpe de Estado militar dirigido por el general egipcio Al Sisi, Tony Blair escribió un artículo defendiendo su necesidad en nombre de la economía, afirmando que solo había dos opciones -“intervención o caos”- e indicando que “un gobierno democrático por sí mismo no significa un gobierno efectivo”. También defendió aquel golpe de Estado el diario The Wall Street Journal, en un editorial en el que reivindicaba para el Egipto actual unos generales como Pinochet, “quien tomó el poder en medio del caos pero se rodeó de reformistas de libre mercado y dirigió una transición hacia la democracia”.
Cuarenta y ocho años después del golpe de Estado de Pinochet la llegada al Gobierno chileno de un frente amplio liderado por Gabriel Boric e integrado por una variedad de ideologías progresistas que subrayan la importancia de los derechos sociales y de la infancia, del feminismo y el ecologismo -y que son críticas con la transición- abre una puerta a una nueva etapa en el país pero también plantea preguntas imprescindibles. Una de ellas ha circulado estos días en redes: Chile fue la cuna del neoliberalismo; ¿podría ser también el fin del mismo? En un contexto de crecimiento de la desigualdad a nivel global y con una pandemia que ha dejado clara la necesidad de servicios públicos de calidad, el debate está encima de la mesa en todo Occidente. Tanto en Europa como en Estados Unidos diversas voces plantean la importancia de un nuevo acuerdo económico en el que primen los derechos y la calidad de vida de las poblaciones por encima de la posibilidad de enriquecimiento de unos pocos. Como era de esperar, las viejas fuerzas políticas se resisten a dejar atrás la voracidad económica.
Todo el movimiento político chileno no habría sido posible sin la enorme movilización social iniciada en 2011 con el movimiento estudiantil y multiplicada en 2019 con el estallido social surgido a causa del alza en el precio del transporte público y como expresión de descontento ante ese modelo neoliberal. Miles de personas resultaron heridas en las manifestaciones de 2019 -hubo también decenas de muertos y cientos sufrieron daños oculares permanentes-, la represión fue significativa y absolutamente normalizada desde la oficialidad, en esa tradición que justifica violaciones de derechos humanos en nombre de la seguridad, el orden o el bien común. Pero aquello no hizo retroceder la fuerza social de una juventud que se ha expresado también a través de la música, de la cultura, del arte -Anita Tijoux, Nano Stern, Mon Laferte, etc- o de performances, como la impulsada por el colectivo feminista Las Tesis, que ha dado la vuelta al mundo.
Una de las características más notables del equipo del presidente electo chileno es la enorme importancia que otorga a los derechos humanos y su contundente denuncia de las violaciones de los mismos, ya sean perpetradas en Israel, en Nicaragua o en Chile. Frente a la amenaza de la ultraderecha, frente al miedo que la represión inocula, los derechos humanos como bandera son una esperanza. Ese ha sido uno de los lemas de la campaña de Boric: la esperanza frente al miedo. Los retos y obstáculos que tendrá por delante su proyecto político serán numerosos. No en vano, el cuarenta y cuatro por ciento del electorado votó a Kast, una opción pinochetista. A ello hay que añadir la falta de mayoría en el Congreso y Senado y la necesidad de unión para perdurar. Pero no se puede negar que las elecciones de este pasado 19 de diciembre en Chile han representado de algún modo un nuevo plebiscito en el que el pueblo chileno ha gritado bien alto no a la herencia del régimen de Pinochet, definitivamente y con todo lo que ello implica. Más allá de las fronteras chilenas es importante entender qué simboliza este resultado electoral, y aprovecharlo.
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