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Colombia se la juega

Gustavo Petro, candidato a presidente por el Pacto Histórico, debate con Federico Gutiérrez, por la coalición Equipo por Colombia, el 23 de mayo en Bogotá.

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En un ambiente de polarización extrema, 39 millones de colombianos están convocados este domingo para la primera vuelta de las elecciones presidenciales, que podrían llevar por primera vez a la izquierda al poder en el país latinoamericano más próximo a los intereses de EEUU. Una novedad que tendría otras dos añadidas, de enorme impacto simbólico en un país largamente dominado por el centralismo y las clasistas élites blancas: sería la segunda vez en la historia, tras 124 años de abstinencia, que un oriundo de la costa norte llegue a la Casa de Nariño y la primera vez que una afrodescendiente, de origen humilde, ocupara la vicepresidencia. 

Al cierre de este análisis, Gustavo Petro, nacido hace 62 años en un pueblo llamado Ciénaga de Oro, exguerrillero desmovilizado hace más de tres décadas, ex alcalde de Bogotá y vigoroso parlamentario, y la líder social Francia Márquez, ganadora del premio Goldman, considerado el Nobel ambiental, encabezaban por amplio margen todas las encuestas de intención de voto, no solo para los comicios de este domingo, sino también para la eventualidad de una segunda vuelta, que se celebraría el 19 de junio. La mayoría de los sondeos pronostican que Petro no alcanzará los votos suficientes para ganar en la primera ronda y se enfrentará en la segunda con Federico Gutiérrez, ex alcalde de Medellín, respaldado por las grandes maquinarias políticas del país y por el expresidente Uribe, cuya potente figura ha dominado el escenario político colombiano de los últimos 20 años. El aspirante centrista, Sergio Fajardo, también exalcalde de Medellín además de exgobernador de Antioquia, y que a punto estuvo de pasar en vez de Petro a la segunda en las elecciones de 2018, que ganó el uribista Iván Duque, se encuentra esta vez hundido en los sondeos.  

El establecimiento político y empresarial ha desarrollado en las últimas semanas una durísima ofensiva para evitar que Petro llegue a la Casa de Nariño. Incluso el presidente Duque, y el comandante del Ejército, Eduardo Zapateiro, se han empleado a fondo para desprestigiarlo, pese a que la ley colombiana prohíbe a ambos intervenir en política. Algunos empresarios han introducido –y se han encargado de filtrarlo a los medios de comunicación- la ‘cláusula Petro’ en sus acuerdos comerciales, de modo que estos pierdan validez si la izquierda llega a poder. Lo llamativo es que el mundo financiero y empresarial colombiano está justo en este momento viviendo uno de los mayores terremotos de su historia reciente, porque un conocido banquero colombiano residente en Londres, Jaime Gilinski, no parece temer una hipotética victoria de Petro y ha desafiado con una inversión astronómica al poderosísimo Grupo Empresarial Antioqueño, el GEA, como se conoce a un conjunto de grandes empresas de Medellín que han entrecruzado históricamente sus acciones para blindarse contra advenedizos. En una marea de OPAs que aún no ha terminado, Gilinski, el segundo colombiano más rico después de Carlos Sarmiento Angulo y actual propietario de la influyente revista Semana, se ha hecho ya con buena parte del control de la telaraña empresarial del GEA, lo que le ha valido acusaciones desde ciertos medios tradicionales de ser un aliado en la sombra del petrismo.

En un país con un largo historial de magnicidios, algunos analistas han barajado la posibilidad de que Petro sea asesinado, como lo fueron en su día dos candidatos a los que suele referirse como sus fuentes de inspiración: Jorge Eliércer Gaitán (1948) y Luis Carlos Galán (1989). El candidato del Pacto Histórico es bien consciente del riesgo que corre y por ello cuenta con un esquema de seguridad solo comparable con el del expresidente Uribe. Sin embargo, es mucho más probable que, si su victoria se presenta inevitable, exista la tentación desde algunos sectores de impedirla mediante el fraude electoral –en primera o segunda vuelta, según las circunstancias- o programando actos de violencia que sirvan de pretexto para la suspensión de los comicios. En las elecciones legislativas de marzo pasado, el Pacto Histórico demostró que les habían hurtado al menos 700.000 votos en el recuento, y la Registraduría, institución responsable del desarrollo electoral, le dio la razón. Lo irónico, por no decir hilarante, es que el uribismo ha emprendido una campaña contra el registrador, Alexánder Vega, presentándolo como un petrista encubierto por haber devuelto los votos a su dueño legal. Lo que persigue ahora la derecha es que abra un proceso contra Vega, lo cual, según su estrategia, descabezaría al órgano electoral y precipitaría un aplazamiento de los comicios. En suma, la hipótesis menos probable es que el establishment colombiano acepte con normalidad democrática un eventual triunfo de Petro y que se formalice un traspaso de poderes con la ejemplaridad que vimos recientemente tras la victoria del izquierdista Boric en Chile.

Un ejemplo de la desesperación frente al ascenso de Petro fue la polémica decisión del presidente Duque, aprobada por la mayoría del oficialismo en el Congreso, de derogar la ley de garantías, instrumento concebido para combatir la corrupción que limitaba la inversión pública en épocas electorales. A comienzos de este mes, la Corte Constitucional tumbó la nueva ley de Duque, que era evidentemente anticonstitucional. Durante los cinco meses que estuvo en vigor, se firmaron contratos por unos 3,4 billones de pesos, unos 712 millones de euros, que en teoría deben deshacerse tras el fallo judicial, pero que seguramente ya han sido repartidos entre los barones regionales para sufragar -ya sea mediante la adjudicación de proyectos con las tradicionales mordidas o la compra directa de votos- la campaña de Gutiérrez, que insiste cada vez que puede, sin demasiado éxito, en presentarse como un candidato independiente.

Petro es un viejo zorro y ya tiene experiencia frente a los embates de la derecha. Cuando fue alcalde de Bogotá –en una gestión polémica, de la que salió con un bajo índice de popularidad-, el entonces presidente Santos, a petición del ultraderechista procurador general de la nación, lo destituyó por una supuesta irregularidad administrativa. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a la que recurrió Petro, obligó a Santos a dar marcha atrás y restituirlo en el cargo. Ahora, el líder izquierdista se ha dedicado a propagar el mensaje irresponsable de que, si no gana, es necesariamente porque se ha cometido fraude en su contra; una estrategia peligrosa, por las revueltas que puede provocar, en la que también ha incurrido el uribismo, al afirmar -con mucho menos fundamento, todo sea dicho- que, si Petro gana, es porque ha habido tongo.  

El líder del Pacto Histórico, que se presenta por tercera vez a la presidencia, es un personaje que despierta amores y odios extremos. No solo lo detesta la derecha, sino buena parte de los que se denominan centristas, muchos de los cuales prefirieron votar en blanco o por Duque antes que por él en 2018. En la actual campaña, el centrista Fajardo ha dirigido la mayor parte de sus críticas al líder izquierdista. A muchos les chirrían su figura altiva, sus devaneos mesiánicos y un pragmatismo para buscar apoyos que incluso ha indignado a parte de sus seguidores. “Que los paracos (paramilitares) vengan aquí, que tendrán una segunda oportunidad”, dijo en un acto de campaña, transmitiendo la idea de que su partido tiene la potestad de impartir certificados de arrepentimiento. También ha celebrado el apoyo de un pastor evangélico retardatario cuyos comentarios misóginos serían indigeribles por una izquierda convencional. Y ha pedido al expresidente Gaviria, símbolo máximo del neoliberalismo en el país, su apoyo en las elecciones. Petro justificó esa aproximación en que su objetivo era lograr la adhesión de un partido con larga tradición progresista, más que atraer a su cuestionado líder.

El mayor activo de Petro, además de su indudable capacidad de liderazgo, es el ya irreprimible deseo de cambio que siente la mayor parte de la población de Colombia, uno de los países con mayor desigualdad del mundo, donde el 42% de la población vive en la pobreza y el 14%, en la pobreza extrema. El descontento largamente represado explotó el año pasado en una de las mayores protestas sociales de la historia colombiana, que fue reprimida por la Policía con una barbarie que evocó las actuaciones policiales de los años 70 en el Cono Sur del continente. El programa económico de Petro tiene un fuerte componente social, y una de sus propuestas es conseguir que los ricos tributen más. Ha avisado de que 60 billones de pesos provendrán de una mayor carga impositiva a 4.000 grandes fortunas del país. También ha anunciado el acceso gratuito a la educación superior y la entrega de tierras a campesinos, en lo que parece una nueva tentativa de reforma agraria que varios presidentes han ensayado, sin demasiado éxito, antes que él. Y aboga por un cambio de paradigma que haga al país menos dependiente del petróleo y la extracción de recursos naturales.

Desde la derecha y parte del centrismo sostienen que las propuestas de Petro son populistas, que sus cuentas no tienen asidero con la realidad y que conducirá a Colombia al desastre. De momento, más del 40% de los colombianos parecen no temer esos augurios sombríos, según reflejan las encuestas. Para ellos, existe, como no ocurría en muchas décadas, una posibilidad de cambio y hay que aprovecharla. Petro quiere a toda costa ganar en primera vuelta. Sabe que, si hay una segunda, la ofensiva en su contra se recrudecerá y su rival puede cosechar más apoyos de quienes no quieren bajo ningún concepto al líder izquierdista en la Casa de Nariño. Por eso, el Pacto Histórico ha diseñado un eslogan de tipo automovilístico que ha tenido un gran impacto popular: “Cambio en primera”. Pase lo que pase en estas elecciones, parece improbable que la tranquilidad vaya a reinar en Colombia en el futuro próximo. 

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