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Una columna con trampa

Un grupo de parlamentarios mira hacia la puerta durante el intento de golpe de estado del 23F / EFE

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"La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero. Agamenón: - Conforme. El porquero: -No me convence

Antonio Machado

Han coincidido en nuestro interés, por puro amontonamiento temporal, los disturbios y algaradas que se han producido en varias ciudades aparentemente en protesta por el déficit democrático de derechos y libertades -o de desesperanza generacional y desconfianza en el sistema-; la conmemoración de los 40 años del intento de golpe de Estado que casi nos devuelve al gobierno de los militares y la pornográfica retransmisión de las miserias del poder que ha convertido un acto parlamentario, como la renovación de los órganos constitucionales, en un chalaneo entre Moncloa y Génova con luz y taquígrafos. Son acontecimientos superpuestos pero que comparten una preocupación de fondo que, más allá de los eslóganes, es la calidad de nuestra democracia y la falta de esfuerzo o dirección clara para volver a lustrarla y dotarla de la calidad que todos deseamos. 

Todos, ciudadanos pero también instituciones, estamos obligados a defender y proteger nuestra convivencia en democracia y en libertad. Los ciudadanos vamos haciendo lo que podemos, o lo que nos dejan a veces, pero las instituciones y los que las integran llevan al menos dos décadas empeñados en deteriorarla con muchas de sus actuaciones que están provocando el descreimiento, la desafección y la desesperanza de grandes capas de la sociedad con el peligro evidente que eso encierra. El respeto al Estado social, democrático y de derecho que hemos construido durante varias décadas, paso a paso, hombro con hombro, con ilusión, ha ido siendo socavado. Esta situación es cada vez peor. No hay nadie con dos dedos de frente que no tenga claro que hay que limpiar y dar esplendor de nuevo a ese principio democrático en el que se basa nuestra convivencia. Queremos convivir. La mayoría de la ciudadanía quiere convivir y eso implica vivir con y no contra el resto, piensen o no como nosotros. 

Lo que cualquier analista es capaz de analizar en el resto de democracias occidentales, la ruptura de los guardarraíles, la anulación o neutralización de los obligados contrapesos, la desidia y la falta de corrección democrática de los poderes del Estado, se nos hace bola cuando lo tenemos enfrente. En España también está sucediendo -como en Estados Unidos o Francia o Reino Unido o…- y parece que no hay nadie entre los implicados que sea consciente de que la democracia es un bien delicado que precisa del mayor cuidado y de todo el respeto y toda la dedicación, por parte de todos. Somos conscientes de que su erosión pone en peligro los derechos y libertades de los ciudadanos. En realidad, pone en peligro nuestro futuro como sociedad. 

El cortoplacismo ciego, el absurdo de que sean los magos del electoralismo los que llevan los timones, la bisoñez en ocasiones de políticos que no son conscientes de que lo que tenemos se puede ir por el desagüe lastran la posibilidad de protegerla, como la negativa de los poderes fácticos a aceptar que no podemos seguir por el camino de retroceso e involución que hemos iniciado, por mucho que sirva a sus intereses. Eso pasó hace 40 años, que tras apenas tres de vigencia de una constitución moderna y ejemplar -copiada de los mejores modelos, por ser sinceros- estuvimos a punto de naufragar en el totalitarismo. Sufrimos un ataque de extraordinaria gravedad contra el sistema de derechos y libertades. En aquel momento, la profunda convicción democrática de los parlamentarios y del gobierno, que permanecieron secuestrados por la fuerza de las armas, fue capaz de mantener la dignidad y reflejar el sentir democrático de todos los ciudadanos que les habían llevado allí por las urnas y a los que representaban y servían. Por muy chulas que sean las teorías de la conspiración, en aquel terrible momento, en el que la democracia y sus vidas y hasta las vidas de miles de españoles estaban amenazadas -se llegaron a publicar las listas de rojos que tenían los golpistas para pasar por las armas- ninguno de ellos miró a las cámaras, a la propaganda, a sus intereses electorales o personales. Todos mantuvieron la respuesta digna de una nación democrática, con especial intensidad en el caso de Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del gobierno, y el secretario general del Partido Comunista, Santiago Carrillo. Sí, el comunista, ahora que tantos estúpidos utilizan la palabra como si no hubiera sido un remo imprescindible para llegar donde estamos. Defendieron ellos con riesgo y con orgullo la democracia y debemos defenderla ahora porque sabemos perfectamente lo difícil que resultó alcanzarla y también que existen ahora mismo riesgos que la pueden amenazar. 

Pocos hallarán que no suscriban que vivimos en una democracia que no es perfecta pero que incluso es menos perfecta que hace un cuarto de siglo. Alguno habrá, que las redes sociales lo soportan todo. Esto es muy importante porque sin hablar a las claras de este diagnóstico difícil será que pongamos sobre la mesa la cruda realidad sobre la que urge trabajar. 

Esta, de todos modos, es una columna con trampa. No me negarán que se lo he avisado desde el titular y lo he remachado en la cita. Por eso les voy a invitar a un pequeño juego: varias de las frases que la componen no son mías sino que las he copiado. No me acusarán de plagio porque ahora mismo les voy a desvelar de dónde. En el texto que antecede hay al menos seis frases que pertenecen al discurso que el jefe del Estado pronunció el martes en el Congreso. Fue un discurso con mucho contenido y con unas advertencias claras sobre los riesgos que corremos. Vale que Felipe VI no puede ser tan desahogado como suelo serlo yo, pero ahí están sus frases por si a muchos les han parecido más importantes en una columna mía que en su boca. No es cierto. La verdad es la verdad, la diga quien la diga. 

Jueguen si quieren a buscarlas. 

El mensaje es bien claro y bien cierto. 

Lo que no sé es si aquellos a los que más concierne lo escuchan. 

Nos jugamos demasiado, sobre todo los jóvenes, como para no hacer caso.

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