Comer veneno
El Ayuntamiento de Madrid ha soliviantado, entre otros, a negacionistas y neoliberales tras limitar el tráfico por el exceso de contaminación. Estos amantes de los coches y del puerta a puerta prefieren comer veneno a que una administración les diga lo que tienen que hacer. Prefieren sacar a relucir su libertad ilimitada para matarse si quieren y aspirar sus depósitos si gustan. Olvidan que la contaminación no es una cuestión de libertad individual sino un problema común de salud pública.
Madrid, como Barcelona, España y Europa, tiene un problema con los coches, especialmente con el diésel: emite óxidos de nitrógeno y partículas sólidas que agravan las alergias y las probabilidades de cáncer de pulmón, entre otras afecciones. Las muertes atribuibles a la contaminación del aire se calculan en 200.000 al año. El tabaco causa un millón y el alcohol, 600.000.
La Unión Europea, harta de avisar a España, abrió el año pasado un expediente por los altos niveles de polución de Barcelona y Madrid. En la capital, Ana Botella sabía que tocar el coche puede ser peor que mentar a la madre si lo traducimos al lenguaje de votos. Optó por silbar mientras miraba al cielo rezando para que lloviera o llegara el viento. Cuando actuó ya era tarde, y Madrid escupía niveles de polución incompatibles con el bienestar y la salud.
El Ministerio de Industria también ha elegido mirar al pasado en vez de al futuro y está defendiendo en la Unión Europea a los fabricantes de coches –en un ejercicio de luces cortas y utilitarismo– para que puedan seguir produciendo vehículos contaminantes sin rebajarles los límites. Dentro de un tiempo, toda esta política del automóvil nos parecerá algo tan salvaje como fumar en los colegios o en los ascensores. Un día nos echaremos las manos a la cabeza al pensar que las ciudades estaban pensadas para la convivencia de personas y máquinas sucias y que se consentía –y se incentivaba– el diésel, el combustible más nocivo.
Los datos dicen que cuando hay más dióxido de nitrógeno en el aire –proviene sobre todo del tráfico– hay más problemas respiratorios y aumentan los ingresos hospitalarios un 42%. Los negacionistas se apresuran a minusvalorar el riesgo y a rebatir que, al fin y al cabo, vivir mata. Olvidan el drama personal y el gasto sanitario de arreglar lo que antes hemos estropeado. Quizás porque “lo que no se ve no existe” desprecian las partículas venenosas que conviven con nosotros.
El tráfico desmesurado en las ciudades ejemplifica nuestro autoboicot como especie. El progreso tiene costes pero ignorarlos y soslayar una solución tiene más. Como dicen los negadores de la ecología, de algo hay que morirse y la Tierra aguantará lo que le echemos. Efectivamente, lleva en pie 5.000 millones de años en los que ha superado glaciaciones, calentamientos, maremotos o tormentas solares. No es que la estemos matando, es que estamos destruyendo las condiciones que nos resultan necesarias a nosotros para vivir en ella.