El Consejo General del Poder Judicial: del suspense al “gore”
Por cansina tradición anual escribo una vez más sobre el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), su designación y algún “fleco” más. Y, como siempre me ocurre con este tema, cerrarlo, guardarlo y enviarlo me genera cierto vértigo, pues en pocas horas pueden ocurrir hechos relevantes que vayan a dar al traste con lo escrito. Como puede perfectamente ocurrir también en esta ocasión.
Esto del CGPJ, como todo el mundo sabe ya, es tema complicado de resolver pero relativamente sencillo de comprender. Y es que sigue habiendo dos cuestiones a zanjar: de un lado, la de siempre, la histórica, la del modelo de su designación y, de otro, la coyuntural, aunque demasiado prolongada en el tiempo, de la urgente renovación de un CGPJ caducado hace tres años y medio. Bueno, caducado e inoperante, en parte porque se le han limitado legalmente sus competencias para determinados nombramientos y, en todo, porque nadie es operativo en una situación de prórroga agónica y de patética exposición mediática y ciudadana.
Eso, para empezar. Sin olvidar que, si se discute sobre el “modelo” de designación de los vocales judiciales del CGPJ es, realmente, porque el sistema actual ha materializado todos sus potenciales males. Ciertamente, el modelo determinado por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1985 –LOPJ–, calificado de “legitimidad democrática” por ser designados parlamentariamente los 12 vocales judiciales, ha resultado un auténtico fiasco. O, más bien, ha sido la encarnación de todos aquellos peligros de los que ya el Tribunal Constitucional advirtió en 1986, esto es, la contaminación de la justicia por la lógica del Estado de partidos con el riesgo de que las Cámaras, “actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyan los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos”, para lo que se recomendaba “mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial”. Riesgos materializados plenamente en los más de treinta años de vigencia de esta norma.
Y, frente a ese modelo, está el otro, el que se califica de “legitimidad corporativa”, o sea, el de elección de los 12 vocales de procedencia judicial entre la propia carrera judicial, sistema que rigió entre 1908 y 1985, sin lograr “despolitizar” este órgano, pero que, con las correcciones propias de un sistema proporcional, podría volver a intentarse.
Es claro que hay también intención de situar “políticamente” uno y otro modelo: la sola apelación a “democracia” en un modelo y a “corporativismo” en el otro es suficiente para ilustrar las diversas posiciones. Algo que es profundamente incierto, toda vez que ambas posturas son compartidas transversalmente por “los unos” y por “los otros” –bastaría para constatarlo leer los debates que sobre la cuestión hay en mi asociación, Juezas y Jueces para la Democracia–. Pero, en todo caso, es cuestión que habrá de resolverse, habida cuenta de los reiterados pronunciamientos en tal sentido de, entre otros, el Grupo de Estados Contra la Corrupción –GRECO–, órgano dependiente del Consejo de Europa, y la propia Comisión Europea.
Mi opinión, he de confesarlo, ha variado con el tiempo, por razón de mi más que negativa experiencia de un CGPJ copado por opciones partidistas: silencios de este órgano ante ataques claros a la independencia judicial –desde la década de 1980 hasta ahora, siendo el último el de la negativa a tutelar el amparo solicitado por el magistrado De Prada por los ataques del ABC–, siendo así que la función principal del CGPJ es, precisamente, la defensa de la independencia judicial; mimética asunción de las posiciones de los partidos que han propuesto a los distintos vocales y su falta de criterio autónomo, al menos en apariencia, a tenor de los debates y decisiones.
Y a ello se añade ahora la patética situación de un CGPJ caducado –y caduco–, ante la incapacidad de los grupos parlamentarios de llegar a acuerdos para la designación de sus miembros –judiciales o no–, con independencia de la mayor o menor responsabilidad de cada uno de ellos, aunque mayor, en estos momentos, del PP.
De un lado, es bien evidente, como lo revela el anuncio de esperar la celebración de las elecciones en Andalucía –antes eran las generales u otras–, que la elección del CGPJ se sitúa en el marco de la coyuntura política y a expensas de esta.
Sin olvidar que los procesos anteriores de designación y el frustrado actual han dejado a la luz todos los vicios posibles, pues, de un lado, se produce un “reparto” numérico o de cuotas de los veinte vocales a designar, sean judiciales o no, entre varios grupos parlamentarios – o partidos, mejor dicho – y, de otro lado, ni siquiera se produce la intervención de tales grupos parlamentarios sino, realmente, la de los líderes de los partidos mayoritarios, con lo que también quiebra la llamada “legitimidad democrática”, por más que luego tales decisiones se ratifiquen o “bendigan” disciplinadamente en las cámaras.
A recordar “detalles” tan ilustrativos como el ocurrido en 2018, en el marco del inacabado proceso de designación aún pendiente, en el marco del cual se produjo el tremendo mensaje del senador del PP, Ignacio Cosidó, sobre el control que, supuestamente, ejercería el magistrado Marchena sobre la Sala de lo Penal de Tribunal Supremo cuando fuera designado presidente del CGPJ.
Despropósito tras despropósito, hasta la situación que ahora vivimos, en la que es difícil imaginar una mayor deslegitimación social, incluso de la propia función judicial, que la que se está produciendo. Y es que, se quiera o no, nos hallamos ante un proceso irremediablemente viciado.
Y el último episodio es, realmente, impactante. Porque, este CGPJ interino, en funciones, caducado, caduco… que no puede nombrar cargos judiciales, podría, en adelante –bueno, para esta ocasión– designar dos magistradas/os del Constitucional. Recordemos que la Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, modificó la LOPJ para que el CGPJ en prórroga no pudiera hacer nombramientos. Y lo hizo con los siguientes argumentos –que ya en su día puse en cuestión–, explicitados en su Exposición de Motivos:
“No debe olvidarse que, en tanto máximo órgano de gobierno del Poder Judicial, el Consejo General del Poder Judicial es una pieza clave en el diseño institucional propio de nuestro Estado de Derecho. Y lo es, no solo por garantizar la independencia de quienes ejercen la potestad jurisdiccional, sino también por aportar legitimidad democrática al tercer poder del Estado.
De lo anteriormente expuesto se colige la necesidad de limitar las decisiones adoptadas por un Consejo saliente, cuyos miembros han excedido el periodo constitucional de mandato. Así, facultades como la de proponer el nombramiento del Presidente del Tribunal Supremo, de los Presidentes de las Audiencias, de los Tribunales Superiores de Justicia y la Audiencia Nacional, de los Presidentes de Sala y los Magistrados del Tribunal Supremo o de los Magistrados del Tribunal Constitucional, deben quedar excluidas del ámbito competencial del Consejo cuando este se encuentra en funciones.“.
Pues, miren ustedes, lo que en marzo de 2021 era así, ahora, en el verano de 2022 ya no lo es. O, al menos, no de manera absoluta, pues se pretende con la iniciativa legislativa del Gobierno que el Poder Judicial designe los dos miembros del Constitucional que le corresponden en esta renovación. Ya, ya sé que es por un “fin noble”, que es para que el Constitucional tenga una “composición progresista” –espero se entienda el sarcasmo–, pero, de verdad, hay que reflexionar profundamente sobre ello.
Porque, si el CGPJ carece, según el Gobierno y la mayoría parlamentaria que apoyó la reforma de 2021, de legitimidad democrática para realizar nombramientos, ¿por qué habría de admitirse tal legitimidad para algunas designaciones? ¿Por qué habríamos de considerar democrático lo que solo lo sería cuando conviene al Gobierno?
¿Y por qué se niega al CGPJ prorrogado legitimidad democrática para nombrar otros cargos judiciales, incluidos las/os magistradas/o del Tribunal Supremo? Porque lo cierto es que las vacantes no cubiertas en este órgano son ya demasiadas y demasiado el retraso que, por tal razón, se está generando en la resolución de miles de asuntos que la ciudadanía aguarda. Sin embargo, se ve que esto no tiene la trascendencia política inmediata que tiene la renovación del TC. ¡Lástima! La ciudadanía, siempre del lado perdedor.
Ciertamente, urge renovar el CPGJ, urge replantearse el sistema de elección de sus vocales judiciales, pero sobre todo, urge que nos dotemos de un sistema eficaz que permita resolver los gravísimos problemas de la justicia, dar respuesta cabal y adecuada al derecho humano –que lo es– a la tutela judicial efectiva y a un proceso sin dilaciones indebidas y dada por órganos realmente independientes.
No es responsabilidad directa de las actuales vocales del CGPJ su renovación ni la determinación de sus competencias, claro está, sino de los grupos parlamentarios y del Parlamento en su conjunto. Pero, en todo caso, es lastimoso contemplar el papel de los 20 vocales –ahora ya 18, tras una jubilación y el muy triste fallecimiento de Victoria Cinto– y del presidente, manteniéndose en el cargo con unas competencias muy disminuidas y en esta situación agónica, lo que los hace responsables indirectos, pero imprescindibles, de esta situación.
Y más aún en este escenario tan esperpéntico, en el que un día no tienes legitimidad y al otro día sí, para unas cosas y no para otras… ¡Qué desdoro! En serio, por la dignidad del propio Poder Judicial –si es que queda algo–, por la de quienes ahora lo encarnan, por la necesidad de evitar una aún, si cabe, mayor deslegitimación social de este órgano, ¡déjenlo ya! Márchense ya, háganlo a una… y que lo arreglen quienes están constitucionalmente llamados a hacerlo.
Lo dicho al inicio, hemos pasado del “suspense” al “gore”, esto es, de un suspense razonable – incluso interesante y sugerente para el debate— a otro tan excesivo, inoportuno y oportunista, que resulta cómico, patético y ridículo, con escenas y contenidos inverosímiles e imposibles de explicar desde la razón democrática.
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