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La crisis convierte en irregulares a inmigrantes que llevan años en España

Lydia Molina / Lydia Molina

Felicidad y Gilda viven en un tablero de parchís en el que, si trabajas, avanzas hacia la casilla de la documentación y, si te quedas en paro, te mandan a la casilla de salida otra vez. Ambas saben lo que es vivir con la tranquilidad de llevar un permiso de residencia en la cartera, pero también lo fácil que resulta perderlo, como le acaba de ocurrir a Felicidad. Ella, boliviana de 51 años, lleva ocho en España trabajando, aunque no siempre de manera regular. En este tiempo, ha pasado por infinidad de casas como trabajadora doméstica: ha limpiado, cocinado, y cuidado niños y ancianos. “Todo lo que me ha tocado hacer”, dice.

Le cuesta llevar la cuenta de los sitios en que ha estado. “Hay lugares en los que no me han pagado y lugares en los que no me han tratado bien. Es fácil abusar de una cuando no tiene papeles”. La mente de Felicidad es su mejor calculadora, guarda todos los meses cotizados: febrero, más marzo, más abril, más agosto... Una suma incompleta con la que no consigue alcanzar el periodo mínimo de cotización que necesita para renovar su permiso de residencia, que perdió en enero. more

La burocracia que rodea a todo lo que tenga que ver con la documentación y la falta de información son una barrera  que mantiene bloqueados a los inmigrantes. Solo para poder renovar la tarjeta que autoriza a residir y trabajar en España hay que haber trabajado seis meses por cada año desde la última renovación y un contrato de trabajo, o haber trabajado tres meses por año (si no fue el inmigrante el que abandonó el empleo) y un contrato en vigor, o seguir trabajando en la misma empresa con la que se obtuvo el permiso, o estar cobrando el paro...

Todas estas ecuaciones se traducen en una fórmula muy simple: si no hay trabajo, no hay papeles y si no hay papeles, no hay trabajo. Difícil para un sector de la población en el que el paro supera el 36%, casi 15 puntos superior a la de las personas de nacionalidad española (PDF).

Es una larga hilera de casillas por sortear para personas como Gilda, peruana. Su meta es diciembre, el mes en el que tendrá que renovar el permiso. Si eso no ocurre, caerá como Felicidad, en la ‘irregularidad sobrevenida’, que es como se llama la pérdida de documentación por falta de empleo. Lleva un año sin trabajar, ni con contrato ni sin él. Desde entonces, Gilda se ocupa de sus tres hijos mientras su marido pasa la mitad del mes fuera de casa. Hace cinco años, dejó su empleo como profesora de primaria para trasladarse a España y reunirse con él. Su autorización, la de reagrupación familiar, solo le permitía residir, no trabajar (actualmente estas personas sí pueden hacerlo). Consiguió cambiar de modalidad para poder encontrar un empleo, pero esa decisión ha hecho que desde entonces su permanencia dependa de la cotización en la Seguridad Social.

Pensó que había encontrado cierta estabilidad cuando empezó a cuidar a una señora mayor. “Una familia me contrató verbalmente. Dijeron que el contrato era real y que tenía todos mis derechos y yo no exigí ver el contrato por escrito. A los once meses de trabajo quise pedir mis vacaciones y me dijeron ‘perfecto, cuando quieras’. Creí que después de un año serían remuneradas y me dijo que no, que no era millonaria. Yo fui confiada, me faltaba información. Debería haber reclamado pero una no sabe qué hacer”, se lamenta.

Para Gilda, esta es una muestra más de que la mujer inmigrante es más vulnerable. “Una gran parte de las mujeres inmigrantes trabajamos en casas, donde es más fácil que exista la discriminación. En el trabajo doméstico hay menos control y los abusos quedan más ocultos. Trabajamos por la situación de los papeles, donde la mujer española no quiere y mucha gente que nos contrata sabe que estamos en una situación en la que es difícil quejarse”. Muchas mujeres, sin documentación o en riesgo de perderla, aceptan pésimas condiciones laborales porque saben que en su estado las alternativas son escasas o nulas.

Fin del retorno voluntario

La desesperación de la cuenta atrás en la que se ha visto envuelta le ha llevado a pedir información sobre el retorno voluntario, un programa con el que el Gobierno facilitaba la vuelta a su país a los inmigrantes que no tienen recursos para hacerlo. El año pasado se acogieron a este plan 2.119 personas, pero este año se ha suspendido por falta de fondos se ha suspendido por falta de fondos, según confirmaron Cruz Roja y la Organización Internacional de Migraciones hace unos días.

Entre los planes de Gilda está irse acompañada de sus hijos, dejando aquí a su marido. “Los niños no quieren irse porque aquí está su vida después de cinco años y soy yo quien estoy tirando con ellos”, dice en un susurro mientras el mediano prepara la merienda en el cuarto de al lado. Ante todo, su principal objetivo es evitar caer en la irregularidad. “No quiero quedarme sin documentación. La situación está complicada y quienes no la tienen están siendo perseguidos y maltratados en los centros de internamiento. Yo no quiero llegar a eso”.

Gilda quiere evitar, aunque el sacrificio sea enorme, encontrarse en la situación de Martina (nombre ficticio), de República Dominicana, quien llegó a España sin documentación hace un año y dos meses. Como ella, según el padrón, hay más de 150.000 personas (hombres y mujeres que no proceden de Europa y que no tienen el permiso de residencia pero están inscritos en el padrón). Una cifra insuficiente para organizaciones como Cáritas, donde calculan que hay entre 400.000 y 800.000, debido a que los números oficiales no incluyen a la población extranjera que vive en España pero que no está empadronada ni registrada en documento alguno.

Martina vive gracias a la ayuda de sus compañeros del piso en el que tiene alquilada una habitación, de la que apenas sale. Dice que se siente “acorralada” cada vez que pisa la calle. “Es como una persecución. Casi no salgo de casa porque no sé qué puede pasar. Me da pánico cuando veo un carro de la policía. Nunca pensé en la vida que me iba a sentir así”. Aunque su principal preocupación es y será el trabajo. “Vine cuando murió el papá de mis hijos, para poder mantenerlos porque allí no podía, pero ahora no puedo hacer nada. No tengo ni para mí”. En un año y dos meses, solo ha tenido un empleo en el que cobraba 400 euros, sin contrato, con un horario de 18:00 a 2:00 de la madrugada y un doble turno los sábados y domingos. Cuando su jefa le dijo que debía trabajar más horas los viernes y perder su único día libre de la semana, lo dejó. “Todavía me debe el último mes”, asegura.

También sin sanidad

A la falta de acceso a derechos básicos como el trabajo o la vivienda se suma, el próximo 31 de agosto, la sanidad, como consecuencia del recién aprobado decreto que retira la tarjeta sanitaria a aquellos extranjeros que no cuenten con el permiso de residencia. No bastará con darse de alta en el padrón, como hasta ahora, por lo que solo podrán acudir a urgencias (excepto los menores y las mujeres embarazadas).

A Martina la empadronaron hacen dos meses, pero sabe que “después de lo que ha aprobado el Gobierno, la tarjeta no va a llegar”. Le asombra esa decisión porque “los inmigrantes que estamos sin papeles somos los que más intentamos no ir al médico. En el tiempo que llevo en España, solo fui por una alergia a urgencias”. La medida afecta a más de 150.000 personas, una vez más, sin contar a quienes no están empadronados. Felicidad reflexiona entre la indignación y la resignación, ella también perderá el derecho a la asistencia sanitaria después de ocho años trabajando en España. “He cotizado mucho tiempo y no me he beneficiado de nada. Por desgracia, ahora me he quedado sin trabajo, pero eso no es motivo para que no me dejen acudir al médico. No vine a España a vivir pidiendo, sino a trabajar. Quiero recibir lo que me corresponde y poder ir al médico es mi derecho”, asegura la mujer boliviana.

Martina lo resume en una frase: “Aquí en España, el que no tiene papeles, no existe”.

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