Criaturas del confinamiento
La última salida que hice antes de que se declarara el estado de alarma fue a la librería de Cris. En vista de lo visto, necesitaba el último de Mariana Enríquez, Nuestra parte de la noche. No sé si fue la mejor decisión. Pero aquí estoy, enganchadísima a esta huida del padre e hijo protagonistas hacia un mundo oscuro y desconocido. Es un tocho y eso me reconforta, no quiero quedarme sin lectura durante las noches de insomnio recurrente.
La primera medida contra el coronavirus fue suspender la asistencia a clase en todos los ciclos educativos. Nuestro primer conato de acción de protesta fue al día siguiente y en favor de las educadoras de la escuela municipal de nuestro hijo. En cuanto supimos que estaban en capilla de un ERTE debido a la amenaza de impago del Ayuntamiento. Indignados por la falta de reconocimiento del primer ciclo de educación infantil y por la situación vulnerable en que esto dejaba a las personas que, muchos días, pasan más tiempo que nosotros con nuestras criaturas, preparamos una carta de apoyo desde la AMPA. Esa falta de respeto hacia la infancia sería la primera de muchas de las que se habrían de producir en esta crisis.
Eso fue hace un siglo. Es decir, hace una semana y media. Cuando aún éramos capaces de atender cuestiones con diligencia, todavía llenas de ese brío habitual en la Otra Vida. Luego vendrían el shock, la ansiedad, la sensación creciente de irrealidad, el cansancio, por fin, el miedo. A día de hoy, la Escuela sigue esperando una resolución. Y ahora somos nosotros quienes, probablemente, recibamos en breve nuestra propia suspensión de empleo. A todo confinado le llega su ERTE o el demoledor horizonte laboral del comienzo de los años veinte.
Una de mis escritoras favoritas, Flannery O’Connor, murió de lupus a los 39 años. La última década de su vida la pasó confinada en una finca del estado de Georgia llamada Andalusia. Su madre se ocupaba de todo mientras ella escribía.
En este confinamiento yo soy la madre, no la escritora. Mi hijo tiene 19 meses y está en la fase que sucede nada más adquirir la destreza de caminar y que, al parecer, se llama movimiento continuo. Así nos lo explicó Laura, su educadora, en la reunión que tuvimos justo un día antes de la suspensión de las clases. Llovía ese día en el exterior, lo recuerdo, en la Otra Vida la lluvia te mojaba.
A otra de mis escritoras favoritas, Eudora Welty, la epidemia de gripe de 1918 le impidió irse a trabajar a Nueva York y la obligó a quedarse en su tierra, lo que la convertiría a la larga en una de las mejores escritoras de lo que se conoce como gótico sureño.
Los primeros días de encierro, mi hijo estaba feliz, porque cada vez que se despertaba, ya fuera por la mañana o de las siestas, su padre o yo, o incluso, ¡abracadabra!, los dos, seguíamos allí. Yo también era feliz, sin la sensación de culpa que solía tener en la Otra Vida por dejarlo demasiado tiempo en la escuelita siendo tan pequeño. Las criaturas pequeñas necesitan cerca a sus progenitores, las madres y padres trabajadores necesitan a su vez las escuelitas cerca. Ecuación irresoluble dentro del teorema de nuestro orden social. Hoy me da la impresión de que ha engordado –no sé en qué momento de esta semana obtuvo acceso franco a la lata de galletas– y de que tiene en la mirada algo triste. Va a veces a la puerta y la golpea, otras va al carrito y juega con las correas. Se ha convertido, por momentos, en un bebote sedentario. Otro oxímoron.
Oigo decir a una tertuliana que al menos nosotros (ellos) no vivimos en casas de 50 metros cuadrados. Yo y mi familia vivimos en 50 metros cuadrados. Y aún somos afortunados porque nuestra casa está enfrente de un parque, tiene luz natural y corrientes cruzadas. Además, yo tengo una vocación, la escritura, que mal que bien puedo seguir desempeñando en casa. La escritura y la maternidad contemporánea te entrenan para el aislamiento. Es decir, que tal vez juego con ventaja. Mi hijo, no. Por la tardes le pongo un jersey gordito, abro todas las ventanas y paso “mi turno” jugando con él. Su padre y yo, después de cambiar todos los muebles del salón y de sacar la cuna de nuestra habitación para poder meter el escritorio y poder cerrar la puerta, hemos establecido horarios de trabajo para poder rendir algo, y sentirnos mejor.
Mantener el ritmo. Esa parece haber sido la máxima preocupación de toda la gestión de esta crisis. Que no decaiga el rendimiento. Claro, dependemos de él para nuestra supervivencia. Pero no solo. A veces pienso que también somos una sociedad adicta a él, y cada vez en más ámbitos. Generando contenidos, produciendo, cada cual en su esfera, privada ahora toda pero pública gracias a las redes. No quiero hacer más actividades Montessori con mi hijo, sobre todo, no quiero sentirme mala madre cuando no las hago. Dejad de crear listados de actividades. Lo que quiero es seguirle en su aburrimiento cósmico, donde percibo que hay una clave para salir de este atolladero histórico. Quiero dejar de hacer. Y que nos paguen por esto, por cuidar. El Titanic del productivismo se ha dado de morros contra la base reproductiva del iceberg que siempre señala la economía feminista. Pero la orquesta tiene que seguir tocando.
La tercera de las tres (mal llamadas) “damas” del gótico sureño norteamericano, junto con Flannery O'Connor y Eudora Welty, es Katherine Anne Porter. Pasó dos años confinada en un sanatorio con un diagnóstico de tuberculosis, estancia durante la cual decidió que se convertiría en escritora. Pero esto no es un enclaustramiento en el que pensar y tomar decisiones mientras el mundo sigue esperando ahí fuera. Esto es un colapso mundial. ¿Cómo se podrá escribir desde aquí, después de esto?
Evito escuchar los audios que llegan por WhatsApp, no abro vídeos, tengo suficiente con escuchar los relatos de quienes sí lo hacen. A tan solo seis paradas de metro de aquí, Hospital 12 de octubre, hay un infierno en forma de urgencias y cuidados intensivos. Cuesta imaginarlo desde el silencio y esta sordidez del aire súbitamente limpio de Embajadores.
Espero religiosamente las comparecencias, tanto las del presidente como las del Comité Técnico. Siento que la infancia queda fuera casi totalmente de todas ellas. Le pregunto a un amigo programador si es posible analizar el contenido de los discursos de Pedro Sánchez y Fernando Simón haciendo un conteo de las palabras que han utilizado. Los resultados son demoledores, de una de las comparecencias: medidas, 37 veces, empresas, 28, infancia 1. Del Real Decreto: necesidades, 11 veces, menores, 1. No quiero que me llamen madre irresponsable por denunciar lo que creo que es un derecho vulnerado, el de la infancia, y el de otras muchas personas con necesidades específicas en esta situación. Sé que nuestros dirigentes tienen hijos. Apuesto a que también tienen casas con jardín. Esto lo dice mi yo cabreado. El mismo que observa anonadada cómo multitud de personas son obligadas a ponerse en riesgo personándose en unos puestos de trabajo probablemente prescindibles. Que no decaiga el rendimiento.
Otro yo, consciente de la gravedad de la situación y siguiendo la lógica de Sanidad, según la cual considera a las criaturas como potenciales contagiadoras, comprende que se tenga miedo a flexibilizar alguna de las medidas de confinamiento. La escalada de muerte y contagios es tan vertiginosa que parece fuera de lugar pedir esa revisión ahora. Pero habrá que hacerlo si esto se alarga. No sabemos bien cómo les puede afectar este confinamiento. Tampoco sabemos cómo sería implementar otras medidas en un país que parece solo obedecer la prohibición extrema y las medidas punitivas. Pero nos indigna, y aquí hablo en plural, porque es una preocupación compartida con otras muchas madres, que no se los nombre. Que no se contemplen sus necesidades. Su salud.
Quisiera haber escrito algo alegre, bello y esperanzador. Con sentido. Que incluyera las palabras aprendizaje, o parar, o redescubrir. Solo me ha salido esto, escrito con calambres en los tobillos debido a la falta de movimiento continuo, de paseo, de caminar. Sigo con Nuestra parte de la noche, que ahora mismo no es poca. Seguiré engañando al insomnio leyendo a Mariana Enríquez. Ya he empezado a soñar con espacios abiertos.
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