¿Y si la crisis catalana acaba con Rajoy?
Lo que va a ocurrir el 1 de octubre, en Cataluña y en la política española, es un misterio. Pero es muy llamativo que, al menos por lo que dicen los sondeos, esa incógnita no parezca preocupar significativamente a la mayoría de los ciudadanos españoles. No porque no les importe el asunto, que les importa y mucho, sino porque el que más o el que menos debe creer que por mucho ruido que haya al respecto, esa fecha no va a cambiar mucho el estado de las cosas en torno a esa cuestión.
No es una sensación casual, sino que ha sido inducida por una larga y formidable campaña de propaganda oficial destinada a reforzar la idea de que Mariano Rajoy tiene la sartén por el mango y no va a permitir que nadie se la quite. Pero esa idea es falsa.
Soraya Sáenz de Santamaría acaba de confirmar esa estrategia del Gobierno. Hace pocos meses rayó el ridículo cuando su añagaza de negociación con el Govern catalán no fue más allá de algunas conversaciones que no condujeron a nada porque la vicepresidenta no tenía nada que ofrecer. Tras fracasar aquella operación de imagen que gustó muy poco a los sectores del establishment catalán que rechazan la independencia pero que esperan que Madrid haga algo por evitar el choque de trenes, ahora la señora Santamaría vuelve a escena diciendo que ya nadie piensa en lo que puede ocurrir el 1 de octubre, sino que todas las miradas están puestas en lo que se puede hacer el día después.
Así, de irresponsabilidad en irresponsabilidad se va acercando la fecha de marras. El gobierno español se prepara para la misma estrechando el cerco legal e institucional en torno a los independentistas, reduciendo al mínimo el espacio del que estos puedan disponer para llevar a cabo una consulta. “No habrá un segundo 9 de noviembre”, repiten los portavoces de La Moncloa, sin añadir que este se produjo porque el Gobierno solo entendió a toro muy pasado la envergadura de aquella iniciativa y esperó a que se desatara la furia del centralismo y de la ultraderecha para poner en marcha la máquina represiva contra sus convocantes.
Pero una repetición de una consulta de ese tipo sigue siendo perfectamente posible y, aún más, es el escenario más probable. Porque quienes pueden propiciarlo, y a la cabeza de ellos el presidente Puigdemont, no han expresado la más mínima duda, sino todo lo contrario, sobre su intención de llamar al pueblo de Cataluña a expresarse en las urnas en la fecha anunciada. Y aun arriesgando mucho, el que más el president mismo, tienen medios para hacerlo.
Por si alguien lo ha olvidado, el independentismo es el movimiento político más fuerte de Cataluña. No es homogéneo –sus componentes no tienen ambiciones y estrategias políticas coincidentes, ni mucho menos–, tiene la mayoría del Parlament solo gracias a una alianza con la CUP que amenaza con romperse cada dos por tres y tiene enfrente a partidos políticos, que aun manteniendo posiciones distintas o incluso muy distintas entre sí, representan a casi la mitad de los votantes catalanes.
Pero no tiene más remedio que mantenerse firme en su espíritu fundacional y cumplir, de la manera que mejor pueda, los compromisos que ha establecido con los millones de ciudadanos que muy activamente han sostenido la opción independentista y que todo indica que siguen en esa misma postura. Es extraordinario que en un país moderno, como se supone que es el nuestro, los medios de comunicación, con alguna excepción puntualísima, no cuenten ni de lejos esa realidad. Para que los españoles sepan qué es lo que se está jugando y quienes y cuantos son los que están jugando.
Deben de existir consignas muy tajantes al respecto. Como si alguna vez ocultar la realidad haya servido para anularla. El desprecio a la ciudadanía española ha alcanzado con esa maniobra uno de sus puntos más altos. Y no sirve de excusa que el independentismo practique una política de comunicación destinada obsesivamente a demonizar cualquier cosa que llegue de Madrid, a identificar la actuación política del Gobierno del PP con los sentimientos hacia los catalanes de la mayoría de los españoles.
Puigdemont y los dirigentes independentistas están en esa ola. Pero su razón de ser en seguir subidos a la misma mientras puedan. Y absolutamente nada indica que vayan a cambiar de actitud antes del 1 de octubre. Luego se verá. Dependerá de los resultados de esa consulta, en los números y en las consecuencias fácticas que ésta produzca. Pero antes de esa fecha solo una iniciativa negociadora de empaque por parte del poder central podría cambiar las cosas.
Y por mucho que lo estén pidiendo exponentes de toda suerte de “los otros catalanes”, los que no están por la independencia –que son muchísimos y de muy variados perfiles políticos y sociales– lo más probable es que esa iniciativa no vaya a producirse. Mariano Rajoy no sabe, no quiere y no puede ceder. La ultraderecha no se lo permitiría. Y, además, debe de creer que llevar las cosas al disparadero le conviene políticamente. Porque el PSOE no puede oponerse a la mano dura que él propone y eso le da un liderazgo que no tiene en otros contextos. Y porque debe de pensar que esa será su ocasión para dar el salto electoral que necesita.
Pero puede equivocarse de parte a parte. Si, con todas las cortapisas que sean, Puigdemont celebra su consulta, es muy probable que el independentismo no se eche para atrás el día después, diga lo que diga la señora Sáenz de Santamaría. Y menos si la represión se ceba sobre sus gentes. Lo más probable es que apriete el acelerador de su procés hacia una independencia imposible, pero que Madrid no podrá borrar del mapa sin actuaciones aún más contundentes, por ejemplo, la aplicación del artículo 155 de la Constitución o la supresión de la autonomía de Cataluña.
¿Puede España soportar sin desgastes terribles, económicos entre ellos, una situación como la que todo eso generaría? ¿Será capaz Rajoy de navegar en aguas tan turbulentas? Por el contrario, ¿será el desastre que entre el Gobierno de Rajoy y los independentistas habrán provocado la ocasión para que las demás fuerzas, españolas y catalanas, acuerden una salida alternativa, que sería apoyada por muchos catalanes y españoles? No puede descartarse.