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La crisis catalana obliga a impedir que Rajoy siga en la Moncloa

Carlos Elordi

Entre quienes tienen el privilegio de acceder a los medios empieza a ser un lugar común lo de decir que la crisis de Estado que ha provocado el independentismo catalán va a dar la victoria electoral a Mariano Rajoy el 20 de diciembre. Quienes así piensan creen que muchos electores hasta ahora indecisos se inclinarán por el PP porque el presidente del Gobierno está finalmente mostrando una talla de líder y también porque en una situación como la actual lo mejor es no hacer cambios. Pero los hechos, y no las opiniones, apuntan justamente hacia lo contrario: a que un auténtico líder habría actuado para evitar que las cosas llegaran al punto al que lo han hecho y a que el problema catalán es tan serio que lo que los españoles necesitan es un nuevo Gobierno para hacerle frente.

Aunque sus corifeos se llenen la boca de elogios a lo que Rajoy ha hecho y ha dicho desde que el Parlament aprobó la resolución independentista, la verdad es que no podía hacer otra cosa. Cualquier otro gobernante se habría visto obligado a actuar de esa manera. El texto cegaba cualquier posibilidad de negociación y solo podía provocar un rechazo sin paliativos por parte de las autoridades del Estado. La independencia solo se logra mediante un acuerdo o por la vía de las armas y no con declaraciones de dudosa solvencia política que pueden perfectamente anularse de un plumazo.

No tiene particular mérito que Rajoy haya decidido cumplir con su obligación, que era la de aplicar la ley ante lo que era poco más que una provocación insensata. Que solo se explica porque tras su formidable victoria electoral el independentismo ha descubierto que estaba profundamente dividido en su interior y que no tenía más remedio que hacer algo y rápido para tapar esa debilidad.

Cualquier valoración de la actuación del presidente del Gobierno que vaya más allá de eso es pura propaganda electoral. Como lo ha sido durante los meses pasados el eslogan de que una supuesta recuperación económica está arrumbando con todos los efectos de la crisis.

El otro mensaje, el de que la crisis catalana desaconseja cualquier cambio, es seguramente aún más indefendible. Se ha repetido hasta la saciedad, y las hemerotecas lo han demostrado sin resquicios, que la acción política del PP no sólo es uno de los motivos principales del crecimiento del independentismo catalán sino también de su exasperación. La presión de Rajoy, combinada con la de relevantes sectores del PSOE y la de las instituciones más centralistas, bloqueó el intento de Zapatero y de Maragall de renovar el estatuto de autonomía atendiendo al sentir mayoritario de la opinión pública catalana. Las acciones del gobierno del PP -desde el recurso contra lo que quedó de esa iniciativa al rechazo sistemático a cualquier entendimiento con la Generalitat, pasando por toda suerte de campañas anti-catalanistas, o anti-catalanas sin más- han rematado ese empeño en estos últimos cuatro años.

En uno y otro periodo Rajoy ha demostrado hasta la saciedad que su ideología al respecto es la de la “España una” que se suponía que la Constitución había disuelto para siempre. Y ahora este hombre dice, por activa y por pasiva, que él es que mejor puede hacer frente a un problema tan complejo y difícil, y seguramente insoluble de forma estable, como es el catalán. Cuando su mero nombre eriza la piel de la mayoría de los catalanes, votaran lo que votaran el 27 de septiembre. Los resultados electorales del PP en esa ocasión lo indican bien a las claras. Y lo sondeos indican que no ha dejado de perder adhesiones desde entonces.

Habrá quien crea que la anulación de la resolución independentista por parte del Tribunal Constitucional ha arreglado la cosa. Y que el espectáculo patético que está dando Artur Mas en su vano intento por mantener la presidencia de la Generalitat va a dejar sin fuerza al independentismo. Se equivocan de parte a parte. El movimiento tiene serias dificultades para consolidarse políticamente. Va sufrir traumas internos importantes y es aún muy difícil pronosticar cómo será su configuración final, que requerirá aún de tiempo, y de que se sepan los resultados de las elecciones generales en Cataluña, para conformarse. Seguramente sólo de manera provisional, además.

Pero la fuerza conjunta del independentismo va a seguir siendo muy grande en el futuro previsible. Y quien gobierne en Madrid va a tener que buscar fórmulas distintas que las aplicadas hasta ahora para evitar un conflicto abierto con ella. Porque, pasiones aparte, lo que está en juego es la estabilidad del Estado y con ella la solvencia de España misma y también de su economía. ¿Está alguien con un bagaje tan lamentable como Rajoy a la altura de ese desafío? Bajo ningún concepto. Es muy probable que durante las próximas semanas no se produzcan nuevos episodios de tensión extrema como los que hace poco se han vivido. Pero también es previsible que se produzcan más adelante. ¿Qué cabe esperar que haga Rajoy si éstos tienen lugar? ¿De qué servirán la mano dura y la acción soterrada de fiscales y policías cuando esos hechos se repitan una y otra vez hasta el desastre?

Está más claro que nunca que es necesaria una nueva política para hacer frente a la crisis catalana que es, cada vez más, una crisis de toda España. Y que más allá de fórmulas supuestamente milagrosas como la del diálogo, la del derecho a decidir o la de la reforma constitucional, lo que hace falta es voluntad política y capacidad de arriesgar. Que es lo que cabe esperar de los verdaderos líderes políticos en los momentos difíciles. Rajoy no tiene ni la una ni la otra. Lo que puede ocurrir en Cataluña es seguramente la razón más poderosa para no votarle el 20 de diciembre.

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