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Decadencia y caída de Televisión Española

Guillermo López García

Una de las cuestiones que, sin lugar a dudas, se hicieron bien durante los años de José Luis Rodríguez Zapatero en la Moncloa fue el desarrollo de un nuevo modelo para Televisión Española. No tanto por la ausencia de anuncios publicitarios cuanto por el desarrollo de unos servicios informativos de gran calidad y con apariencia de imparcialidad. Digo “apariencia de” porque no puede decirse que fuesen totalmente imparciales.

A la hora de la verdad, fuese por directrices políticas o –más probablemente– por las afinidades ideológicas de los trabajadores de la propia RTVE encargados de desarrollar los informativos, la verdad es que la visión del mundo que se ofrecía desde TVE tenía cierto sesgo favorable a los postulados que defendía el PSOE. Y no sólo en los informativos. Pero ese sesgo no era en absoluto escandaloso, ni suponía una merma significativa de la calidad y el prestigio de los informativos de TVE. Y no parece muy verosímil tampoco que proviniese de una estrategia global de manipulación orquestada desde el PSOE, como a veces podía escucharse en determinadas tribunas.

Y, de hecho, por eso la información de TVE, como medio de comunicación con gran credibilidad e influencia social, podía considerarse a la vez un ejemplo de gestión de los medios públicos y una seria amenaza para el PP: porque la manipulación que mejor funciona es la que no parece manipulación, bien sea porque resulte de muy baja intensidad o porque esté muy bien hecha (y era así en ambos casos). En cambio, cuando la manipulación es evidente y notoria, pierde eficacia. La pierde porque pierde seguidores y gana antagonistas, y sobre todo pierde influencia. El medio deja de ser un referente para convertirse en un estigma.

En ese sentido, cabe decir que el PP manipula muy mal. Al menos, en lo concerniente a TVE. Tan pronto como llegó al poder (apenas tardó unos meses), cambió el modelo anterior para volver a lo de siempre: un director general afín y una línea ideológica tal vez no tan escandalosa como la de Urdaci, pero desde luego muy evidente y previsible. El resultado lo tenemos a la vista: TVE está sufriendo un pronunciado, y al parecer inacabable, descenso de audiencia. En apenas dos años, La 1 ha bajado de un promedio del 15% al 10%. El Telediario ha sido superado, por primera vez, por Tele 5 y Antena 3. Y el histórico programa Informe Semanal sufre una debacle a la que el reciente cambio de horarios, postergándolo a la medianoche, le ha dado la puntilla, con una audiencia que no llega ni al 4%. Un hundimiento sin paliativos, y que además no parece tener fin.

Frente a esto, el PP podría haber mantenido, en esencia, el modelo anterior de televisión, respetando las cosas que funcionaban en TVE y a lo sumo adaptándolas, sutilmente, a sus intereses. Y con ello no sólo habría ganado credibilidad, sino que también habría tenido en sus manos una poderosísima herramienta para influir en la sociedad. Claro que todo esto, viniendo de un presidente que nos habla desde su plasma totémico, en el supuesto de que decida hablarnos, sin duda es mucho pedir. La cuestión es, exactamente, de qué le sirve una TVE así al PP. Cada vez de menos, conforme sus informativos pierdan audiencia, y dichas audiencias adquieran paulatinamente más homogeneidad ideológica, y también generacional (la del público, normalmente de más edad, que ve TVE por tradición).

La otra posibilidad es que en el PP piensen que TVE no les sirve de mucho. O que es un peligro por lo que llaman “el Comando Rubalcaba”, una serie de trabajadores de TVE afines al PSOE que, según denuncian desde las filas conservadoras, estarían conjurados contra el PP y urdirían todo tipo de maldades, con Rubalcaba en la sombra (¡hay que ver, Rubalcaba, lo mucho que se aplica para montar complejísimas conspiraciones siniestras, y lo mal que se le da llevar el PSOE!). O que el gasto que comporta la televisión pública resulta excesivo (esto último sin duda lo piensan).

En ese caso, el objetivo sería, directamente, cargársela. Deteriorarla tanto que al final la única solución sea venderla o cerrarla. O lo que se conoce como “el modelo Canal 9”, la televisión pública valenciana (también homologable al de Telemadrid). Con una deuda descomunal de 1300 millones de euros, que tuvo que asumir la Generalitat. Un ERE que despidió inicialmente a 1200 personas para que después, vulnerando las condiciones de su propio ERE, Canal 9 tuviera que recuperar a unos 200 trabajadores sin los cuales, sencillamente, no se podía asegurar la emisión (el ERE comienza a juzgarse ahora en los tribunales). Con audiencias inferiores al 4% y escasísima influencia social desde hace años. Un modelo que ha acabado dando paso a la externalización de parte sustancial de la programación, que a su vez puede terminar muy rápidamente si la justicia obliga a readmitir a los trabajadores despedidos en el ERE. En tal caso, dice la Generalitat Valenciana, “no tendrán más remedio” que cerrarla directamente.

Pero suponer que detrás del deterioro de Canal 9 hubo una intención consciente, un plan a largo plazo, sería ignorar la realidad, que era mucho más previsible y cortoplacista: la TV se gestionó mal porque era empleada como agencia de colocación y como fuente de contratos para productoras de televisión afines; porque servía para pagar algunos de los caprichos más notorios de los gobernantes valencianos, como la visita del Papa Joseph Ratzinger en 2006 o los contratos de la Fórmula 1 con Ecclestone; y porque los informativos siempre fueron de una parcialidad evidente, a veces hasta grotesca. Es decir, que se gestionó muy mal, y punto. Pero no para conseguir maquiavélicos objetivos futuros, sino porque, sencillamente, ni supieron ni quisieron hacerlo de otra manera.

Es más o menos lo mismo que está pasando ahora con TVE. Un deterioro acelerado que se deriva de una visión, tan mezquina como limitada, de los medios públicos como herramientas al servicio del poder que manda sobre ellos en cada momento. Un deterioro cuyo único consuelo es que, al menos, no se pueden permitir combinarlo con el aumento descontrolado del gasto, por razones obvias. Pero que puede desembocar finalmente en la privatización (total o parcial) de la televisión pública, con el pretexto de quitarse el muerto de encima, y con el argumento añadido, este sí totalmente perverso, de que “total, con lo mala que es… ¡si no la ve nadie…!”.

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