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Decíamos ayer...

Una sanitaria traslada a un paciente en la zona limpia de COVID-19 del Hospital Gregorio Marañón de Madrid. EFE/Mariscal/Archivo

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Comenzaba el último artículo, antes de las vacaciones, recordando que primero la euforia resolutiva, luego la negación reconfortante, después el señalamiento indignado, seguido de la negociación a la baja y finalmente, cuando ya no queda más remedio, la aceptación, acostumbran a conformar las fases más repetidas en el proceso de gestión de un problema público. Asumíamos que era humano e inevitable pasar por tales estadios y que lo realmente relevante residía en cuánto tiempo se pierde en tal tránsito hasta asumir la cruda realidad.

En aquellos días, finales de julio, frente al centenar de rebrotes que afrontábamos, viajábamos a caballo entre el señalamiento de algún culpable que no fuéramos nosotros y la negociación con la realidad. Hoy seguimos más o menos ahí, aunque ya nos ocupa más tiempo negociar qué parte de la realidad se corresponde con un tsunami y qué parte tenemos totalmente bajo control. La diferencia reside en que, ahora, superamos el millar de rebrotes, hemos perdido otro mes y seguimos sin asumir el esfuerzo imprescindible para saltar directamente a la aceptación del drama que se nos viene encima.

No sé ustedes, pero cada vez que escucho a algún responsable político o sanitario explicarnos, con cifras muy contundentes, cómo no estamos, ni de lejos, en la situación de abril o mayo, no puede dejar de recordar que ese tipo de pensamiento reactivo nos llevó al estado de alarma y a ir siempre por detrás del virus. Tras seis meses de pelea con el COVID-19, tras haber demostrado todos que, ni los demás eran tan incompetentes, ni ellos tan hábiles y decididos en la gestión, demasiados entre nuestros responsables y autoridades continúan empeñados en competir y señalarse, en vez de hacer lo único inteligente y que ha demostrado su eficacia: cooperar.

No podemos seguir corriendo por detrás de los indicadores, ni esperar a que se nos acaben los trucos disponibles con las cifras. No podemos esperar a convertirnos en el primer país de Europa en contagios y enfermos, para dejar de ser uno de los países de la UE que menos ha invertido en contener la pandemia y en fortalecer su sistema sanitario.

Podemos cambiar la ley las veces que queramos, perseguir a los fumadores hasta arrojarlos a la clandestinidad o lanzar legiones de municipales sobre los jóvenes y sus fiestas; al final, siempre aparecerá el elefante del que nadie quiere hablar. Lo decíamos ayer aquí y es debido repetirlo hoy, debemos duplicar urgentemente la inversión y los recursos en la atención primaria y los sistemas de detección y rastreo. No podemos seguir gestionando los rebrotes al bulto y esperando a ver qué pasa. La suerte favorece a los audaces, no a los estúpidos.

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