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Cómo derrotar al Rumpelstiltskin nombrándolo

Vista de un cartel de rechazo a la violencia contra las mujeres en una fotografía de archivo.
24 de junio de 2023 22:29 h

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En el cuentito ‘Rumpelstiltskin’ de los hermanos Hermanos Grimm, un duendecillo chantajea a la hija de un molinero. La única forma de liberarse de su hechizo, y no tener que entregarle a su primogénito, es adivinando su nombre. La mujer dispone de tres intentos. En la última intentona lo descubre a partir de una canción escuchada en una taberna: Rumpelstiltskin. Y entonces el duende cae derrotado. Se enfurece y patea el suelo tan fuerte que se hunde hasta la mitad del cuerpo.

Bastante a menudo nombrar algo llena de poder a quien lo hace. Nombrar algo nos permite identificar de qué estamos hablando, pero más allá de eso, nos permite actuar en consecuencia. Porque para resolver un problema hay que definir el problema. Y para definir el problema hay que nombrar el problema. Si algo no tiene el nombre correcto, normalmente no obtendrá la solución correcta. Los nombres tienen que ver con el dominio. Los nombres tienen que ver con la propiedad. Los nombres tienen que ver con el control.  

Hasta que Lin Farley acuñó el término ‘acoso sexual’ en 1975, las mujeres no tuvieron las palabras necesarias para definir lo que les ocurría a manos de tantos hombres compañeros de trabajo. Hasta que en el año 2012 el FBI cambió la definición de ‘violación’, esta solo se consideraba como tal si incluía la penetración de un pene en la vagina. Con la nueva definición, con las nuevas palabras, se eliminó el requisito arcaico de que las víctimas debían haberse visto a manos de tantos hombres compañeros de trabajo.

Los abusos se mueven como pez en el agua en los silencios o las faltas de concreción lingüística. El lenguaje nunca es intrínsecamente neutral: se crea y se moldea con un determinado fin o propósito. Por eso es importante decir que una persona que maltrata a otra es un ‘maltratador’, una persona que viola a otra es un ‘violador’ y un hombre que agrede o abusa a de una mujer está ejerciendo ‘violencia de género’.

El término contiene el poder de la acción y la respuesta, el de ofrecer políticas concretas dada la especificidad de la violencia ejercida: el factor del control y la manipulación, la dependencia financiera, el aislamiento o la violencia física.

Cuanto menos específico es el lenguaje, más invisible se vuelve la violencia. Esto ocurre con el término ‘violencia intrafamiliar’, el marco impuesto por Vox y aceptado por el PP en la Comunitat Valenciana. La reducción de la violencia doméstica a incidentes discretos, pasionales, aislados, personales o íntimos es una forma de borrar las particularidades de la violencia de un hombre hacia una mujer. No nombrar la violencia de género deshace la experiencia común de las abusadas y maltratadas y tranquiliza la conciencia de los perpetradores diluyendo su acción en un concepto elástico.

Pero lo que quizá no saben en Vox o el PP es que las palabras son tan poderosas que se mantienen en el imaginario y en el tiempo aunque se intenten jibarizar o empobrecer. Puedes anular un derecho por medios legales, puedes renombrarlo o rebautizarlo, pero no puedes hacer desaparecer la creencia en ese derecho tan fácilmente. Las mujeres valencianas, y seguramente en más lugares próximamente, han perdido el derecho a llamar a la violencia de género como lo que es, pero no han perdido su creencia en que esta violencia existe y necesita ser nombrada. 

 

 

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