Hubo un día en el que vimos una tierra llamada libertad
La otra noche, el domingo, constaté que aquello no fue un sueño. Un programa en la 2 de TVE dedicado al cantautor, profesor, escritor y político aragonés José Antonio Labordeta, me permitió recordar que en aquella época decisiva fuimos valientes y luchamos por la democracia y la libertad. Y no es un sueño edulcorado: fue así, y de ahí que resulte tan incomprensible, como seres humanos simplemente, la pasividad y el acatamiento a la involución que estamos padeciendo.
La alabada y denostada Transición desde la dictadura tuvo pilares tan sólidos –aunque hayan pasado más desapercibidos para la historia– que por fuerza han de estar ahí para volver a ser soporte y levantarnos. Al menos como referentes. Ocurría que nos había ahogado la dictadura y nos importaba la democracia. ¿Qué ocurre ahora? ¿Que no se la ve peligrar o decaer a una calidad ínfima a pesar de los preocupantes síntomas? Es un asunto clave. Nada haremos saltando de rama en rama de los estímulos que oferta la confusión, si no nos asiste el convencimiento absoluto de querer y luchar por los valores fundamentales de la convivencia democrática, por la justicia y la honestidad irrenunciables.
En Aragón, un terreno casi despoblado con apenas 1.300.000 habitantes, mucha gente se apuntó a luchar por un futuro distinto, como estaban haciendo otras comunidades. José Antonio Labordeta fue el cantautor aragonés, de la tierra y las ideas. Raimon, desde la Nova Cançó catalana, nos ayudó a decir con voz alta y firme un NO rotundo. No al miedo, a la tiranía, a las injusticias. Lluís Llach explicaba que unidos, tirando unos de aquí y otros de allá, la estaca caería. Y, Raimon de nuevo, rememorando un 18 de Mayo en Madrid del mítico 1968, aportó una verdad concluyente: “El que ha sentido la libertad tiene más fuerzas para vivir”.
Quizás es lo que nos ocurrió a un gran número de españoles de aquella época. Tras padecer en el alma su ausencia, nos sentimos tan libres como para saber que eso es lo que verdaderamente importa. Les ha sucedido a muchos ciudadanos a lo largo de la historia. Y, desde luego, una vez que se sabe no sirven los remedos de libertad, ni la libertad tutelada, guionizada, encorsetada.
Vimos la tierra de Labordeta en la que ponía libertad, tuvimos ese privilegio ganado a pulso, bien es verdad. Con la fuerza de quererlo que ahora falta hasta para esfuerzos mínimos. El periodismo se abrió pasó desde antes que muriera el dictador. La revista Triunfo o Cuadernos para el diálogo y varios otros medios abrían ventanas que la dictadura cerraba. En Aragón fue el periódico Andalán. Con Labordeta también entre sus fundadores. Profesores, intelectuales –cuando pensar no estaba demonizado por la estulticia y la mediocridad–. No cobraban. Se solidarizaban en editoriales conjuntos, diciendo que lo habían escrito todos como en Fuenteovejuna, por si caía el secuestro y la condena. Eloy Fernández Clemente, su director, pasó por la cárcel. Comparen con el periodismo actual, amenazado también, más por la precariedad o por el miedo. Aunque no solo.
Y los políticos. Labordeta fundó con Emilio Gastón el PSA, el Partido Socialista de Aragón, que llevó un diputado al primer Congreso de la democracia. Al poeta Gastón. Para la campaña habían traído a Enrique Tierno Galván, a quien en 1977 llamaban ya “viejo profesor”, con 59 años. El que sería un alcalde (de Madrid) sabio, socialista, llano, auténtico, molde irrepetible. En la plaza de toros de Zaragoza proclamó la disposición de “servir al pueblo hasta la última gota de nuestra sangre”, dijo. Duro contraste con el momento político actual en donde vemos a líderes dispuestos a servir a sus intereses hasta la última gota de nuestra sangre, la de los ciudadanos.
Hay que ir por la vida muy ciego o atolondrado para no ver las gruesas cuerdas que mueven los intereses partidistas o personales. Las realidades y la propaganda. Las dianas y los pedestales. Esa fiesta que se apunta al follow the leader sin saber siquiera programas, financiación, ni equipos. A repetir elecciones porque casi cuatro millones de ciudadanos votaron mal –de izquierdas naturalmente, los demás están admitidos en el club–. La culpa la tienen cuatro millones de gilipollas (casi). Como escribe Jorge Armesto ¿A quién se le ocurre repetir elecciones tras ganarlas, para neutralizar a la izquierda desde presuntamente la izquierda? O a saquear las arcas públicas y la democracia, si se tercia, desde una triple derecha que trabaja para lo suyo. Y ¿cómo se asimilan las aparentes construcciones terroristas interesadas? Ver por uno mismo es esencial.
Decía Juana de Grandes, la sólida viuda de Labordeta, que las principales banderas rotas de José Antonio fueron el fracaso final del PSA y el cierre de Andalán. Pero, por el contrario, fueron un triunfo y un ejemplo. Como su paso por el Congreso para ser un diputado –esta vez por la Chunta Aragonesista– cercano, firme, infrecuente. Fueron aquellos años de la Transición muy difíciles. Baste decir que hubo más de 700 asesinados por la violencia política, de ETA, de la ultraderecha, de GRAPO, aunque la vicepresidenta Calvo, en una de sus versiones de la realidad, diga que, salvo ETA, fue una balsa de aceite. Hubo de abordarse además la tarea ingente de reconstruirlo todo. Y aun así –con todos sus defectos nacidos del tutelaje y alguna cosa más– echó a andar la democracia, y los derechos, el feminismo, el periodismo también, sí, hasta el de TVE, esencial en los cambios. Cierto que al final es el poder político, limpio o contaminado, quien decide en gran parte. No en toda. Quien pone o quita es el pueblo sobre todo cuando es sabio. No me hablen ahora de que se ahogan en un vaso de agua.
La batalla por la democracia nunca está ganada mientras existan intereses sin escrúpulos ajenos al bien común y no funcionen los diques de contención de sus abusos. Sin olvidar los que han de poner los ciudadanos afectados. Timoratos, constreñidos, resignados, vencidos sin resistencia, nada positivo cabe esperar. A pensar con criterio se aprende; a querer, no. Con rotundidad y desde el fondo de las entrañas, no. El convencimiento democrático no admite apellidos ni edulcorantes, atajos, posibilismos y males menores. Ese es el problema que no se entiende, que no se siente.
Esa tierra en la que ponía libertad, sí la vimos, limpiando parte del camino de siglos de destrozos contra ella. Y siempre ha habido, hay y habrá –esperemos– quien la empuje para que pueda ser. Pero para verla, como cantaba Labordeta, hay que levantar la vista; toda la cabeza, bien alta.