El dilema de Puigdemont
En un clima de incertidumbre general, los diputados de la nueva legislatura eligen este jueves la Presidencia y la Mesa del Congreso y se aprestan para el posterior debate de investidura del presidente del Gobierno. Una ceremonia democrática que, en tiempos ya idos –cuando la política se dirimía entre el PSOE y el PP con el apoyo ocasional de los nacionalismos vasco y catalán–, era poco más que un trámite, por muy acalorados que fuesen los debates entre las formaciones rivales. Cuando se llegaba a la votación de la Mesa del Congreso y al debate de investidura los acuerdos estaban cerrados, y la normal era que el partido ganador de las elecciones presidiera el Congreso y el Gobierno. Si se necesitaba del apoyo del PNV o de CiU, se negociaba con ellos, ya fuera un aumento de las partidas presupuestarias, una extensión de las competencias autonómicas –como hizo con especial generosidad Aznar– o el apoyo a un nuevo Estatut catalán, como se comprometió Zapatero en su primer mandato.
Esa época, añorada por algunos nostálgicos de la Transición hasta que Zapatero comenzó a desatar lo que se tenía por bien atado, terminó abruptamente por la irrupción en la escena política de Podemos y Vox, que puso fin al bipartidismo imperfecto vigente hasta entonces. Y por el creciente deterioro de la relación de Catalunya con el Estado español, sobre todo a raíz de la amputación del nuevo Estatut por parte del Tribunal Constitucional en 2010, que desembocó en la traumática declaración unilateral de independencia siete años más tarde.
El hecho es que Junts, el partido que tiene hoy la llave de la política española, es bien distinto a la extinta Convergència de Pujol pese a los lazos genealógicos que los unen: desconfía aún más sin cabe del Estado español y tiene mucho más acentuada la voluntad de independencia. Entre otros motivos, porque ha visto cómo, ante un problema de profundas raíces políticas como lo son sus pretensiones secesionistas y el referéndum de 2017, el Estado reaccionó con una fuerza desproporcionada contra los participantes en la consulta –al amparo de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, apoyada por el PSOE– y con una drástica activación del aparato judicial para perseguir a los organizadores del referéndum. Es cierto que la situación se ha apaciguado gracias a la apertura de vías de diálogo por el Gobierno de Sánchez, pero solo desde la ignorancia o la manipulación se podría afirmar que las heridas se han cerrado.
En estas circunstancias, puede ser comprensible la reticencia de Junts –también de ERC, aunque este partido ha mostrado una mayor disposición al acuerdo– a convertirse en el facilitador de la gobernabilidad del Estado español. Desde su residencia en Waterloo, donde lleva seis años enfrentando en los tribunales europeos las reclamaciones de la justicia española, Puigdemont ha transmitido que no tiene “ninguna confianza” en los partidos españoles y ha exigido “hechos comprobables antes de comprometer ningún voto” de Junts. No precisó cuáles son esos “hechos comprobables”, pero cabría imaginar que incluyen la aprobación de una amnistía general para los encausados por el procés –reconocidos juristas consideran que tendría encaje en la Constitución–, la superación del contencioso linguístico y la discusión sobre un nuevo Estatut que redefina el alcance de la nacionalidad catalana. Sobre el tapete está también el derecho de autodeterminación, un tema sin duda peliagudo. Algunos constitucionalistas lo ven viable si se modifica el marco conceptual, introduciendo un significado más flexible del término autodeterminación, pero ello exigiría algún retoque de la Constitución que resulta hoy imposible por cuanto necesitaría los votos del PP.
Pedro Sánchez ha lanzado en las últimas horas dos guiños públicos a Junts y ERC: además de proponer para la presidencia del Congreso a Francina Armengol, expresidenta balear que ha demostrado sensibilidad y buena cintura hacia los partidos independentistas, se ha comprometido a impulsar las lenguas cooficiales españolas en la Unión Europea. Quizá más importante que esos gestos sea recordar la virulencia de los ataques de la derecha y su artillería mediática, con el consecuente desgaste político, que tuvo que padecer el Gobierno progresista por indultar a los principales protagonistas del procés y modificar la normativa penal con el fin de derogar el delito de sedición y rebajar el de malversación.
Por supuesto que Junts está en su derecho de hacer valer, del modo que considere oportuno, el poder decisorio en la política española que le han dado las elecciones del 23J. Seguramente también lo están haciendo, a su manera, ERC y el PNV. Es lo que haría cualquier partido en una posición semejante. Tan solo EH Bildu ha comprometido su apoyo al bloque progresista sin contraprestaciones.
La encrucijada a la que se enfrenta Puigdemont no es, en todo caso, nada sencilla. Y de la respuesta que le dé dependerá en buena medida el futuro de su proyecto político en Catalunya. Quizá un buen número de militantes de Junts celebraría que diese un portazo en las narices a todo el establishment político español. Pero otros tal vez lamentarían que no aprovechara la ocasión para arrancar nuevas conquistas al Estado ante la constatación de que la independencia es un anhelo hoy irrealizable. Sobre todo si entre esas conquistas se cuenta una amnistía que beneficiaría no solo a los rostros visibles del procés, sino a cientos de militantes y cargos que también se encuentran encausados. Es de suponer que Puigdemont y su equipo habrán analizado todas las opciones.
Hay quienes sostienen que a los independentistas, en el fondo, les conviene tener gobernando en el Estado a la derecha, por aquello de que “los extremos se alimentan”. En la actual coyuntura histórica el “extremo” que debe realmente inquietar es la ola de extrema derecha que se extiende por el mundo y que está arrastrando en su delirio a los viejos partidos conservadores. Una derecha radicalizada y reaccionaria que en España encarnan el PP y su socio Vox, defensor del desmantelamiento de las autonomías y de una unidad excluyente de España, enemigo del fortalecimiento de las lenguas cooficiales, que ya ha avisado de que la siguiente aplicación del 155 en Catalunya sería “mucho más dura” que la de 2017.
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