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El efecto Le Pen puede conducir a La Moncloa

La candidata ultraderechista a la presidencia de Francia Marine Le Pen.

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El aparato ultraderechista español está enardecido. No es que necesiten de muchos estímulos para venirse arriba, pero utilizar el paso de su correligionaria Marine Le Pen a la segunda vuelta de las elecciones francesas les sirve para sus propios fines. Lo peor es que, con mejor o peor intención, los análisis olvidan puntos esenciales de este trágico momento. Trágico porque sí es cierto que los fascismos están al alza –y sobre todo impulsados sin complejos– aunque todavía cabe aprender de las lecciones que la realidad aporta a diario.

Lo más probable es que Marine Le Pen no llegue al Elíseo, no esta vez, pero lo primero a tener en cuenta es que el fascismo es una amenaza real. Su variante, el nazismo, bulle ahora mismo al son de la guerra. Porque el nazismo no trata solo de perseguir judíos, el nazismo es la supremacía de una nación sobre otra. El nazismo es la humillación de otras naciones. Y prohibir partidos políticos como se está haciendo en ambos bandos es nazi. Y saldar con la impunidad un golpe de Estado y cuarenta años de dictadura conduce a tener partidos políticos poco respetuosos con la democracia y lastrarla.

Francia intenta poner un cordón sanitario a Le Pen –volver a hacerlo–, España estrena su primer Gobierno ultra en Castilla y León auspiciado por el PP. La extrema derecha –marca blanca del fascismo, ya saben– tiene en España un poderoso aliado en numerosos medios de comunicación. Su labor de blanqueamiento ha logrado su propósito: normalizar una práctica ideológica que dista de ser normal y que todo demócrata auténtico rechaza sin fisuras. En España ya acaban de conseguir entrar en un Gobierno para, desde ahí, dinamitar derechos e incluso, como ya han anunciado, suprimir el Título VIII de la Constitución, las autonomías, para abrir brecha en cuanto piensan tumbar. Su colega Víktor Orban así lo hizo en Hungría y, con todo controlado a su gusto, ha vuelto a ganar. Aquí ciertos medios e informadores están entregados a la causa de antemano. Y se nota.

Las elecciones francesas aportan imprescindibles datos. Han dado un 6,6% de votos a los dos grandes partidos históricos, los republicanos y los socialistas, aquellos que colocaron a míticos nombres a la cabeza del país. La legislación gala no paga los gastos si no se alcanza el 5% y ambos se han quedado en cueros. Valérie Pécresse pide ayuda, casi llorando, porque se ha endeudado en 5 millones de euros de créditos a su nombre. Anne Hidalgo, la socialista alcaldesa de París, no llegó ni siquiera al 2%. Paga la debacle del partido que hace años, de la mano de Hollande y Manuel Valls, tuvo que vender hasta la sede.

Es un punto clave: el hundimiento de los partidos tradicionales. En España, el PSOE tiene fuerza y gobierna el país en coalición, eso sí, mientras el PP se está dejando absorber por Vox y manchas de trumpismo. Pero el futuro pinta mal para los partidos que no dan respuestas y en Francia esa tendencia es ya presente.

La periodista y varias veces corresponsal de TVE Anna Bosch dirigió un imprescindible reportaje sobre estas “Elecciones en guerra”. Merece la pena verlo y aprender, sobre todo los políticos, sobre todo los periodistas decentes. Jubilados de un pueblo al norte, tradicional feudo de la izquierda, dicen que no van a votar o cambiarán su voto: “Macron es para los ricos mientras que Marine Le Pen intentar hacer cosas para el francés medio”. ¿Cómo ha podido calar en ninguna cabeza semejante dislate? Los políticos de siempre les fallaron, dicen.

Un 30% de los franceses han comprado el discurso ultraderechista en plenitud, porque al 23% de Le Pen hay que sumar el 7% de Zemmour, todavía más extremista. Es lo que, precisamente, ha contribuido a dar la sensación (errónea) de una Marine Le Pen moderada. Y en la segunda vuelta aún puede tener más apoyos de gentes que no le hacen ascos a lo que ella representa.

Unos dicen que no oyen hablar francés en la calle o que están viendo desaparecer su país. Una fría xenofobia se expande entre quienes atribuyen a los inmigrantes las culpas de un orden social desequilibrado que se propicia y dirige mucho más arriba, en el propio capitalismo desbocado. Se equivocan de enemigos.

Chicas jóvenes airadas ante la “ideología LGTBI” o el feminismo, dicen, sembrando una gran alarma. Aunque siempre hay una Marie González, hija de españoles, militante de la Francia Insumisa de Mélenchon que se niega a aceptar que su país sea fascista y lucha. Mélenchon quedó a u punto y 400.000 votos de Le Pen para disputar la segunda vuelta. ¿Hablarían entonces del efecto Mélenchon? Para nada. Pero ni Francia, ni España son fascistas. No aún, aunque el aparato lo intenta con denuedo y a ese fin trabaja sin descanso. 

El tratamiento mediático de las elecciones francesas se resiente de la profunda manipulación que vivimos a diario. La insistencia en calificar a Mélenchon de “extrema izquierda” no es nada inocente. Nada. Este nieto de españoles habla de defender Derechos Humanos, la educación, la investigación, el medio ambiente. De combatir la corrupción, las discriminaciones. Pueden oírlo de su voz. No deja de ser curioso que traten de invalidar aquí como concepto que se extrapole al que fuera ministro del socialista Lionel Jospin. Pero en España hay periodistas que, o tienen demasiados prejuicios y poca información, o directamente trabajan para la derecha. Para el bipartidismo por el que laboran contra viento y marea. Y hasta en foros de cierta decencia tertuliana se permiten asombrarse de que Mélenchon pida con fuerza a sus seguidores que “no se vote a Le Pen”. Un demócrata nunca pide el voto para la ultraderecha, un periodista honesto no manipula para lavar el fascismo que es el directamente beneficiado de estos ataques a demócratas a la izquierda de su escorada percepción.

Lo lógico, tras haberse demostrado el inmenso daño que hicieron, hacen, en la pandemia, los recortes en Sanidad Pública del neoliberalismo rampante, es que se hubiera producido un cierto rechazo a quienes hacen de la tijera social sus políticas. Y es incongruente indignarse por la invasión del autoritarismo, a golpe de bomba y bala, y votar a quienes lo secundan con la misma ideología. Marine Le Pen dijo en 2017 “Las políticas que represento son las políticas representadas […] por el señor Putin” y hasta negaba que Rusia fuera un peligro militar para Europa, textualmente. Ahora engaña y quienes desean creerla se lo tragan. Porque en esta guerra, como en tantas otras, no hay ni buenos ni malos al cien por cien, demasiadas zonas oscuras, pero usar la violencia como argumento de razón es lo último.

No es inocente, ni inocuo, atacar a la izquierda para lavar a una derecha particularmente sucia. Justo cuando el PP de Mañueco mete a Vox en el Gobierno de Castilla y León, un juez intenta imputar a otra mujer que sostuvo en brazos a un hijo de Irene Montero, acusada de ser… niñera. Y por si fuera poco el estupor, comprobamos de nuevo que nadie osa investigar ni mucho menos encausar a Ayuso por la muerte de más de 7.000 ancianos sin asistencia médica, cumpliendo las órdenes de un protocolo firmado y público. Y lo desazonador es ver que se puede hacer sin consecuencias.

Francia enseña que, cuando los partidos defraudan a los votantes, se les van. Los de la derecha, a otra derecha más salvaje y desvergonzada. La izquierda resiste con bastante pujanza si está libre de criminalizaciones. A Macron, el centro desgajado también de gobiernos socialistas, se le pone cada vez más cuesta arriba el triunfo y eso que le ayuda ser la opción democrática de las dos en liza.

Cuesta más entender a una sociedad que canaliza su ira dañándose a sí misma, porque ni toda la manipulación del mundo justifica la dejación que ataca principios básicos. Están defendiendo beneficios desproporcionados e incluso ilícitos de algunos y, para que así sea, apoyan también que los seres humanos sean considerados diferentes por su origen, sexo o riqueza, que algunos sean inferiores a otros y carezcan del mismo valor y derecho. Cómo puede tener cabida en una democracia, y en cada persona digna, es una ilógica realidad. Da la sensación de que a veces solo se hace a cambio de poder odiar a gusto dando salida a envidias y rencores.

Estamos viendo una escalada al poder que considera de reprobable “extrema izquierda” defender los principios de los Derechos Humanos. Se propugna, de hecho, incumplirlos. No es una exageración: está pasando. Y cada vez con mayor y más ciego beneplácito. Denles tiempo, que esta andadura apenas empieza a consolidarse y esta vez han aprendido. El producto a la venta es que el efecto Le Pen conduce a La Moncloa. Los demócratas siguen tibios, cuando lo que se precisa es la verdadera valentía que no pasa por el lenguaje de las armas sino por afrontar los retos con verdadera y firme decisión.

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