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Nos están embruteciendo a conciencia

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Carlos Elordi

Ningún país de nuestro entorno ha llegado tan bajo. Que el debate político español se limite a hablar de los títulos de Pablo Casado, del chalet de Pablo Iglesias e Irene Montero o de los tuits que hace años publicó el nuevo presidente de la Generalitat es el más claro indicador del desastre al que hemos llegado, aunque pocos parecen darse cuenta de ello. Que el periodismo se ocupe de esos asuntos es normal, porque son noticia. Pero que los dirigentes políticos los utilicen como único instrumento de la pelea con sus rivales es patético. Porque confirma que no tienen nada que decir sobre las dramáticas crisis, políticas e institucionales, que vive España. Y que la suerte de las elecciones se vaya a dirimir en base a eso da miedo. Porque sugiere que vamos a seguir igual por mucho tiempo. O peor.

Si el adjetivo “populista” tuvo verdadero contenido alguna vez, lo cual es dudoso, ya lo ha perdido del todo en nuestro país. Porque si populista es el político que solo dice lo que él cree que quiere escuchar la gente, hoy populistas son todos. Mariano Rajoy, Albert Rivera, Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, cada uno a su manera y con distinta intensidad. Compiten por sumarse a la corriente dominante que han creado los medios, sin rubor alguno por repetir el eslogan que otro ha acuñado, y sólo se salen de ese espectáculo cada vez más cansino y previsible cuando a quien han pillado en renuncio es a uno de los suyos. Entonces se deshacen explicaciones concretas y detalles… o en mentiras insoportables, esperando que pase la tormenta y sea otro el objeto del escarnio.

Ese juego infame ya viene de lejos, pero se ha intensificado últimamente. Justamente por motivos políticos. La brecha que la corrupción ha abierto en el PP, seguramente de manera definitiva, la incapacidad manifiesta de entablar una relación dialéctica, política, con el independentismo catalán, el bloqueo que ha supuesto el fin del bipartidismo, la muerte efectiva de la vida parlamentaria, son los motivos que están en la base de la demagogia sin contenido alguno que hoy lo domina todo.

Era comprensible que Ciudadanos decidiera que la corrupción era el filón que le permitiría batir al partido de Mariano Rajoy. Porque era justo, pero también porque le evitaba definir su programa, sus intenciones. Hasta el punto de que hoy nadie tiene la mínima idea de cuales puedan ser éstas y más de uno tiene la sospecha de que no tiene ninguna, de que las irá improvisando sobre la marcha, en función del viento que tire en cada momento.

Pero ahora, tras ganar las elecciones del 21 de diciembre y ya no tener que ser prudente para no enajenarse votos catalanes moderados, Albert Rivera se ha convertido también en el adalid de la causa de España frente al independentismo catalán y en denunciador del laxismo de Rajoy en la materia. Sin rubor y sin límites. Y todo porque el PP ha rebajado su ardor en la cuestión, de infausto éxito por cierto, a fin de que el PNV apoye sus presupuestos y le permita alejar el fantasma de las elecciones anticipadas.

Tampoco Rivera quiere que se vote este año. Sobre todo porque necesita tiempo para consolidar las buenas perspectivas que le aseguran las encuestas. Pero no solo oculta eso, sino que exige que se prorrogue y se endurezca el artículo 155, sabiendo que cualquier gesto en esa dirección, que lo más probable es que Rajoy no vaya a hacer, llevaría a la ruptura del acuerdo presupuestario con el PNV. Y nadie denuncia tanta trampa y tanto engaño por parte del líder de Ciudadanos. Que quiere erigirse en salvador de España sobre la base de nada.

O, mejor dicho, sobre la base de los tuits de Quim Torra. Denunciar la xenofobia antiespañola que estos destilan es la única contribución de Albert Rivera al debate sobre una cuestión tan crucial en unos momentos en los que el independentismo demuestra de nuevo su fuerza –acaba de hacerse con la presidencia de la Generalitat y el martes nombrará gobierno- y en el que la estrategia judicial de Rajoy, la única existente al respecto, hace aguas por todas partes y amenaza con naufragar. ¿Qué hará Rivera con el problema catalán  cuando esté en el gobierno? ¿Mandar los tanques?

Cierto es que también el PP se ha cebado con los tuits de Torra. Y con entusiasmo. Seguramente para que nadie se fije en las concesiones que ha hecho al independentismo –lo de decir que no había malversación y lo de permitir el voto delegado de Puigdemont y Comín entre otras- atendiendo a las exigencias del PNV. Y con un par de días de retraso, pero con no poca fuerza, también Pedro Sánchez: este viernes ha dicho nada menos que Torra nos que el Le Pen español.

Así, alegremente. Porque unos y otros están convencidos de eso es lo que le gusta a una mayoría de españoles y también que son éstos los que pueden decidir las elecciones. Que iniciativas tan oportunistas y de tan corto recorrido puedan tensar aún más las relaciones entre Madrid y Barcelona, dificultando si no cegando cualquier intento de apaciguar un tanto las cosas por parte de algún sector del independentismo, no parece preocupar lo más mínimo a Rivera, a Rajoy o a Pedro Sánchez. Lo cual es también comprensible cuando no se tiene la más mínima idea nueva sobre cómo afrontar el problema catalán. Caña al mono, por tanto. Y no pasa nada si se confunde aún más a la gente, si se la engaña y embrutece hasta que ya no sea capaz de comprender nada y sólo pueda jalear el eslogan más tosco.

Lo del chalet de Pablo Iglesias e Irene Montero está fuera de este contexto, pero no del todo. Porque está sirviendo para denigrar a un partido que contra todos los augurios no cae en los sondeos. Y porque a un tipo de gente, que es mucha, le encanta que pongan a parir a los de Podemos. Y ese es mismo juego en el que está todo lo demás.

No hay irregularidad ni trato de favor alguno en la compra de dicho patrimonio. Si es caro y por encima de sus posibilidades, le tocará a la pareja apretarse el cinturón para pagar los plazos de la hipoteca. Y el asunto no iría más allá de eso si no fuera porque hace poco más de tres años Pablo Iglesias dijo que un político no podía tener propiedades tan caras, que tenía que vivir como la gente corriente.

A veces la demagogia juega malas pasadas. Tanto como una ideología que se nutre de fuentes del pasado, cuando los jóvenes revolucionarios de las distintas izquierdas de los Sesenta y los Setenta querían construir un mundo nuevo en el que vivir como los obreros y rechazar el consumismo era un ideal movilizador. Pero decir eso bien empezado el siglo XXI no solo es un anacronismo obvio y contundente. Sino que puede reflejar debilidades programáticas mucho más profundas.

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